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ENRIQUE ANDERSON IMBERT (II)


EL PRISIONERO

Cuando a Luis Augusto Bianqui le metieron de un empujón en una celda tardó varios días en advertir que podía disolverse en el aire, escapar como una exhalación por el tragaluz, reasumir al otro lado su forma corporal, andar por las calles y vivir la vida de siempre. Había un solo inconveniente: cada vez que un guardián se acercaba a la celda para inspeccionarla, Bianqui, estuviera donde estuviese, tenía que dejarlo todo y, en un relámpago, regresar y rehacer su figura de prisionero. ¡Cosas de la conciencia! Si los carceleros se distraían, la libertad de Bianqui se actualizaba. Estudió el horario de la ronda de guardias a fin de pasear por la ciudad solamente entre horas más o menos seguras, sin miedo de ser interrumpido. Trasnochaba. Pero, aun así, en la cárcel solían disponerse vigilancias inesperadas. Más de una vez había sentido el tirón desde la celda y tuvo que desvanecerse en los brazos de una mujer. Demasiado incómodo. Poco a poco fue renunciando a su poder de evaporarse y al cabo de un tiempo no se fugó más.

MI SOMBRA

No nos decimos ni una palabra pero sé que mi sombra se alegra tanto como yo cuando, por casualidad, nos encontramos en el parque. En esas tardes la veo siempre delante de mí, vestida de negro. Si camino, camina; si me detengo, se detiene. Yo también la imito. Si me parece que ha entrelazado las manos por la espalda, hago lo mismo. Supongo que a veces ladea la cabeza, me mira por encima del hombro y se sonríe con ternura al verme tan excesivo en dimensiones, tan coloreado y pictórico. Mientras paseamos por el parque la voy mimando, cuidando. Cuando calculo que ha de estar cansada doy unos pasos muy medidos —más allá, más acá, según— hasta que consigo llevarla donde le conviene. Entonces me contorsiono en medio de la luz y busco una postura incómoda para que mi sombra, cómodamente, pueda sentarse en un banco.

ENRIQUE ANDERSON IMBERT

LA MONTAÑA

El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.
-¡Papá, papá! -llamó a punto de llorar.
Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.
-¡Papá, papá!
El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.

TABÚ

El ángel de la guarde le susurra a Fabián, por detrás del hombro:
-¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
-¿Zangolotino? -pregunta Fabián azorado.
Y muere.