Hay gente que distingue un relato de una narración y sabe diferenciar la narración y el relato del simple cuento. Esto es admirable, pero no significa gran cosa a la hora de ponerse a escribir una de estas piezas literarias, ni tampoco a la de disponerse a leerla. Es sin duda el relato breve, o lo que entendemos por tal, el género literario del que el público español se siente más desligado. ¿Por qué seguimos cultivándolo, entonces? ¿Por qué seguimos escribiendo cuentos?
Por lo que a mí respecta, como autor de cuentos, debo decir que escribo estos cuentos de vez en cuando para probarme a mí mismo que sigo siendo capaz de superar una de las pruebas más difíciles que se pueden proponer a un profesional de la literatura.
Para escribir una de estas narraciones, no creo que se necesite tener toda una larga y compleja historia que contar, pero tampoco me parece que sea suficiente disponer de una mera situación en la mente. Una gran acumulación de datos, de personajes, de paisajes y tiempos históricos distintos puede configurar una crónica magistral, una novela; y por el contrario, de la simple situación estática y desconectada de toda acción, lo mejor que puede salir es una bella estampa o un alarde de descripción. En un caso, hay cosas que sobran; en el otro, cosas que faltan. Para escribir uno de estos cuentos, lo que yo creo que se necesita tener es un tema, o, si se quiere, una idea, pero sólo una. Por eso es difícil que un autor pueda escribir más allá de media docena de buenos cuentos en su vida, entre los cientos y cientos de cuentos que puede escribir. Un buen cuento que sea algo más que un ejercicio de pluma o una acumulación de hechos, puede escribirse en un día, en una mañana, pero sin duda ha debido de estar madurando durante semanas y aún meses. Dedicarse a escribir cuentos sólo porque constituyen un género breve y expeditivo, que se pueden liquidar en una sobremesa o en una noche, en cualquier rato libre, me parece una gran equivocación; los escritores que tienen otras muchas ocupaciones importantes y carecen de tiempo para la literatura deben dedicar el que tengan a pergeñar largas novelas redactando un capítulo por día, nunca a escribir cuentos o relatos breves.
Un cuento es una prueba de fuerza; no digo que haya que estar en trance para escribirlo, pero sí hay que ponerse en tensión.
Una de las características personales más desfavorables para un buen narrador, a mi juicio, es que sea un buen conversador, un gran charlatán; y peor todavía si tiene gracia, ingenio o dramatismo hablando. Todo eso hay que tenerlo, sí, pero a la hora de escribir. Las ideas o los temas de los cuentos no nacen para andar comunicándolos en las tertulias ni para soltarlos a las primeras de cambio, no, los cuentos hay que escribirlos, y no sólo eso: hay que escribirlos bien, y en esto está una de las peores dificultades de este oficio. Un mal tema para un relato puede ganar mucho si se cuenta bien en una conversación de amigos, entre copas y buena disposición; una buena idea para un cuento se puede destrozar, por el contrario, mal contada en un momento de depresión por un tartamudo, que es lo que solemos ser los narradores. Estoy seguro de que se han dejado de crear muchos buenos relatos porque los temas o ideas en que iban a basarse fueron mal contados de viva voz delante de la barra de un bar por un escritor impaciente y débil a un interlocutor desinteresado y aburrido; como lo estoy asimismo de que se ha gastado demasiado papel en intentar dar forma literaria a algo que no podía pasar de ser un chiste o un sucedío para contar con gracia en una excursión.
Para mí, el cuento no es sólo eso que nos dicen que ocurre, que está ocurriendo o va a ocurrir; es el modo cómo ocurre, y aún más: el modo cómo nos dicen que ocurre. El cuento es una pequeña pieza literaria con principio y fin en sí mismo; en su corta extensión no cabe que despierte nuestro interés por una gran serie de hechos que excederían su contextura; en su prieta densidad, tampoco puede interesarnos sólo por su forma expresiva. Ha de unir ambas dimensiones, los dos aspectos. Pero, ¿cómo? Cada cual tiene su toque personal, y en ese toque o falta de toque está el misterio y la razón de que haya tan pocos cuentos excelentes y tan pocos buenos cuentistas en medio de tantos y tantos vastos cultivadores del breve e insignificante género.
En el espacio y el tiempo de un cuento, con su tema o idea, con su pequeña anécdota, su breve argumento, sus fulgurantes personajes, sus hechos reales y también su belleza formal, debe tener cabida toda la filosofía de la vida y el concepto del mundo propios del autor. Así es que en los diez minutos que se tardan en leer las breves páginas de una de estas obras literarias, el autor debe haber comunicado a su lector su propio entusiasmo vital o su depresiva angustia, debe haberle confirmado en su creencia en Dios o haberle despertado de pronto la más honda sospecha de que Dios no existe, debe haberle comunicado su misma desesperación por ese hombre humillado o haberle despertado su solidaridad para la burla hacia ese otro humillador. Y todo esto de una manera casi física, de forma que casi llegue a sentirse tanto dentro del corazón apretado, como sobre la piel, estremecida, fría y sudorosa.
Todo lo cual resulta bastante difícil, y casi nunca se logra, ésa es la verdad.
Pero un lector de esas piezas literarias sabe tan bien como su autor que cuando un cuento es bueno, al pasar la última de sus páginas, se siente algo. No es interés por los hechos relatados, cariño o desprecio por los personajes, gusto por la forma en que están unidas las palabras, cosas que se pueden sentir después de leer una novela o un poema; no, es otra cosa. Se siente una emoción extraña, algo así como una especie de vértigo. Una sonrisa que asoma a los labios, o al revés; una intensa rabia, un desesperado rencor. Una suave humedad en los ojos, o bien la sequedad y la dureza más absoluta en ellos.
Después de leer un buen cuento no se puede leer otro por un momento, no se puede leer nada hasta que pase algo de tiempo. Hay que respirar hondo, cerrar el libro durante unos minutos, los ojos también, tal vez, y ponerse a pensar. Pensar profusamente hasta desentrañar el profundo sentido de las cinco, de las diez páginas compactas, enteras, completas, sin concesiones ni figuras, sin fugas ni engaños que acaban de leerse.
En eso se distingue un buen cuento, creo yo; y cuando un libro de cuentos se lee de un tirón, sin pararse a meditar siquiera sea un segundo al acabar de leer cada uno de ellos, malo.