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«LOS 21 DÍAS DE UN NEURASTÉNICO» - OCTAVE MIRBEAU (LIBROS DE ITACA)

La editorial Libros de Itaca acaba de publicar la obra Los 21 días de un neurasténico, del escritor francés Octave Mirbeau.

LA OBRA
Los 21 días de un neurasténico aparece en 1901, y, como señala Pierre Michel en el prólogo, marca un nuevo paso en el camino de la deconstrucción de la novela «realista» en la línea de Balzac y Zola. Se trata de una obra narrativa singular, un collage novelesco. Transgrediendo cualquier código de verosimilitud y la exigencia de unidad de tono, Octave Mirbeau se limita a coser, sin preocuparse lo más mínimo de si las costuras se ven demasiado, sesenta cuentos, o fragmentos de cuentos, aparecidos en la prensa francesa más influyente, entre 1887 y 1901. El hilo conductor que los une a todos es Georges Vasseur, el neurasténico que va narrando sus encuentros con diversos personajes, durante su convalecencia en una estación termal de los Pirineos. La estructura de la obra evidencia la absurdidad innata de un mundo donde nada tiene sentido y que escapa a toda veleidad de explicación racional.
Los 21 días de un neurasténico es también, como afirma Eugène Montfort, «el grito de un hombre herido» por una sociedad presa de la locura, donde todo el mundo está loco, tanto los «locos oficiales», como los ciudadanos normales, debidamente atontados por la santa trinidad (la familia, la escuela y la Iglesia), y que son locos si cabe más peligrosos por todo lo que ignoran.
Por estas páginas deambulan especímenes peculiares de «la animalidad humana», grotescos o inquietantes, maniacos, imbéciles, canallas, asesinos y bandidos de todo tipo. Unos son ficticios y otros están extraídos de la élite de la Tercera República francesa. Cada uno de ellos es el actor o el espectador de historias extraordinarias y a menudo atroces, donde lo jocoso se mezcla con lo horrible y lo absurdo con lo repugnante.
El humor, provocado por la ironía, lo absurdo de las situaciones, las invenciones burlescas, las comparaciones incongruentes, las gracias verbales, hace que el lector ría, o al menos sonría, convirtiéndose así en la más eficaz de las terapias para hacer más soportable la vida.

OCTAVE MIRBEAU
Octave Mirbeau (1848–1917). Periodista, panfletario, crítico de arte, novelista, negro literario y dramaturgo francés. Anticlericalista radical, pacifista y antimilitarista, es una de las figuras más originales de la Belle Époque. Co-fundador del semanario Les Grimaces, desde donde arremetió contra la sociedad de su tiempo y apoyó las más atrevidas innovaciones. Decidido partidario de Dreyfus, escribió violentos artículos en pro de la revisión del proceso.
En sus novelas practica la técnica del collage y transgrede los códigos de la credibilidad novelesca. Destacan El abad Jules, Memoria de Georges el amargado, El jardín de los suplicios y Diario de una camarera. En sus dos últimas novelas, La 628-E8 y Dingo se apartó aún más de la narración de tipo realista, haciendo protagonista de las mismas, respectivamente, a su coche y a su perro. Entre sus obras de teatro destacan Los malos pastores, Los negocios son los negocios y El hogar.

«A TUMBA ABIERTA» - ORIOL ROMANÍ

... fragmentos extraídos de la novela A tumba abierta de Oriol Romaní, publicada por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com)...

«Y entonces, ¿qué hacen?: se traen dos camas a mi bujío, una litera, sí. Se traen las dos camas y dicen: «Mira, nosotros vamos a dormir aquí, que tal que cual...». Y digo: «Vale». Meten ahí las camas, se acomodan, arreglan un poco aquello y, allí, en el bujío aquel, se me meten 6 kilos de kiffi. Empezamos a fumar, y me dicen que si quiero vender petardos a la gente. Digo: «Pues vale». A cinco duros el petardo. Claro, en el desierto era más caro, era más difícil de encontrarlo en el desierto que en África. De cada petardo, me ganaba un duro yo. Pero, en esa época, viene el teniente Perico y me trae un borreguillo blanco, así, pequeñajo; me lo trae de Canarias, y me lo pone allí, en el bujío, para que yo le dé de comer y tal; lo quería para mascota de la bandera, pero como era muy pequeño... Vale. Lo mete allí, en el bujío también, en el foso ese. Bueno, pues estaba el borrego y las pacas de alfalfa; unas pacas de alfalfa seca para que el borrego comiera. Pero se me meten esos allí con el kiffi. Y todos los días liábamos petardos, allí los tres a liar petardos, ¿no? Petardos de dos papeles pero mu finitos, así de pequeños. Y me daban a lo mejor 300 petardos, para que los vendiera. Pero yo cogía y me liaba, a lo mejor, 200 petardos de la alfalfa del borrego... y al borrego le daba los palos de la alfalfa, ja, ja. ¡Al borrego lo tenía más mosqueao! Comía papeles, se comía colillas... la alfalfa el pobre no la veía... Bueno, el día que me pillaba de buenas, sí, le daba un puñao; le daba hasta mareos, al borrego aquel. Resulta entonces que yo llevaba a lo mejor 200 petardos de alfalfa en un bolsillo y 200 de kiffi en otro. Y como yo tenía movimientos —estaba preso, pero era pa dormir, nomás—. Yo tenía movimientos y podía ir pa un lao y por otro, en la zona de trabajo. Pues me fui a la cantina, al mesón, y empezó a correr la voz que tenía petardos. Claro, como a todos les gusta y allí escasea mucho, venga, todo el mundo a comprarme. Venía un tío, a lo mejor con una borrachera como un piano: «Oye, ¿tienes costo?». «Sí, ¿cuántos quieres?». «Bué, dame ocho». Doscientas pesetas, ocho petardos, ¿vale? Y yo si lo veía muy a gusto, le daba ocho petardos de alfalfa. A lo mejor el tío al día siguiente se le pasaba la borrachera y venía y me decía: «Oye, a mí... ¿Tú qué me has vendido a mí ayer? Vaya kiffi más chungo». «¿Cómo que chungo?». «¡Sí, eso no vale pa ná, hombre! Estuvimos fumando y eso no colaba ni ná». «¿Que no valía?» Entonces sacaba un petardo bueno y le decía: «¡Toma, enciende esto!». El tío lo encendía, fumaba...: «Ves, ¡esto sí que es bueno!». «Pues es el mismo que te fumaste ayer. Así que págame los cinco pavos de este». Así me vendí los seis kilos de kiffi en petardos y las pacas de alfalfa del borrego. Que me viene el teniente y me dice: «Oye, ¿qué le pasa al borrego ese que no crece? Cada día está más canijo...». «¡Joder!», le digo, «si s’ha comío la alfalfa entera...». Pero no, «ese borrego necesita mejor trato». «¿Mejor trato? Pero si lo tengo aquí todo el día. Es más, no lo tengo ni amarrao...». ¡No lo iba a tener amarrao: si lo dejo suelto me deja sin alfalfa! Se me come hasta la camisa. Hasta que me quitaron al borrego, se lo dieron al cabo de gastadores para que lo cuidara él, ¿no?

(...)

Bueno, el primer día cuando me senté a comer, yo me senté en la mesa arremangado hasta aquí, con todos los tatuajes al aire y mi madre me dice: «¡Pues no es marrano el tío ese! ¡Pero mira cómo vas! Anda, ve y lávate esos brazos...». Bueno, me voy, me lavo los brazos, me los enjabono, pun, pun, agua, y vuelvo otra vez. Y me voy a sentar y me dice: «Pero, ¿no te he dicho que te laves los brazos?». Y digo: «Pero si ya me los he lavado, mamá». Dice: «¿Y todas esas cosas? ¡Quítate todos esos muñecajos!». Digo: «No salen, mamá». «¿Cómo que no salen?». Digo: «¡Que no!». Dice: «¿Que no salen? ¡Ven p’acá!». Y me lleva a la pica de la cocina, y me coloca un estropajo de aluminio y el jabón ese de lavar las grasas, y empieza a darle al brazo... Al cabo de un momento le digo: «Mamá, que me haces daño...». Dice: «Que eso lo saco yo...». Digo: «¡Que me haces daño!». Hasta que me mosqueé, solté la mano y dije: «¿Qué passa, no?». Me lavé con agua el jabón y dije: «Mira, mamá, que esto no sale. Para sacarlo, tienes que sacar la piel». Dice: «Pues en mi mesa no te sientas tú así; ¡ponte una camisa de manga larga!». Pues vale. Yo eso fue una onda muy... chunga, porque yo venía de la Legión ya bastante quemao, ¿comprendes? Y ya había estao en la cárcel, en la Legión, había estao preso mucho tiempo y, ya venía más quemao... yo lo que quería era paz y tranquilidad.


«LA CARPA Y OTROS CUENTOS» - DANIEL SUEIRO

... fragmentos extraídos de "La carpa", novela corta incluida en el libro La carpa y otros cuentos, de Daniel Sueiro, publicado por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

«Viajamos en tren, en camión, en carro y a veces a pie. Depende. En esto, ya se sabe: hoy hay y mañana no hay. ¿Tarrasa? Pues Tarrasa. ¿Medina? Pues Medina. Vamos de un lado a otro echando mano a lo que se puede y poniendo la cara que mandan. Reus, Elche, El Escorial, Rota, Alcoy, Alepuz, donde le dio el ataque a Lorencito; Salamanca, Guernica, Betanzos, Bermillo de Sayago... De aquí para allá con los zapatos rotos y el hambre amaestrada en los largos, en los insensibles, somnolientos silencios del vagón de tercera. Caras pintadas, narices postizas, apolillados uniformes de santones y generales, billetes falsos, versos de Zorrilla, gritos, trampas, palabras, palabras, palabras... Incluso mujeres de guardarropía. Y maricas. ¡Qué negocio! Y, como nosotros, docenas y cientos de gentes de esta afición y de este oficio andan por los pueblos y por las ciudades, por las aldeas, por los caminos adelante, en verano e invierno, en Navidades, en Carnaval, en las fiestas de agosto y en las ferias de octubre, con el tinglado a cuestas y sin más gloria ni fortuna que las que ellas mismas se inventan. La farsa se detiene todos los años en Semana Santa. Baja el telón el lunes y no vuelve a levantarse hasta el sábado. En Semana Santa no se trabaja, y esos días dramáticos, nebulosos, agónicos, para nadie lo son tanto como para nosotros, los de la carpa. Aquel año nos cogió en Valladolid. Estábamos los nueve: Don Pancho, el director; Harry, el apuntador; Avilés Vinagre, Lucio, Veremundo, yo y las mujeres: «La Casta», Doña Pura y Milagritos. A Lorenzo, «El Calado», lo habíamos dejado enterrado en Mungía».

«Ellos aman el teatro. Lo llevan dentro, como una manzana puede llevar, comiéndola, un gusano. Sus padres también fueron así, y también sus abuelos. Nacieron en eso y sería una locura que ellos pensaran que había en el mundo alguna otra cosa que hacer, aparte de esa».

«Yo no amo el teatro. A mí el teatro siempre me importó un huevo. Cuando fui a verlos, en La Coruña, allá por el treinta y tantos, don Pancho y doña Pura, que entonces eran como dos «vedettes», me recibieron desde la cama, a la hora de la siesta.
Entré todo decidido y lo primero que vi fue una gran faja tubular de color rosa. Hablé con don Pancho, que ya entonces tenía compañía propia, y se lo dije. Doña Pura no me quitaba los ojos de encima. Les pregunté cuánto me iban a dar.
—¿Cuántos días resiste usted sin comer, joven? —me dijo don Pancho.
—No lo sé. Nunca hice la prueba.
—Pues hágala. Y cuando sea capaz de aguantar quince o veinte días, vuelva».

«PORNOGRAFFITI. CUERPO Y DISIDENCIA» - JORGE FERNÁNDEZ GONZALO

Fragmentos del ensayo Pornograffiti. Cuerpo y disidencia, de Jorge Fernández Gonzalo, publicado por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

«Un cuerpo tiene sus pasajes, sus epicentros y desplomes, que poco o nada tienen que ver con la construcción cultural de lo somático, con sus zonas erógenas preestablecidas y totalitarias, con las letras ya diseñadas para cada curvatura, la línea de los hombros, la fina piel alrededor de la axila o las comisuras del labio; cada segmento o zonificación que, como si de un texto se tratara, se ha garabateado sobre la carne y puede, una y otra vez, borrarse y reescribirse con el tacto. Rasgar un libro como quien rasga un vestido. Cada instante de cuerpo que lleguemos a gozar, más allá de los códigos eróticos y sus predicados normativos, es un modo de revolución».

«La literatura es lo de ayer, con su prestigio y sus demarcaciones, su mercado, sus géneros y entrecruzamientos de obras, discursos, instituciones. La pornografía, por el contrario, carece de tiempo, con su ageneridad, su falta de basamentos institucionales, sus formas de no-discursividad, su condición de no-saber que aún no ha sido recodificado por un modelo científico-epistémico de configuración de marcos disciplinarios. Los signos del porno actúan como fuerzas de choque, signos flotantes que han esquivado el acoso de las disciplinas: no «disciplinemos», por tanto, la pornografía, no domestiquemos la espectacularidad de sus imágenes, no pretendamos legalizarlo. Su condición marginal o su carácter alternativo le permite reivindicar los espacios novedosos de la ruptura interdisciplinaria, frente a la potencia reguladora que constituye la literatura y el discurso literario con su aparato crítico, terminológico y archivístico. Cabría hablar, incluso, de utilizar el porno como una estrategia de recodificación, así como de la posibilidad delirante de ver porno en todo, incluso en la literatura misma. Las palabras, nuestros comportamientos, la cultura y el arte, los espacios urbanos, el dolor, los silencios. Cualquier cosa podría caer bajo una ingeniería pornotopizadora. El porno actúa como una partícula desestabilizadora que pone bajo cuestión los paradigmas de poder, las relaciones de dominación y las instituciones disciplinarias. Escribir porno, descodificar desde el porno: la noción de pornograffiti supondría al mismo tiempo una escritura y una desescritura, un resorte imagoverbal de subversión y sabotaje. Estaríamos ante una amenaza deconstructora, una tecnología de contrapoder, con un eslogan definido: piensa en porno. Piensa en porno las instituciones, las prácticas, las tradiciones, el poder, las disciplinas teóricas, las relaciones socioafectivas, los parámetros de la moda, la literatura. El porno como una gran corrida deconstructora sobre aquello que habíamos dado por sentado».

«Pregunta: ¿por qué no se ha dejado de producir porno?
Tal y como sugería George Steiner, ¿no hemos visto ya todas las combinaciones, todas las tipologías somáticas, las posturas, las perversiones, escenarios, disfraces, situaciones y fantasías? La representación de los cuerpos no puede estar más saturada a través del arte, el cine, la televisión, los cómics, la publicidad y los videojuegos. ¿Acaso no hemos escrito ya todas las sutilezas de la carne? ¿No hemos filmado todas las regionalidades, todos los ángulos, las intersecciones, tamaños y texturas posibles? Si el porno no consiste en una narración, no merece la pena compararlo con la literatura, que no ha dejado de producir libros durante milenios, a pesar de sus limitaciones combinatorias relativamente escasas. Quizá haya algo más en relación a los cuerpos, algo que no alcanzamos a ver y que define la pornografía. Quizá sus intereses no pasen por una exaltación de lo obsceno, ni de los propios cuerpos, del sexo o de las fantasías. Quizá se trate, como ya adelantábamos, de la propia estructura del deseo, que descubre en la repetición su fuente de goce, o más propiamente de una continua sensación de poder que hemos de reescribir a cada instante: a través del porno rompemos la fina gasa de la intimidad, entramos en el cuarto del otro, accedemos a la superficie de un cuerpo, a las prácticas privadas, a un territorio siempre vedado y siempre a la espera de ser nuevamente profanado. Del panóptico al voyeurismo: el que ve porno tiene el poder de ver, de ver más allá del espacio, del tiempo, del pudor. Sin embargo, hoy es la pornografía quien nos devuelve la mirada. Las pornostars no simulan gozar, sino que nos arrastran con el poder de sus cuerpos, con la exuberancia imposible de sus implantes, sus tatuajes o su fastuosidad obscena. El glamour de ciertas producciones pornográficas sitúa cara a cara dos poderes que no se tocan, que no acaban por superponerse o enfrentarse: el poder de aquel que mira y el poder de quien muestra».

«EVOLUCIÓN, REVOLUCIÓN Y ANARQUÍA» - ÉLISÉE RECLUS

Fragmentos del libro Evolución, revolución y anarquía, de Élisée Reclus, publicado por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

«Cada transformación de la materia, cada realización de una idea es, durante el periodo mismo del cambio, rechazada por la inercia del medio, y el fenómeno nuevo no puede culminarse si no es con un esfuerzo tanto más violento o por una fuerza tanto más poderosa cuanto mayor es la resistencia. Ya lo dijo Herder, a propósito de la Revolución Francesa: "La semilla cae en la tierra, durante mucho tiempo parece muerta, después, de repente, empuja su brote, desplaza la dura tierra que lo cubre, se abre paso entre la arcilla enemiga, y finalmente se convierte en una planta que florece y madura su fruto". ¿Y el niño, cómo nace? Tras haber pasado nueve meses entre las tinieblas del vientre de la madre, se escapa rompiendo con violencia su envoltura, a veces incluso matando a su madre. Así son las revoluciones, consecuencias necesarias de las evoluciones que les precedieron». 

«Se puede decir que la evolución y la revolución son los dos actos sucesivos de un mismo fenómeno, la evolución precede a la revolución, y esta precede a una nueva evolución, madre de revoluciones futuras. ¿Puede hacerse un cambio sin provocar repentinos cambios de equilibrio en la vida? ¿No debe la revolución suceder necesariamente a la evolución, al igual que el acto sucede a la voluntad de actuar? La una y la otra sólo difieren en la época de su aparición».

«El movimiento general de la vida en cada ser en particular y en cada serie de seres no muestra por ninguna parte una continuidad directa, sino más bien una sucesión indirecta, revolucionaria, por así decir. La rama no se añade a lo largo a ninguna otra rama. La flor no es la prolongación de la hoja, ni el pistilo lo es del estambre, y el ovario difiere de los órganos que le dieron nacimiento. El hijo no es la continuación del padre o de la madre, sino que es un ser nuevo. El progreso se hace merced a un cambio continuo de los puntos de partida para cada individuo distinto. Ocurre lo mismo con las especies. El árbol genealógico de los seres es, como el propio árbol, un conjunto de ramas donde cada una encuentra su fuerza vital no en la rama precedente sino en la savia originaria. En las grandes evoluciones históricas no es diferente. Cuando los viejos cuadros de mando, las formas demasiado limitadas del organismo, se vuelven insuficientes, la vida se mueve para realizarse en una nueva formación. Una revolución tiene lugar».
 
«Las revoluciones no tienen por qué ser necesariamente un progreso, igual que las evoluciones no están siempre orientadas hacia la justicia. Todo cambia, todo se mueve en la naturaleza con un movimiento eterno, pero aunque haya progreso, puede haber también retroceso, y si las evoluciones tienden hacia un aumento de vida, hay otras que tienden hacia la muerte. Imposible detenerse, hay que moverse en un sentido o en otro, y el reaccionario endurecido y el templado liberal, que dan gritos de pavor al escuchar la palabra «revolución», marchan a pesar de todo hacia una revolución, la última, que es el gran reposo. La enfermedad, la senilidad y la gangrena son evoluciones al igual que la pubertad. La aparición de los gusanos en el cadáver, como el primer vagido del bebé, indica que se ha hecho una revolución. La fisiología, la historia, nos muestran que hay evoluciones que se llaman decadencia y revoluciones que son la muerte».


«La contemplación de la naturaleza y de las obras humanas, la práctica de la vida, son estas las escuelas donde se hace la verdadera educación de las sociedades contemporáneas. Aunque las escuelas propiamente dichas también hayan efectuado su evolución en el sentido de la enseñanza verdadera, tienen una importancia relativa muy inferior a la de la vida social que nos rodea. Huelga decir que el ideal de los anarquistas no es en absoluto suprimir la escuela, sino todo lo contrario, aumentarla, hacer de la misma sociedad un inmenso organismo de enseñanza mutua, donde todos serían a la vez alumnos y profesores, donde cada niño, después de haber recibido nociones generales de todo en los primeros estudios, aprendería a desarrollarse integralmente, en proporción a su fuerza intelectual, según el modo de vida libremente elegido por él».

«LA HERIDA» - SANTIAGO CASERO GONZÁLEZ

Este es el capítulo 3 de la novela La herida, de Santiago Casero González, editada por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

3

El Contador de la demarcación IV

Me habían enviado al desierto, a la demarcación IV, para contar a los habitantes de un pueblo fronterizo. Sucedió hace muchos años, pero de las palabras de K. deduje que aún no se había olvidado ese episodio.
Se trataba de contar a toda la población, que fluctuaba de una manera inquietante e indeseable, antes de que las autoridades sellaran la frontera que transcurría a lo largo de la podrida cuenca de un río. El río, negro y tranquilo, servía de confín y era más de lodo y salamandras que de otra cosa, salvo en época de lluvias, en que el agua saltaba el cauce y arrastraba cadáveres de animales y enseres, pero en sus orillas crecían la cizaña y la bardana —el paisaje que contemplan las criaturas de Shakespeare— y el ganado se acercaba a abrevar en sus aguas oscuras. A través del río llegaban los que venían a nuestro país desde el otro lado, aunque lo cierto es que el otro lado nadie sabía muy bien qué era: a lo mejor allí no había nada, se decía.
Pese a que el flujo de los del otro lado era incesante y los habitantes del pueblo no me lo pusieron fácil —algunos, desde el primer día, jugaron a tenderme celadas: se cruzaban conmigo varias veces al día, vestidos de distintas maneras, los hombres de mujeres, los jóvenes de ancianos, e incluso alguno intentó hacerse pasar por un animal—, a los dos meses el trabajo estaba muy adelantado: ya había contado a lo que yo consideraba era la práctica totalidad de la población natural y a muchos de los que habían llegado de fuera en este tiempo. 
No he aludido ni a los que podían llegar desde el oeste del propio país ni a los que podían salir del pueblo. De los primeros sólo puedo decir que resulta hasta ridículo pensar que alguien deseara venir a ese pueblo desde otra parte del país. Ya he mencionado el desierto. No he mencionado el granizo, la pelagra, el fragor del viento entre las casas, el olor a cieno, la tierra yerma, la ausencia casi absoluta de alegría… Sí, estaban las mujeres. Yo soy un hombre y, aunque siempre he evitado mezclar el trabajo con el placer, lo cierto es que había reparado en que poseían el mismo magnetismo que las mujeres de cualquier otro sitio. El problema es que los hombres del pueblo celaban sus existencias de tal manera que ningún sujeto cuerdo de otro pago se habría atrevido a venir atraído por el único potencial de gozo que podía ofrecer el pueblo. De hecho, los pocos problemas que yo había tenido no derivados de un recuento que había acabado deviniendo burocrático y rutinario habían tenido su origen en la obligación de tener que posar mi mirada demasiado intensamente en ocasiones sobre alguna mujer. Creo que sólo mi aureola de funcionario estatal me había ahorrado alguna modalidad de represalia. Y en cuanto a los que podían haber salido del pueblo, nunca supe por qué pero jamás nadie lo abandonó. Esto ha sido para mí un misterio turbador durante mucho tiempo, pero mis aprensiones se niegan a aceptar ninguna otra causa que no pase por la superstición de la querencia irreflexiva a la tierra propia a la que todos nos adherimos con tanta docilidad. 
Finalmente, un mes antes de que terminara el plazo que me había dado el Gobierno, di por totalmente concluido mi trabajo. Además, las autoridades habían conseguido finalmente cerrar, Dios sabe cómo, la frontera: ya no se veía ninguna cara nueva de los del otro lado; a lo sumo algún cadáver arrojado por el río y cubierto de moscas y verdina, pero, como era de los de fuera, no me molestaba en incluirlo en el registro de mi contabilidad o, si ya lo había hecho, sencillamente lo tachaba del inventario como si nunca hubiera existido. Quién iba a reclamar. 
Yo hubiera querido abandonar en ese mismo instante el pueblo, pero las autoridades eran inflexibles en su planificación: el plazo era de cuatro meses y estaba obligado a cumplirlo. Así estaba previsto en el proyecto del Gobierno y alterar ese programa, se decía, hubiera supuesto un gran trastorno en la contabilidad de las almas de aquella zona del país o tal vez sólo en alguna planificación absurda trazada sobre la mesa de algún lejano despacho en la capital. Lo cierto es que así se me había comunicado y así lo hice. Yo no podía olvidar que no era nada más que un funcionario.
Y así fue, también, como me entregué a una molicie riesgosa.
Todo empezó con el repasar de las notas. En el recuento de los habitantes yo había ido haciendo mínimas anotaciones que me permitían cumplir correctamente mi trabajo. Apenas unas observaciones secas que nunca desbordaran el límite que había saltado el viejo Cortázar, cuya suerte tenía siempre presente. Emilio Cortázar era un compañero que cubría el sureste del país y al que abrieron un expediente por incluir datos demasiado personales en sus informes. Le acusaron de literato y de ideólogo. Hace mucho tiempo que no sé nada de él pero he imaginado tantas veces su destino que he acabado aceptando que nunca lo volveré a ver.
Lo cierto es que las ordenanzas eran muy claras al respecto: no participarás en las zozobras y conflictos humanos que observes. No te implicarás. Te limitarás a contar. Pero a lo mejor somos más vulnerables de lo que nos suponemos. O a lo mejor es que hay fuerzas mucho más poderosas de lo que imaginamos y cuya afluencia, cuando llega, nos arrasa, lo cierto es que empecé a engordar las lacónicas anotaciones hechas a pie de página hasta que cobraron unas dimensiones que me asustaron. Fue el tedio. Fueron las flaquezas humanas, qué sé yo. Dormía todo el día, y de noche velaba mis debilidades, que eran cada vez más difíciles de ocultar, más expuestas. 
En ocasiones, el amanecer me sorprendía dormido sobre los cuadernos. Aprovechaba las horas de oscuridad para enriquecer los meros nombres y cifras con datos que había ido sabiendo casi sin querer de las vidas de la gente. Incluso llegué a convencer a un anciano que trabajaba de enterrador en el pueblo para que me ayudara, suplicándole una discreción que le recompensaba con el magro caudal dinerario que me restaba del que había traído inicialmente para toda la estadía. 
Así supe de adulterios, litigios entre hermanos, demencias divertidas, resentimientos antiguos, casamientos ilegítimos, incestos y hasta crímenes. Y todo lo anotaba, lo desarrollaba. Fantaseaba más allá de toda prudencia. Temí que si se sabía todo esto, la acusación de literato hecha a Cortázar se quedaría corta contra mí. De hecho yo ya había completado unos cuarenta cuadernos y tuve que mandar comprar al viejo otros tantos ante la violencia de mi grafomanía. Más aún, adorné la narración de los hechos con reflexiones que pretendían comprenderlos. Era una locura, pero creo que toqué fondo cuando compuse unos poemas en los que vertía mis sentimientos sobre el mundo y sus criaturas como arrastrado por un torrente de subjetividad adolorida.
Finalmente, una noche, exhausto por la tarea que me había impuesto, o mejor, que se me había impuesto desde fuera como una maldición o como una condena, me acerqué a beber algo en el único bar del pueblo. Sólo había hombres, como era esperable. Me miraron con extrañeza pero sin aspavientos. A fin de cuentas yo era un hombre como ellos, pero mi aspecto debía de ser algo atrabiliario, desaseado, tal vez mi mirada reflejara de algún modo mi desvarío. Me hice servir una botella de un licor áspero y pegajoso que era propio de la zona, me senté con mi trago en una mesa apartada y me dispuse a dejar pasar el tiempo, ya que me veía incapaz de tomar ninguna decisión. A lo mejor esperaba un milagro. 
De pronto, un hombre junto a la barra se dirigió a mí con lo que consideré un exceso de familiaridad. Me llamó “cuentadiablos”. 
—¿Ya has terminado tu sucio trabajo de sucio lacayo? —gritó luego, y la pregunta sonó como un sollozo. 
El hombre era un borracho o un loco, pero ¿no lo éramos todos? A pesar de todo, yo no quería problemas. Corre a contar a otros, cabrón, insistió. Sus amigos, aunque igualmente bebidos, le tiraban de la manga intuyendo un riesgo impreciso. A mi mujer ya no la vas a contar más…, añadía una y otra vez, y se reía mirando a los otros, que fingían algo que quería ser indulgencia y complicidad de borrachos pero que se parecía al miedo. Yo al principio no quise entender la insinuación que estaba haciendo. Pensé que se trataba una vez más del hombre que no sabe querer a su mujer y la presupone accesible a los demás. Le contesté que yo no sabía nada de su mujer.
—Está enterrada —continuó sin escucharme— por puta. 
Me levanté, fui hacia donde estaba él y le pregunté cómo se llamaba. Guadaño, me respondió, ¿no es gracioso?, y puso los brazos en jarras, pero no era convincente porque se tambaleaba. Enrique Guadaño, el caballo, añadió. ¿Dónde está tu mujer, caballo? A ti qué mierda te importa, cuentadiablos… Recuerdo que hizo una mueca y no supe si sonreía sin dientes o intentaba llorar. 
—Está enterrada en mi patio.
Recordaba perfectamente a la mujer de ese hombre y al hombre mismo. Recordaba las observaciones que había hecho en mis cuadernos. Ella era un ángel y sobre él al parecer me había equivocado. Yo había escrito que la quería y había fantaseado con pequeñas turbulencias en sus vidas pero nunca supuse que la pudiera matar. Qué corta es la imaginación. 
Por puta, insistía el hombre con la mirada extraviada por la ponzoña del alcohol. 
Di un paso hacia él y le golpeé en la mejilla con la mano abierta, reservando el puño cerrado para una ocasión que presumía no tardaría en llegar. En efecto, pareció despertar de pronto de una alucinación de adormidera y de dolor sin remordimientos y se lanzó sobre mí agitando sus brazos para devolverme la ofensa, pero estaba tan bebido que pude esquivarlo sin mucha dificultad, al mismo tiempo que le propinaba un puñetazo en el centro del diafragma que lo dejó un instante boqueando con la respiración entrecortada. Isabel se llamaba la mujer y tenía unos labios finos que siempre sonreían, recordé. Debía de medir uno sesenta y haber tenido una infancia feliz. Su padre era carpintero y le fabricó su primera cuna y un brete de madera con sus propias manos. El marido, todavía doblado y jadeando por el golpe entre los pulmones, se vino hacia mí y ambos rodamos enredados por el suelo. Juro que fue él el que sacó el cuchillo y supe enseguida que la sangre era suya…
Al día siguiente recogí todas mis cosas y me marché de allí. Había infringido las normas y sabía que el Gobierno no me lo iba a perdonar jamás. No te impliques, nos decían siempre; veas lo que veas, no te impliques…

EL INCREÍBLE H.U.L. - I FESTIVAL DE MICROEDICIÓN Y LUCHA LIBRE

Este sábado 21 de junio tendrá lugar el increíble H.U.L., el I Festival de Microedición y Lucha Libre. Será en Madrid, en el Campo de la Cebada (metro Latina), de 12 a 22 h. Combinará stands de pequeñas editoriales y un espectáculo de lucha libre. Libros y hostias por doquier.

Más información aquí.


«EL PROPIETARIO» - RAFAEL BARRETT

... cuento extraído del libro Y el muerto nadó tres días, de Rafael Barrett, editado por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com)...

EL PROPIETARIO
(cuento inocente)

Pedro y Juan vivían en una isla. La isla era un campo de trigo entre rocas. Pedro era el dueño del campo, porque tenía una escopeta de dos caños, y Juan, no.
Pedro no sabía arar, sembrar, segar ni trillar. Como era bueno, le dijo a Juan:
—Te permito entrar en mi campo, y te daré de comer si me lo aras, siembras, siegas y trillas. No quiero que mueras de hambre, y además debemos cultivar la tierra. El trabajo es padre de todas las virtudes.
Juan, que estaba sobre las rocas, desnudo y llorando, aceptó agradecido.
Y el campo fructificó, y Pedro obtuvo magníficas cosechas, porque Juan era fuerte como una yunta de bueyes. Llegaron a la isla buques que llevaban el grano y traían golosinas, vinos, telas preciosas, oro y alhajas. A veces cruces y condecoraciones. También venía de cuando en cuando alguna bella mujer, de rostro cándido y purísimos ojos. El salario de Juan era un panecillo.
Pasaron los años. Pedro se hacía más rico; Juan, más viejo. De pronto los barcos escasearon sus visitas. El trigo empezó a sobrar en la isla.
—El negocio va mal —le dijo Pedro a Juan una mañana—. No puedo darte más que medio panecillo desde hoy.
Juan calló. Pedro tenía su escopeta.
Pasaron los meses. Juan enflaquecía. El grano se amontonaba en la llanura. Más allá estaba el mar.
Al fin no se divisó ninguna vela. La isla rebosaba de trigo inútil.
—El negocio fracasó del todo —le dijo Pedro a Juan—. No sé qué hacer del trigo. No puedo ya darte nada. Lo siento, porque soy bueno. ¡Vete!
Pedro tenía su escopeta.
Juan se alejó lentamente hacia el mar.