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«EL CORTO VERANO DE LA ANARQUÍA. VIDA Y MUERTE DE DURRUTI» (y 6) - HANS MAGNUS ENZENSBERGER

Fragmento de la obra El corto verano de la anarquía.Vida y muerte de Durruti, de Hans Magnus Enzensberger, publicada por la Editorial Anagrama. 
Columna Durruti

(Pág. 237)

La leyenda recoge anécdotas, aventuras y secretos; busca lo que necesita y descarta lo que no le sirve; y de este modo obtiene una concordancia que defiende tenazmente. El enemigo, que se obstina en destruirla y «desenmascarar» al héroe, se estrella contra la consistencia de esas narraciones colectivas, contra su carácter consecuente y su densidad. La refutación científica de ciertos detalles afecta menos aun a la historia de un héroe. Esta inmunidad otorga al héroe una extraña influencia política, que incluso los más escaldados ajedrecistas de la política realista tienen que tomar en cuenta; no se opondrán a él, sino que tratarán más bien de explotar su autoridad, sobre todo cuando éste está muerto y no puede defenderse.
La dramaturgia de la leyenda heroica ya ha sido establecida en sus rasgos esenciales. Los orígenes del héroe son modestos. Se destaca de su anonimato como luchador individual ejemplar. Su gloria va unida a su valor, a su sinceridad y a su solidaridad. Sale airoso en situaciones desesperadas, en la persecución y en el exilio. Donde otros caen él siempre se escapa, como si fuera invulnerable. Sin embargo, sólo a través de su muerte completará su ser. Una muerte así siempre tiene algo de enigmático. En el fondo sólo puede explicarse por una traición. El fin del héroe parece un presagio, pero también una consumación. En este preciso instante se cristaliza la leyenda. Su entierro se convierte en manifestación. Se pone su nombre a las calles, su retrato aparece en las paredes y en los carteles políticos; se convierte en talismán. La victoria de su causa habría conducido a su canonización, lo que casi siempre equivale a decir al abuso y la traición. Así, también Durruti habría podido convertirse en un héroe oficial, en un héroe nacional. La derrota de la revolución lo preservó de este destino. Así siguió siendo lo que siempre fue: un héroe proletario, un defensor de los explotados, de los oprimidos y perseguidos. Pertenece a la antihistoria que no figura en los libros de texto. Su tumba se halla en los suburbios de Barcelona, a la sombra de una fábrica. Sobre la blanca losa siempre hay flores. Ningún escultor ha cincelado su nombre. Sólo quien se fije bien podrá leer lo que un desconocido raspó con una navaja y mala letra sobre la piedra: la palabra Durruti.


(pág. 258)

Es un mundo aparte, muy disperso geográficamente, y sin embargo estrecho: un mundo con sus propias reglas, su código de preferencias y aversiones, donde cada uno sabe lo que hace el otro, incluso cuando pasan años sin verse. Este mundo de los viejos compañeros no está exento de frustración y celos, de desavenencias y alienación, los estigmas de la emigración. El promedio de edad es alto; los rumores y novedades se difunden fácilmente y persisten con tenacidad; el recuerdo se ha solidificado hace tiempo; todos saben de memoria cuál fue su papel durante los años decisivos; también pagan su tributo a la obstinación y pérdida de la memoria típicas de la vejez.
Pero esta revolución vencida y envejecida no ha perdido su integridad. El anarquismo español, por el cual han luchado toda su vida estos hombres y estas mujeres, nunca ha sido una secta al margen de la sociedad, una moda intelectual ni un burgués «jugar con fuego». Fue un movimiento proletario de masas, y tienen menos que ver con el neoanarquismo de los grupos estudiantiles actuales, de lo que manifiestos y consignas hacen suponer. Estos octogenarios contemplan con sentimientos contradictorios el renacimiento que experimentaron sus ideas en el Mayo de París y en otras partes. Casi todos han trabajado toda la vida con sus manos. Muchos de ellos van aún hoy todos los días a las obras y a la fábrica. La mayoría trabaja en pequeñas empresas. Declaran con cierto orgullo que no dependen de nadie, que se ganan la vida por sí mismos; todos son expertos en su especialidad. Las consignas de la «sociedad del tiempo libre» y las utopías del ocio les son ajenas. En sus pequeñas viviendas no hay nada superfluo; no conocen la disipación ni el fetichismo del consumo. Sólo cuenta lo que puede usarse. Viven con una modestia que no los oprime. Ignoran tácitamente las normas del consumo, sin entrar en polémicas.
Las relaciones de los jóvenes con la cultura les inquieta. Les parece incomprensible el desprecio de los situacionistas hacia todo lo que huele a «ilustración». Para estos viejos trabajadores, la cultura es algo bueno. Esto no es nada sorprendente, ya que ellos conquistaron el abecedario con sangre y sudor. En sus pequeñas habitaciones oscuras no hay televisores, sino libros. Ni en sueños se les ocurriría arrojar el arte y la ciencia por la borda, aunque sean de origen burgués. Tampoco comprenden el analfabetismo de un «escenario» cuya conciencia está determinada por los cómics y la música rock. Omiten sin comentarios la liberación sexual, que copia al pie de la letra antiquísimas teorías anarquistas.
Estos revolucionarios de otros tiempos han envejecido, pero no parecen cansados. Ignoran lo que es la irreflexión. Su moral es silenciosa, pero no permite la ambigüedad. Están familiarizados con la violencia, pero miran con profunda desconfianza el gusto por la violencia. Son solitarios y desconfiados; pero una vez traspasado el umbral de su exilio, que nos separa de ellos, se abre un mundo de generosidad, hospitalidad y solidaridad. Cuando uno los conoce, se sorprende al comprobar cuán poca desorientación y amargura hay en ellos; mucho menos que en sus jóvenes visitantes. No son melancólicos. Su amabilidad es proletaria. Tienen la dignidad de las personas que nunca han capitulado. No tienen que agradecerle nada a nadie. Nadie los ha «patrocinado». No han aceptado nada, ni han gozado de becas. El bienestar no les interesa. Son incorruptibles. Su conciencia está intacta. No son fracasados. Su estado físico es excelente. No son hombres acabados ni neuróticos. No necesitan drogas. No se autocompadecen. No lamentan nada. Sus derrotas no los han desengañado. Saben que han cometido errores, pero no se vuelven atrás. Los viejos hombres de la revolución son más fuertes que el mundo que los sucedió.

«EL CORTO VERANO DE LA ANARQUÍA. VIDA Y MUERTE DE DURRUTI» (5) - HANS MAGNUS ENZENSBERGER

Fragmento de la obra El corto verano de la anarquía.Vida y muerte de Durruti, de Hans Magnus Enzensberger, publicada por la Editorial Anagrama. Este fragmento corresponde a uno de los varios que aparecen en el libro en los que la historia no está contada desde puntos de vista diversos, sino que es el autor, Hans Magnus Enzensberger, el que desliza su propio punto de vista; en este caso expone cuáles fueron, a su entender, las razones del fracaso de la revolución anarquista.

(pág. 191)

QUINTO COMENTARIO

EL ENEMIGO

¿Dónde está el enemigo? En esta historia sólo aparece al margen del campo visual: es una mancha movediza en una ventana detrás de la ametralladora, una sombra del otro lado de la barricada, un anciano en una oficina, una silueta en las trincheras. Es casi siempre anónimo. Pero al mismo tiempo ubicuo. No es una imaginación ilusoria. La revolución y la guerra son dos cosas distintas. Quien desee no sólo vencer a un adversario militar, sino también revolucionar la sociedad en la que vive, para ese no existe un frente principal en el cual amigos y enemigos puedan reconocerse visiblemente a lo lejos.
La revolución española no sólo se enfrentó con Franco y el ejército que estaba bajo su mando. Sus enemigos actuaban también desde el primer día dentro del propio campo de la revolución. En julio de 1936 los anarquistas se hallaron comprimidos en una coalición con sus enemigos hereditarios. La inconsistencia de esta unión era evidente. La CNT-FAI luchaba contra los fascistas, lado a lado con los restos de un ejército y una policía que poco antes había organizado batidas en contra suya. Lluís Companys se sentaba en su palacio gubernamental frente a unos hombres a quienes había ordenado encarcelar durante años. La República española alardeó durante toda la Guerra Civil de su legitimidad y su fidelidad a la constitución; se distinguía entre «rebeldes», o sea los generales golpistas, y leales», es decir los defensores de la República. Sin embargo, la fuerza principal de la resistencia, los anarquistas, eran totalmente ajenos a esa lealtad a un Estado al cual antes bien habían despreciado con todo su corazón y combatido con todas sus fuerzas. Sólo para los auténticos «republicanos», es decir los partidos burgueses de centro y sus aliados, los socialdemócratas, era la disputa armada una guerra defensiva: ellos querían mantener el statu quo anterior, y el poder del Estado en sus manos, y con ello también el dominio de clase, por el cual respondían contra las pretensiones de los fascistas. Sin embargo no se oponían totalmente a un compromiso o acuerdo con el enemigo. En cambio, la CNT-FAI, como vanguardia organizada del proletariado urbano y rural, quería hacer cuentas claras. Su lucha era ofensiva. Su objetivo era una nueva sociedad. Para lograr este objetivo había que desembarazarse del Estado débil y manifiestamente desahuciado de la pequeña burguesía y sus partidos. Fieles a sus principios, los anarquistas se proponían abolir al Estado como tal, y erigir en España un reino de libertad. Para ello no podían contar, por supuesto, con el pequeño Partido Comunista español; desde el principio éste se había puesto resueltamente al lado de los republicanos burgueses. Las contradicciones en el propio campo eran irreconciliables; la guerra civil dentro de la Guerra Civil era una amenaza permanente. En cambio, Franco logró disimular y reprimir las oposiciones existentes en su sector (entre la junta militar y la Falange, y entre los partidarios de los Borbones y los carlistas). Exteriormente aparecía la imagen de una unidad monolítica: «Un Estado. Un país. Un caudillo».
Los generales descartaban la posibilidad de que el pueblo español emprendiera una guerra contra ellos. Su confianza se basaba en la superioridad material del ejército. Todo recuento de tropas y medios económicos, fusiles y municiones, aviones y tanques, conducía a la misma conclusión: que la resistencia contra Franco era inútil. Pero todas las revoluciones tienen que enfrentar a un enemigo militarmente superior. El pueblo que resuelve derribar violentamente el poder estatal se enfrenta siempre a un ejército incomparablemente mejor adiestrado y armado. Mientras las tropas permanezcan «leales» y obedezcan a sus superiores, no hay probabilidades de éxito. La fuerza política es decisiva para el resultado de la lucha. «Es indudable que el destino de toda revolución se decide, en cierta etapa, a través de un cambio en la moral del ejército», dice Trotski en su Historia de la Revolución Rusa. «Los soldados en su mayoría son tanto más capaces de dar la vuelta a sus bayonetas o de pasarse con ellas al pueblo, cuanto más convencidos estén que los insurrectos se han levantado de verdad; que no se trata sólo de una manifestación, después de la cual hay que regresar al cuartel a rendir cuentas; que es una lucha de vida o muerte y que el pueblo está en condiciones de vencer si se unen a él».
De ello se deduce que la victoria de Franco no se explica, o en todo caso no se explica únicamente, por su superioridad material, la ayuda de potencias extranjeras y el terror y la violencia en el interior. Es evidente que el fascismo puso en acción, también en España, fuertes motivaciones ideológicas. El papel que desempeñó este factor en la derrota de la revolución española ha sido subestimado con frecuencia. Pero es preciso tomarlo en cuenta.
La plataforma ideológica de los anarquistas era simple hasta el primitivismo, era comprensible a primera vista para quienes vivían de su propio trabajo, y tan racional que se ofrecía al examen de la práctica; no sólo permitía una crítica inmediata, sino que la estimulaba del modo más ingenuo. Los anarquistas siempre estuvieron alejados de la tradicional cautela de los marxistas, que contaban con incalculables e ininteligibles periodos de transformación. Su convicción absoluta y la espontaneidad con que prometen saltar al reino de la libertad, los fortalece y da alas a la fantasía de sus adeptos, mientras no haya pasado el examen de la práctica. Pero tan pronto como la revolución obtiene sus primeras victorias y tropieza con las interminables dificultades de la construcción, se demuestra su debilidad política. La confianza de las masas se convierte en desmoralización cuando la gran promesa no puede ser cumplida, cuando la práctica falsifica a la ideología.
La firmeza de principios de los anarquistas se vuelve entonces contra ellos. Los dirigentes de la CNT-FAI no eran corruptos; esto es evidente. La mayoría de ellos eran obreros; la organización no les pagaba; eran todo lo contrario del jerarca, del capitulador o del burócrata. Pero la moral incondicional que se exigían a sí mismos y al movimiento, contribuyó a su ruina. Ésta se volvió contra ellos en forma de dudas corrosivas y escrupulosas demoras tan pronto como se les exigió que dieran el primer paso táctico en el camino del poder. Eran incapaces de desarrollar una política de alianzas. Se enredaron en las alternativas inexorables de su propia ideología.
En cambio, las promesas del fascismo estaban más allá de toda práctica posible, desde el principio. Se excluía un conflicto con la realidad social. ¿Quién podría definir racionalmente lo que exige el honor de la nación española o a qué aspiran los deseos de la Santa Virgen? El cielo no suele desautorizar a sus beneficiarios ideológicos. Cuanto más trascendentales son los valores que invoca una ideología, tanto más grande suele ser la falta de escrúpulos de sus defensores. El cristianismo de Franco fue, en efecto, uno de los puntales ideológicos más firmes de la España franquista; el otro fue el «nacionalismo», que se manifestó al internacionalizarse la guerra. En tercer lugar, el bando nacional supo también enarbolar el atractivo señuelo de la tradición, del pasado glorioso, que procuró traer al presente actualizando gran parte de sus sofismas o de sus innegables realidades.
Fue precisamente la total irracionalidad de sus consignas lo que favoreció la fascinación ideológica del fascismo. En España, como antes lo había hecho en Italia y en Alemania, el fascismo activó fuerzas inconscientes en cuya existencia la izquierda no había reparado: temores y resentimientos que existían también en el seno de la clase obrera. Lo que los anarquistas prometían y no pudieron realizar era un mundo completamente terrenal, un mundo enteramente futuro en el cual desaparecían el Estado y la Iglesia, la familia y la propiedad. Estas instituciones eran odiadas, pero también se estaba familiarizado con ellas, y el futuro de la anarquía no sólo evocaba anhelos, sino también recónditos temores llenos de fuerza elemental. En cambio, el fascismo ofrecía el pasado como refugio, un pasado que naturalmente nunca había existido. El odio contra el mundo moderno, que tan mal había tratado a España desde el Siglo de las Luces, pudo encastillarse en una Edad Media ficticia, y la identidad amenazada se aferró a las rejas institucionales del Estado autoritario.
Los teóricos anarquistas eran incapaces de comprender esos mecanismos. Su horizonte se limitaba a la próxima barricada. No comprendían la estructura interna del fascismo ni la dinámica internacional dentro de la cual éste operaba. Aunque ya desde la época de Bakunin venían hablando de la revolución mundial y se sentían internacionalistas, observaron estupefactos e irritados cómo las democracias occidentales, en acuerdo tácito con Mussolini y Hitler, representaban la comedia de la no intervención. Habían leído en sus folletos acerca de la organización internacional del capital, pero no contaban con las consecuencias; ellos mismos habían sucumbido, hasta cierto punto, a una mistificación nacional. Al fin y al cabo sus experiencias de lucha se habían limitado durante décadas a sus propios pueblos, a la fábrica y al barrio que conocían. La forma organizativa extremadamente descentralizada que poseían redundó con frecuencia en su beneficio; pero la pagaron a cambio de una considerable restricción de su radio de acción. Los anarquistas contemplaron desamparados las maniobras de la política soviética, que hacía tiempo había aprendido a calcular a escala mundial. El suministro de armas de la Unión Soviética a la España republicana fue en realidad muy limitado; sin embargo tuvo, en determinados momentos, una importancia decisiva. El precio político que exigían y que hubo que pagar fue astronómico. La influencia del Partido Comunista aumentó diariamente, aunque nunca había tenido arraigo en el proletariado español; aparecieron comisarios y agentes soviéticos en Madrid, Valencia y Barcelona, y asumieron funciones de «consejeros» en el aparato militar y policial. Stalin manipuló la revolución española como si fuera una pieza de ajedrez. La convirtió en un instrumento de la política exterior rusa. Los anarquistas se enfrentaron sobresaltados a un tipo muy especial de internacionalismo. Cuando se dieron cuenta, ya era demasiado tarde. La CNT-FAI fue arrinconada, no sólo en el plano militar, sino también político; cuando una revolución se deja desarmar ideológicamente y pasa a la defensiva, es que ha llegado el principio de su fin.

«EL CORTO VERANO DE LA ANARQUÍA. VIDA Y MUERTE DE DURRUTI» (4) - HANS MAGNUS ENZENSBERGER

Fragmentos de la obra El corto verano de la anarquía.Vida y muerte de Durruti, de Hans Magnus Enzensberger, publicada por la Editorial Anagrama.

(pág. 160)

¿Hubo alguna vez una Barcelona así, ebria de triunfo y delirante? Es la Nueva York española, la ciudad más hermosa a orillas del Mediterráneo, con sus deslumbrantes bulevares de palmeras, sus gigantescas avenidas, sus paseos costaneros, y sus fantásticas mansiones donde renace la suntuosidad de los palacios bizantinos y turcos del Bósforo. Interminables barrios febriles, gigantescas naves de los astilleros, fundiciones, industrias electrónicas y de automóviles, fábricas textiles, fábricas de zapatos y de confección, imprentas, almacenes tranviarios y garajes colectivos. Bancos instalados en rascacielos, teatros, cabarets, parques de diversiones. Horribles y lúgubres tugurios, el desagradable y delictivo «barrio chino» de estrechas rendijas pétreas en medio del centro urbano, más sucios y peligrosos que todos los albañales de los puertos de Marsella y Estambul. Todo desborda ahora, bloqueado por una multitud excitada y densa. Todo ha sido revuelto y ha salido a relucir, elevado a la máxima tensión, al punto de ebullición. También yo me he contagiado de esa pasión que flota en el aire, y siento los sordos latidos de mi corazón. Avanzo con dificultad en medio de esta apretada multitud, rodeado de jóvenes con fusiles, mujeres con flores en el cabello y relucientes sables en la mano, viejos con bandas revolucionarias en los hombros, los retratos de Bakunin, Lenin y Jaurés en medio de canciones, música de orquestas y el grito de los vendedores de diarios. Paso por un cine en cuyas cercanías hay un tiroteo, al lado de actos callejeros y majestuosos desfiles de milicias obreras, de carbonizadas ruinas de iglesias y carteles multicolores. Bajo la luz confluyente de los anuncios de neón, de la enorme luna y los faros de los coches, chocamos a veces con los parroquianos de los cafés, cuyas mesas ocupan toda la acera. Penosamente logramos llegar a la calzada y por último al Hotel Oriente en la Rambla de las Flores.
[Mijaíl Koltsov]


(pág. 168)

Es falso que la revolución produzca automáticamente una conciencia más elevada, más clara y más intensa del proceso social. En realidad ocurre todo lo contrario, al menos cuando la revolución asume la forma de guerra civil. En la tormenta de la guerra civil se pierde la relación entre los principios y la realidad; desaparecen los criterios según los cuales pueden juzgarse acciones e instituciones; la transformación de la sociedad queda librada al azar. ¿Cómo es posible dar un informe coherente después de una corta residencia y observaciones fragmentarias? En el mejor de los casos sólo podrán transmitirse algunas impresiones y sacar algunas pocas conclusiones.
[Simone Weil]


(pág. 177)

LOS CAMPESINOS

La liberación

Sigamos pues a la columna de la CNT a un típico pueblo de la altiplanicie desértica de Aragón. Supongamos que se llama Santa María. Doscientas casas agrupadas en torno de una iglesia, un ayuntamiento y una cárcel. Poca tierra cultivada, e incluso la reducida superficie que el campesino puede aprovechar, depende por completo de un arroyuelo que se seca en julio. Algunos olivos y quizás unas pocas higueras. El clima, como dicen los habitantes, se compone de tres meses de invierno y nueve meses de infierno.
Los habitantes del pueblo son todos antifascistas, con excepción del rico terrateniente; se le considera rico porque con su finca gana tal vez cuarenta mil pesetas anuales, pasa la mayor parte del tiempo en Zaragoza, y en julio ha escapado volando a esa ciudad; uno o dos funcionarios, el alcalde y un guardia civil; un «capitalista» que tiene una pequeña fábrica, un lagar o una instalación de alumbrado; y el cura. Alguno de ellos (el cura no) tendrá un hijo o dos, que compra sus trajes en Zaragoza, se pasa la mitad del día en el café y aborda a cada señorita que se le acerca. En Barcelona o en Zaragoza estos señoritos serían personajes de poca monta, pero en el pueblo parecen grandes señores. Con frecuencia pertenecen a la Falange; saben con certeza que las leyes y el orden les protegen y no tienen reparo en exteriorizar públicamente sus opiniones reaccionarias.
Ahora llega la columna Durruti, llena de entusiasmo, pero muy mal armada. Su primera medida es «limpiar»: se dedican a borrar las huellas de fascismo que podrían existir en Santa María. En otras palabras, fusilan a todos los susodichos que no hayan huido a tiempo a Zaragoza, a menos que los habitantes del pueblo hablen a favor de alguno de ellos. En este caso, el hombre en cuestión no es molestado. En segundo lugar, la columna recoge del ayuntamiento los catastros y los registros de propiedad, los lleva a la plaza del pueblo y los quema. Este procedimiento tiene un alcance práctico, pero es al mismo tiempo un acto ritual. Se reúnen todos los habitantes del pueblo, y el dirigente de la columna les explica los principios del comunismo libertario. De paso se sueltan siempre algunas indirectas contra el peligro del stalinismo, que hallarían una buena acogida incluso en un club conservador. Nace un sentimiento de libertad y se expresan algunas esperanzas.

[John Langdon-Davies]

«EL CORTO VERANO DE LA ANARQUÍA. VIDA Y MUERTE DE DURRUTI» (3) - HANS MAGNUS ENZENSBERGER

Fragmentos de la obra El corto verano de la anarquía.Vida y muerte de Durruti, de Hans Magnus Enzensberger, publicada por la Editorial Anagrama.

(pág. 146)

Ascaso, Durruti y Jover
Otro problema para la columna eran las prostitutas de Barcelona, que habían seguido a los anarcosindicalistas al frente de Aragón. Pronto las enfermedades venéreas causaron más pérdidas que las balas. Al final Durruti se ocupó de instalar en Bujaraloz una enfermería para el tratamiento de esos casos. Él se encargó de todo. Me acuerdo todavía que nos ordenó darles un tubo de Blenocol a los milicianos que marchaban con licencia a Barcelona.
Por último me dijo:
-Este espectáculo con esas mujeres que andan rondando por la columna debe acabar de una vez por todas.
-Y bien jefe, excelente idea, pero ¿qué hacemos?
-Ponte en contacto con el parque móvil y pide que envíen todos los coches que consideres necesarios. Que recorran todas las centurias y recojan a las mujeres. Pero ¡que no quede ninguna! Después viajas con la caravana de coches a Sariñena. Allí las cargáis en un vagón precintado y las mandáis para Barcelona.
-Ah, muy bien pensado. Y para esta clase de trabajitos no podías encontrar a otra persona más que a Jesús. ¿Querrás también que les vaya predicando el sexto mandamiento por el camino?
-No, sólo quiero una cosa: que me saques este problema de encima.
Era una orden y tuve que cumplirla.
Mi éxito no duró mucho, ya que al poco tiempo volvieron a aparecer mujeres dudosas en las centurias. Quizás eran las mismas que yo había despachado a Barcelona.
[Jesús Arnal Pena]


(pág. 148)

Una última historia, esta vez de la retaguardia. Dos anarquistas me contaron que una vez habían capturado a dos sacerdotes. Uno fue fusilado de inmediato de un pistoletazo, a la vista del otro; a éste le dijeron que podía irse. Cuando hubo andado unos veinte pasos lo abatieron a tiros. El relator se sorprendió mucho al ver que su historia no me hacía reír.
Una atmósfera como ésta, en la que diariamente ocurren cosas así, hace desvanecer el objetivo de la lucha. Porque este objetivo no debe expresarse en oposición al bien público, al bien de los hombres; pero en España la vida de un hombre no vale nada. En un país donde los pobres son, en su mayoría, campesinos, el objetivo de toda agrupación de extrema izquierda debe ser mejorar la situación de los campesinos; y la Guerra Civil fue al principio, y tal vez ante todo, una guerra a favor (y en contra) de la distribución de tierras entre los campesinos. Y ¿qué ocurrió? Estos miserables y magníficos campesinos de Aragón, que no han perdido su orgullo a pesar de todas las humillaciones, no eran para los milicianos de la ciudad ni siquiera un objeto de curiosidad. Aunque no haya habido abusos, insolencias ni agravios (yo por lo menos no he notado nada, y sé que existía la pena de muerte por robo y violación en las columnas anarquistas), los soldados estaban separados por un abismo de la población sin armas, un abismo tan profundo como el que separa a los pobres de los ricos. Esto se percibía claramente en la actitud siempre un poco humilde, sumisa y temerosa de los unos, y la desenvoltura, la prepotencia y la condescendencia de los otros.
[Simone Weil]


(pág. 156)

Conversé con él poco antes de su partida a Madrid. Estaba alegre y de buen humor, como siempre; creía que la victoria estaba cerca. «¿Ves?», me dijo, «nosotros dos somos amigos. Podemos unirnos. Incluso tenemos la obligación de unirnos. Cuando hayamos vencido veremos... Cada pueblo tiene un carácter propio. Los españoles no son como los franceses ni como los rusos. Ya se nos ocurrirá algo... Pero primero tenemos que liquidar a los fascistas». Al terminar nuestra conversación no pudo dominar su emoción: «Dime, ¿sabes lo que es estar dividido en tu interior? Piensas una cosa y haces otra: no por cobardía, sino por necesidad». Le respondí que lo comprendía muy bien. Al despedirnos me palmoteó la espalda, como se acostumbra en España. Sus ojos quedaron grabados en mi memoria, eran ojos que expresaban una voluntad férrea unida a una desorientación casi infantil, una mezcla extraordinaria.
[Ilya Ehrenburg]

durruti: No, todavía no hemos puesto en fuga a los fascistas. Siguen ocupando Zaragoza y Pamplona, donde están los arsenales y las fábricas de municiones. Debemos conquistar Zaragoza a toda costa. Las masas están armadas, el antiguo ejército ya no existe. Los trabajadores saben lo que significaría el triunfo del fascismo: carestía y esclavitud. Pero también los fascistas saben lo que les espera si son vencidos. Por eso ésta es una lucha sin compasión. Para nosotros se trata de aplastar para siempre al fascismo. Y a pesar del gobierno.
Sí, a pesar del gobierno. Lo digo porque ningún gobierno del mundo combatirá a muerte al fascismo. Cuando la burguesía ve huir el poder de sus manos, recurre al fascismo para mantenerse. Hace tiempo que el gobierno liberal español habría podido reducir al fascismo a la impotencia. En cambio ha vacilado, ha maniobrado y tratado de ganar tiempo. Incluso actualmente hay en nuestro gobierno hombres que quisieran tratar a los rebeldes con guante de seda. ¿Quién sabe? (Se ríe) Tal vez un día este gobierno podría necesitar a los militares rebeldes para destruir al movimiento obrero...
Van Paasen: ¿De modo que prevé dificultades incluso después de sofocada la rebelión de los generales?
Durruti: Sí, habrá una cierta resistencia.
Van Paasen: ¿Resistencia por parte de quién?
Durruti: De la burguesía, por supuesto. Aunque la revolución triunfe, la burguesía no se dará por vencida tan fácilmente.
Nosotros somos anarcosindicalistas. Luchamos por la revolución. Sabemos lo que queremos. Poco nos importa que exista en el mundo una Unión Soviética por amor a cuya paz y tranquilidad Stalin ha entregado a los trabajadores alemanes y chinos a la barbarie fascista. Queremos hacer la revolución aquí, en España, ahora mismo, no después de la próxima guerra europea. Nosotros actualmente les damos más preocupaciones a Hitler y a Mussolini que todo el ejército rojo. Con nuestro ejemplo les mostramos a la clase obrera alemana e italiana cómo se debe tratar al fascismo.
Yo no espero la ayuda de ningún gobierno para la revolución del comunismo libertario. Es posible que las contradicciones dentro del campo imperialista influyan en nuestra lucha. Es bastante posible. Franco se esfuerza por arrastrar al conflicto a toda Europa. No vacilará en lanzar a los alemanes contra nosotros. Nosotros, en cambio, no esperamos ayuda de nadie, ni siquiera de nuestro propio gobierno.
Van Paasen: Pero si triunfan descansarán sobre un montón de ruinas.
Durruti: Siempre hemos vivido en barracas y tugurios. Tendremos que adaptarnos a ellos por algún tiempo todavía. Pero no olviden que también sabemos construir. Somos nosotros los que hemos construido los palacios v las ciudades en España, América y en todo el mundo. Nosotros, los obreros, podemos construir nuevos palacios y ciudades para reemplazar a los destruidos. Nuevos y mejores. No tememos a las ruinas. Estamos destinados a heredar la tierra, de ello no cabe la más mínima duda. La burguesía podrá hacer saltar en pedazos su mundo antes de abandonar el escenario de la historia. Pero nosotros llevamos un mundo nuevo dentro de nosotros, y ese mundo crece a cada instante. Está creciendo mientras yo hablo con usted.
[Buenaventura Durruti]

«EL CORTO VERANO DE LA ANARQUÍA. VIDA Y MUERTE DE DURRUTI» (2) - HANS MAGNUS ENZENSBERGER

Fragmentos de la obra El corto verano de la anarquía.Vida y muerte de Durruti, de Hans Magnus Enzensberger, publicada por la Editorial Anagrama.

(pág. 72)

Buenaventura Durruti
Ascaso y Durruti se complementaban mutuamente. Durruti era el hombre de acción, impetuoso y entusiasta, capaz de ganar la confianza de la gente; Ascaso era el hombre de la serenidad, de la reflexión, de la tenacidad, la amabilidad y el cálculo. Era un estratega perfecto. Era él quien planeaba las acciones revolucionarias. Sus cálculos eran tan exactos, que a la hora señalada éstos se confirmaban en todos sus detalles. El fuerte de Durruti era la rapidez y la energía con que sabía actuar; ponía la violencia al servicio de un ánimo decidido y un discernimiento superior. El uno necesitaba del otro, y era difícil resistirles cuando estaban juntos.
[Cánovas Cervantes]

(pág. 85)

Recuerdo que un día las autoridades confiscaron en nuestra imprenta las rotativas de nuestro diario Solidaridad Obrera. Fue durante la República, ya no recuerdo por qué razón. Por denuncias o instigaciones. El periódico fue clausurado y las máquinas se subastaron judicialmente. Se presentaron muchos comerciantes a licitar. Pero no los dejamos solos. También nosotros nos presentamos en la sala de subastas, una veintena por lo menos, entre ellos Durruti y Ascaso. Durruti se levantó y ofreció veinte pesetas por la rotativa. Era nada, prácticamente. Los comerciantes se levantaron de un salto y gritaron: «¡Mil pesetas!», pero no bien hizo su oferta el primero, sintió algo frío, de hierro, en las costillas, y enseguida retiró su oferta, claro. Entonces le tocó el turno a Ascaso. Gritó: «¡Cuatro duros!». Eran veinte pesetas otra vez. El que quería sobrepujarlo sentía el revólver al lado y prefería callarse la boca. Por último no le quedó al subastador otra alternativa: tomó el martillito y nos adjudicó la máquina por veinte pesetas, un pedazo de pan.
Entre ayer y hoy no hay comparación posible. Lo que hacemos en París, en la imprenta de la CNT en el exilio, es una bagatela. Nos falta de todo, nuestras máquinas podrían venderse como chatarra. Necesitamos un nuevo equipo. Claro que hoy trabajamos en la legalidad, y trabajar en la legalidad significa tener que trabajar con hierro viejo. Si tuviésemos a un Durruti, a un Ascaso, no sería difícil conseguir una nueva imprenta. Sí, ¡ésa sería nuestra solución!
[Juan Ferrer]

(pág. 86)

Un día los obreros de la cervecería Damm de Barcelona declararon la huelga porque su salario era muy bajo. Los empresarios no cedieron y despidieron incluso a algunos trabajadores. Entonces la CNT respondió con un boicot contra la cervecería. Algunos dueños de bares no quisieron participar en el boicot. Siguieron despachando cerveza Damm. Entonces los fueron a visitar Durruti y algunos compañeros, aparecían en la puerta y destrozaban los escaparates, los vasos y el bar. Pronto en todos los bares de Barcelona apareció un cartel que decía: «Aquí no se despacha cerveza Damm». Después de unas semanas la cervecería pagó la totalidad de los salarios, volvió a ocupar a los despedidos y negoció un nuevo convenio con la CNT.
[Ramón García López]

(pág. 88)

Sí, los anarquistas siempre hablaban mucho del amor libre. Pero eran españoles al fin y al cabo, y da risa cuando los españoles hablan de cosas así, porque va contra su temperamento. Repetían lo que habían leído en los libros. Los españoles nunca estuvieron a favor de la liberación de la mujer. Yo los conozco bien a fondo, por dentro y por fuera, y le aseguro que los prejuicios que les molestaban se los quitaron enseguida de encima, pero los que les convenían los conservaron cuidadosamente. ¡La mujer en casa! Esa filosofía sí les gustaba. Una vez un viejo compañero me dijo: «Sí, son muy bonitas sus teorías, pero la anarquía es una cosa y la familia es otra, así es y así será siempre».
Con Durruti tuve suerte. Él no era tan atrasado como los demás. ¡Claro que él sabía también con quién estaba tratando!
[Émilienne Morin]


«EL CORTO VERANO DE LA ANARQUÍA. VIDA Y MUERTE DE DURRUTI» (1) - HANS MAGNUS ENZENSBERGER

Fragmentos de la obra El corto verano de la anarquía.Vida y muerte de Durruti, de Hans Magnus Enzensberger, publicada por la Editorial Anagrama.

(página 60)

La biblioteca ideal

El gran sueño de Durruti y Ascaso era fundar editoriales anarquistas en todas las grandes ciudades del mundo. La casa matriz tendría su sede en París, el centro del mundo intelectual, y si era posible en la plaza de la Ópera o de la Concorde. Allí se publicarían las obras más importantes del pensamiento moderno en todas las lenguas del mundo. Con este propósito se fundó la Biblioteca Internacional Anarquista, que editó numerosos libros, folletos y revistas en varias lenguas. El gobierno francés persiguió esta actividad con todos los medios policiales a su alcance, al igual que el gobierno español y los demás gobiernos reaccionarios del mundo. No le gustó que el grupo Durruti-Ascaso atrajera también la atención en el plano cultural. Órdenes de detención y de destierro causaron finalmente la ruina de la editorial. Estos hijos de don Quijote tuvieron que enterrar por el momento su sueño favorito. Volvieron a echar mano a la pistola, como el Caballero de la Triste Figura había empuñado su lanza, para «desfacer entuertos, salvar a los menesterosos e instaurar el reino de la justicia en la tierra».
[Cánovas Cervantes]

Durruti colaboró con medio millón de francos para el mantenimiento de la Librairie International.
Después de la proclamación de la República, los anarquistas quisieron trasladar la sede de la editorial a Barcelona. Esta labor nos costó miles de pesetas. Pero en la aduana francesa de Port-Bou, los gendarmes franceses prendieron fuego a todo el material. Así se perdió el fruto de tantos gastos y sacrificios
[Alejandro Gilabert]


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La campaña

Yo dirigía, en nombre del comité Sacco y Vanzetti, una larga y amplia campaña para salvar a esos dos anarquistas americanos de la silla eléctrica; y un día me dijeron mis compañeros: «¿Y Ascaso, Durruti y Jover? Deberías encargarte también de su defensa».
Estos tres anarquistas españoles habían luchado políticamente en las filas de la CNT y habían huido a Argentina después de que Martínez Anido, el verdugo de Cataluña, y Primo de Rivera, el principal lacayo de Alfonso XIII, proscribieron esa organización. Después regresaron a París para «encontrar» en la verdadera acepción de la palabra a «su rey», que venía allí en visita oficial.
En Buenos Aires se había cometido un crimen: el cajero de un banco había sido asesinado y robado. Un taxista, presionado por la policía, dirigió las sospechas hacia Ascaso, Durruti y Jover. Además, la precipitada partida de los «tres mosqueteros», como los llamaban en España, había despertado un cierto recelo, aunque eran totalmente inocentes.
Argentina había solicitado su extradición a las autoridades francesas y éstas habían accedido, en principio, a este requerimiento. Pero Ascaso, Durruti y Jover debían cumplir previamente una condena de seis meses de prisión que les había impuesto un tribunal parisiense por tenencia ilícita de armas. Habían sido detenidos en un coche, donde acechaban la llegada del rey de España con el fusil en posición de tiro.
Tenía que ocuparme simultáneamente de dos casos diferentes y defender a cinco militantes. A veces daba la impresión de que descuidaba mi actividad en el comité de derecho al asilo político, que trabajaba a favor de los amigos españoles; entonces escuchaba los reproches de los emigrados españoles. En cambio, cuando prestaba menos atención al comité Sacco y Vanzetti, se inquietaban los italianos. Además, tenía que hacer frente a los representantes de la «línea pura», a quienes les parecía inadmisible que yo utilizara mis influencias para salvar a los cinco implicados. Uno de esos «puros» llegó a escribir un par de versos entre ridículos y desagradables que concluían así: «¡Qué importa la muerte! ¡Viva la muerte!». No se trataba por supuesto de la muerte de ese «poeta»; y no era el primero ni sería el último en hacer literatura a costa del pellejo de los demás.
También la dictadura española había pedido la extradición de Ascaso, Durruti y Jover (les echaba la culpa de varios atentados políticos), pero en vano. El gobierno francés quería salvar su fachada liberal. En realidad todo era una hipócrita comedia, una intriga concertada entre el gobierno español y el argentino. Los tres se salvarían de la pena del garrote vil español, pero en cambio los destinaban a prisión perpetua en las terribles islas de Tierra del Fuego.
Las circunstancias bajo las cuales emprendimos la defensa de los «tres mosqueteros» no eran precisamente favorables. En aquella época la policía disponía de ilimitados poderes para decidir la suerte de extranjeros «sospechosos» y decretar su expulsión. No había posibilidades de apelación para los implicados. Sólo el gobierno podía vetar las disposiciones de la policía. Pero el presidente era Poincaré y el ministro del Interior, Barthou. Eran seres cobardes y habría sido imprudente confiar en sus mejores sentimientos. Había que atemorizarles, agitar a la opinión pública. Desde el principio pensé en conquistar para nuestros fines a la influyente Liga de los Derechos Humanos, aunque la labor principal de esta organización de pusilánimes era rehabilitar a los muertos de la Primera Guerra Mundial o interceder en favor de algunos liberales que habían ido demasiado lejos. Pero ¿anarquistas? ¿Esos intrusos cuya sola mención causaba escalofríos a mucha gente?
Primero fui a ver a una grande dame conocida mía: Mme. Séverine. Me recibió con benevolencia. «¿En qué puedo ayudarle, Lecoin?». Le expliqué en pocas palabras de qué se trataba. Ella no exigió ninguna prueba de la inocencia de los compañeros.
«Bien, Lecoin, le daré una esquela para Mme. Mesnard- Dorian. Ella es todopoderosa en la Liga, y muy amable. Ya lo verá».
Mme. Mesnard-Dorian habitaba en un lujoso hotel particular en la rué de la Faisanderie. Su salón era frecuentado por todas las personas distinguidas y famosas de la República. Ella telefoneó enseguida al presidente de la Liga, Víctor Basch. Fui a verlo de inmediato. La recepción fue bastante rara. «Son culpables, sus amigos», exclamó Basch. «Estoy segura, el representante de la Liga en Buenos Aires me ha informado».
Le repliqué que él juzgaba con más desaprensión que el peor de los jueces, es decir, sin antecedentes, con una carpeta vacía. Entonces respondió inesperadamente: «¡Quisiera ver a los anarquistas al frente de un gobierno!».
«¡Ese anhelo evidencia su absoluto desconocimiento del pensamiento anarquista!», le contesté.
Esto le enfureció. Había olvidado que era profesor en la Sorbona y que hacía unos años había publicado un libro sobre el anarquismo.
Cuando me fui no se había calmado todavía. Estábamos convencidos de haber hecho un fiasco. Pero nos habíamos equivocado. Esa misma tarde me llamó Guernut, el secretario general de la Liga, y me pidió que le diera los antecedentes sobre el caso «Ascaso y Co.». Ese «y Co.» no me parecía muy halagüeño, pero de todos modos la Liga era una palanca que necesitábamos imperiosamente. La sola mención de que la Liga nos apoyaba nos abrió todas las puertas.
El ministro del Interior fue a visitar personalmente a Basch y a Guernut, para prevenirlos en contra nuestra. Sostuvo que la culpabilidad de los tres españoles era incuestionable y que la Liga sería utilizada impropiamente y contra sus propias convicciones.
Fui citado por Basch y Guernut. Todavía me parece escuchar sus voces: «¡Díganos la verdad, Lecoin! ¡Reconozca que sus amigos no son inocentes! ¡No comprometa a la Liga si no está absolutamente seguro!».
Entretanto, cinco o seis periódicos se habían puesto a favor nuestra. También los demás diarios insertaban noticias sobre nuestras actividades. El comité de defensa del derecho de asilo se había convertido en una potencia, y la extradición de Ascaso, Durruti y Jover en una cuestión de Estado que comprometía al gobierno. Mientras tanto los tres detenidos habían emprendido una huelga de hambre. Se los trasladó al hospital militar de Fresnes. Estaban muy agotados, pero Barthou tuvo que ceder y prometió un examen judicial. Me dirigí a Fresnes, portador de esa noticia. El director de la cárcel y sus subordinados me recibieron formando fila; fue la única vez en mi vida que entré en marcha triunfal a una cárcel. Encontré a los tres contestatarios en la cama, cada uno en una habitación individual. Se alegraron mucho al verme.
Se los condujo ante el juez competente. Pero éste se escudó en sus artículos, se negó a abordar el asunto y se limitó al problema formal de si la demanda de extradición era procedente. A pesar de los alegatos de cuatro distinguidos abogados (Corcos, Guernut, Berthon y Torrés), el juez sostuvo que sí era procedente. Parecía que el ministro del Interior había ganado la partida. El subjefe de la policía de Buenos Aires ya había llegado a París para hacerse cargo de los detenidos, y se frotaba las manos con satisfacción.
La causa parecía perdida. Redoblé mis esfuerzos. Se reunieron seis mil personas en un acto en la sala de baile Bullier. Se decidió enviar una delegación a los ministros Painlevé y Herriot. Painlevé se mostró perplejo y farfulló: «¡Cómo no!... ¡Claro!». Merecía tanta confianza como un puente podrido. La actitud de Herriot fue mejor. Pidió que le trajeran en 48 horas los antecedentes disponibles del caso, y prometió presentar el asunto ante el gabinete. Consiguió que la decisión se postergara hasta otro examen ulterior. El subjefe de la policía de Buenos Aires emprendió enojado el regreso. La prensa argentina publicó con grandes titulares: «¡El gobierno francés anulado por una banda de gángsters!».
Si de la opinión pública hubiese dependido, Ascaso y Durruti habrían sido liberados de inmediato. Pero el gobierno estaba bajo la presión de la casa real española. Pretirió ceder otra vez y aprobó en última instancia la extradición.
Sólo una crisis gubernamental podía echar por tierra esta decisión, y sólo el parlamento podía desencadenar una crisis gubernamental. Tratamos de entrar en contacto con diputados influyentes, que estuviesen dispuestos a formular una moción perentoria ante la Asamblea Nacional.
Conseguí pase sin fecha para entrar en la Asamblea Nacional, y allí establecí mi centro de operaciones. Cinco diputados apoyaban ya la interpelación. Representaban doscientos votos. Me faltaban cincuenta más, que debía arrancar de la mayoría gubernamental. Eso exigía cuidadosas preparaciones. ¡Al fin y al cabo para esta clase de actividades no hay nadie mejor que un enemigo inveterado del parlamentarismo!
Mientras tanto, en toda Francia no se hablaba más que de Ascaso, Durruti y Jover. Argentina ya había enviado un buque de guerra para trasladar a los prisioneros. El acorazado se hallaba varado con una avería en medio del Atlántico. El plazo de la extradición había vencido. Pero los «tres mosqueteros» seguían detenidos en la Conciergerie. Invocamos las disposiciones legales y solicitamos su inmediata liberación. Se burlaron de nosotros, claro.
Llegó por fin el día de la interpelación. Algunos diputados querían que se hiciera justicia; otros querían aprovechar la ocasión para derribar al gobierno de Poincaré. Esto podía ocurrir fácilmente si el gobierno pedía un voto de confianza. En los pasillos cundían los rumores y las especulaciones. Pero Poincaré, que no era ningún novato, previó el resultado, y poco antes del descanso de mediodía me envió un mediador, su fiel mastín y confidente Malvy, el presidente de la comisión de Hacienda.
-A ver, Lecoin, ¿qué quiere usted? —preguntó—. ¿Tanto le interesa la caída del gobierno?
-No, en absoluto, sólo pedimos una cosa: la libertad de Ascaso, Durruti y Jover.
-Enseguida voy a ver al presidente. Vuelva a las dos, por favor. Le comunicaré su decisión.
La votación no se llevó a cabo. Barthou y Poincaré prefirieron capitular. Era julio de 1927.
Al día siguiente nos presentamos ante el portal de la Conciergerie, en el Quai des Orfévres, rodeados por una jauría de periodistas y fotógrafos. La puerta se abrió. Allí estaban Ascaso, Durruti y Jover.

[Louis Lecoin]