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"TESIS SOBRE EL CUENTO" - RICARDO PIGLIA


Tesis sobre el cuento
Los dos hilos: Análisis de las dos historias

Ricardo Piglia

I

En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.
Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.
Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

II

El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.
El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.

III

Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.

IV

En "La muerte y la brújula", al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. "Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim." Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en "El Sur", como la cicatriz en "La forma de la espada") de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.

V

El cuento es un relato que encierra un relato secreto.
No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.
Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.

VI

La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.
La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.

VII

"El gran río de los dos corazones", uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.
¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.

VIII

Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo "kafkiano".
La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.

IX

Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.
La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.

X

La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En "La muerte y la brújula", la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en "El muerto", con Nolam en "Tema del traidor y del héroe".
Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.

XI

El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato", decía Rimbaud.
Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

"LOS MUCHACHOS" - ANTON CHÉJOV

-¡Volodia ha llegado! -gritó alguien en el patio.

-¡El niño Volodia ha llegado! -repitió la criada Natalia irrumpiendo ruidosamente en el comedor- ¡Ya está ahí!

Toda la familia de Korolev, que esperaba de un momento a otro la llegada de Volodia, corrió a las ventanas. En el patio, junto a la puerta, se veían unos amplios trineos, arrastrados por tres caballos blancos, a la sazón envueltos en vapor.

Los trineos estaban vacíos; Volodia se hallaba ya en el vestíbulo, y hacía esfuerzos para despojarse de su bufanda de viaje. Sus manos rojas, con los dedos casi helados, no lo obedecían. Su abrigo de colegial, su gorra, sus chanclos y sus cabellos estaban blancos de nieve.

Su madre y su tía lo estrecharon, hasta casi ahogarlo, entre sus brazos.

-¡Por fin! ¡Queridito mío! ¿Qué tal?

La criada Natalia había caído a sus pies y trataba de quitarle los chanclos. Sus hermanitas lanzaban gritos de alegría. Las puertas se abrían y se cerraban con estrépito en toda la casa. El padre de Volodia, en mangas de camisa y las tijeras en la mano, acudió al vestíbulo y quiso abrazar a su hijo; pero éste se hallaba tan rodeado de gente, que no era empresa fácil.

-¡Volodia, hijito! Te esperábamos ayer... ¿Qué tal?... ¡Pero, por Dios, déjenme abrazarlo! ¡Creo que también tengo derecho!

Milord, un enorme perro negro, estaba también muy agitado. Sacudía la cola contra los muebles y las paredes y ladraba con su voz potente de bajo: ¡Guau! ¡Guau!

Durante algunos minutos aquello fue un griterío indescriptible.

Luego, cuando se hubieron fatigado de gritar y de abrazarse, los Korolev se dieron cuenta de que además de Volodia se encontraba allí otro hombrecito, envuelto en bufandas y tapabocas e igualmente blanco de nieve. Permanecía inmóvil en un rincón, oculto en la sombra de una gran pelliza colgada en la percha.

-Volodia, ¿quién es ése? - preguntó muy quedo la madre.

-¡Ah, sí!- recordó Volodia. Tengo el honor de presentarles a mi camarada Chechevitzin, alumno de segundo año. Lo he invitado a pasar con nosotros las Navidades.

-¡Muy bien, muy bien! ¡Sea usted bienvenido! -dijo con tono alegre el padre-. Perdóneme; estoy en mangas de camisa. Natalia, ayuda al señor Chechevitzin a desnudarse. ¡Largo, Milord! ¡Me aburres con tus ladridos!

Un cuarto de hora más tarde Volodia y Chechevitzin, aturdidos por la acogida ruidosa y rojos aún de frío, estaban sentados en el comedor y tomaban té. El sol de invierno, atravesando los cristales medio helados, brillaba sobre el samovar y sobre la vajilla. Hacía calor en el comedor, y los dos muchachos parecían por completo felices.

-¡Bueno, ya llegan las Navidades! -dijo el señor Korolev, encendiendo un grueso cigarrillo-. ¡Cómo pasa el tiempo! No hace mucho que tu madre lloraba al irte tú al colegio, y ahora hete ya de vuelta. Señor Chechevitzin, ¿un poco más de té? Tome usted pasteles. No esté usted cohibido, se lo ruego. Está usted en su casa.

Las tres hermanas de Volodia -Katia, Sonia y Macha-, de las que la mayor no tenía más que once años, se hallaban asimismo sentadas a la mesa, y no quitaban ojo del amigo de su hermano. Chechevitzin era de la misma estatura y la misma edad que Volodia, pero más moreno y más delgado. Tenía la cara cubierta de pecas, el cabello crespo, los ojos pequeños, los labios gruesos. Era, en fin, muy feo, y sin el uniforme de colegial se le hubiera podido confundir por un pillete.

Su actitud era triste; guardaba un constante silencio y no había sonreído ni una sola vez. Las niñas, mirándolo, comprendieron al punto que debía de ser un hombre en extremo inteligente y sabio. Hallábase siempre tan sumido en sus reflexiones, que si le preguntaban algo sufría un ligero sobresalto y rogaba que le repitiesen la pregunta.

Las niñas habían observado también que el mismo Volodia, siempre tan alegre y parlanchín, casi no hablaba y se mantenía muy grave. Hasta se diría que no experimentaba contento alguno al encontrarse entre los suyos. En la mesa, sólo una vez se dirigió a sus hermanas, y lo hizo con palabras por demás extrañas; señaló al samovar y dijo:

-En California se bebe ginebra en vez de té.

También él se hallaba absorto en no sabían qué pensamientos. A juzgar por las miradas que cambiaba de vez en cuando con su amigo, los de uno y otro eran los mismos.

Luego del té se dirigieron todos al cuarto de los niños. El padre y las muchachas se sentaron en torno de la mesa y reanudaron el trabajo que había interrumpido la llegada de los dos jóvenes. Hacían, con papel de diferentes colores, flores artificiales para el árbol de Navidad. Era un trabajo divertido y muy interesante. Cada nueva flor era acogida con gritos de entusiasmo, y aun a veces con gritos de horror, como si la flor cayese del cielo. El padre parecía también entusiasmado A menudo, cuando las tijeras no cortaban bastante bien, las tiraba al suelo con cólera. De vez en cuando entraba la madre, grave y atareada, y preguntaba

-¿Quién ha agarrado mis tijeras? ¿Has sido tú, Iván Nicolayevich?

-¡Dios mío! -se indignaba Iván Nicolayevich con voz llorosa. ¡Hasta de tijeras me privan!

Su actitud era la de un hombre atrozmente ultrajado pero, un instante después, volvía de nuevo a entusiasmarse.

El año anterior, cuando Volodia había venido del colegio a pasar en casa las vacaciones de invierno, había manifestado mucho interés por estos preparativos; había fabricado también flores; se había entusiasmado ante el árbol de Navidad; se había preocupado de su ornamentación. A la sazón no ocurría lo mismo. Los dos muchachos manifestaban una indiferencia absoluta hacía las flores artificiales. Ni siquiera mostraban el menor interés por los dos caballos que había en la cuadra. Se sentaron junto a la ventana, separados de los demás, y se pusieron a hablar por lo bajo. Luego abrieron un atlas geográfico, y empezaron a examinar una de las cartas.

-Por de pronto, a Perm -decía muy quedo Chechevitzin- de allí, a Tumen.... Después, a Tomsk...

-Espera... Eso es de Tomsk a Kamchatka...

-En Kamchatka nos meteremos en una canoa y atravesaremos el estrecho de Bering, henos ya en América. Allí hay muchas fieras...

-¿Y California? -preguntó Volodia.

-California está más al sur. Una vez en América, está muy cerca... Para vivir es necesario cazar y robar.

Durante todo el día Chechevitzin se mantuvo a distancia de las muchachas y las miró con desconfianza. Por la tarde, después de merendar, se encontró durante algunos minutos completamente solo con ellas. La cortesía mas elemental exigía que les dijese algo. Se frotó con aire solemne las manos, tosió, miró severamente a Katia y preguntó:

-¿Ha leído usted a Mine-Rid?

-No... Dígame: ¿sabe usted patinar?

Chechevitzin no contestó nada. Infló los carrillos y resopló como un hombre que tiene mucho calor. Luego, tras una corta pausa, dijo:

-Cuando una manada de antílopes corre por las pampas, la tierra tiembla bajo sus pies. Las bestezuelas lanzan gritos de espanto.

Tras un nuevo silencio, añadió:

-Los indios atacan con frecuencia los trenes. Pero lo peor son los termítidos y los mosquitos.

-¿Y qué es eso?

-Una especie de hormigas, pero con alas. Muerden de firme... ¿Sabe usted quién soy yo?

-Volodia nos dijo que usted es el señor Chechevitzin.

-No; me llamo Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles.

Las niñas, que no habían comprendido nada, lo miraron con respeto y un poco de miedo.

Chechevitzin pronunciaba palabras extrañas. Él y Volodia conspiraban siempre y hablaban en voz baja; no tomaban parte en los juegos y se mantenían muy graves; todo esto era misterioso, enigmático. Las dos niñas mayores, Katia y Sonia, comenzaron a espiar a ambos muchachos. Por la noche, cuando los muchachos se fueron a acostar, se acercaron de puntillas a la puerta de su cuarto y se pusieron a escuchar. ¡Santo Dios lo que supieron!

Supieron que ambos muchachos se aprestaban a huir a algún punto de América para amontonar oro. Todo estaba ya preparado para su viaje: tenían un revólver, dos cuchillos, galletas, una lente para encender fuego, una brújula y una suma de cuatro rublos. Supieron asimismo que los muchachos debían andar muchos millares de kilómetros, luchar contra los tigres y los salvajes, luego buscar oro y marfil, matar enemigos, hacerse piratas, beber ginebra, y, como remate, casarse con lindas muchachas y explotar ricas plantaciones. Mientras las dos niñas espiaban a la puerta los muchachos hablaban con gran animación y se interrumpían. Chechevitzin llamaba a Volodia "mi hermano rostro pálido" en tanto que Volodia llamaba a su amigo "Montigomo, Garra de Buitre".

-No hay que decirle nada a mamá -dijo Katia al oído de Sonia mientras se acostaban. Volodia nos traerá de América mucho oro y marfil; pero si se lo dices a mamá no le dejarán ir a América.

Todo el día de Nochebuena estuvo Chechevitzin examinando el mapa de Asia y tomando notas. Volodia, por su parte, andaba cabizbajo y, con sus gruesos mofletes, parecía un hombre picado por una abeja. Iba y venía sin cesar por las habitaciones, y no quería comer. En el cuarto de los niños, se detuvo una vez delante del icono, se persignó y dijo:

-¡Perdóname! Dios mío, soy un gran pecador. ¡Ten piedad de mí, pobre y desgraciada mamá!

Por la tarde se echó a llorar. Al ir a acostarse abrazó largamente y con efusión a su madre, a su padre y a sus hermanas. Katia y Sonia comprendían el motivo do su emoción; pero la pequeñita, Macha, no comprendía nada, absolutamente nada, y lo miraba con sus grandes ojos asombrados.

A la mañana siguiente, temprano, Katia y Sonia se levantaron, y una vez abandonado el lecho se dirigieron quedamente a la habitación de los muchachos, para ver cómo huían a América. Se detuvieron junto a la puerta y oyeron lo siguiente:

-Vamos, ¿ quieres ir? -preguntó con cólera Chechevitzin- Di, ¿no quieres?

-¡Dios mío! -respondió llorando Volodia-. No puedo, no quiero separarme de mamá.

-¡Hermano rostro pálido, partamos! Te lo ruego. Me habías prometido partir conmigo, y ahora te da miedo. ¡Eso está muy mal, hermano rostro pálido!

-No me da miedo; pero... ¿qué va a ser de mi pobre mamá?

-Dímelo de una vez: ¿quieres seguirme o no?

-Yo me iría, pero... esperemos un poco; quiero quedarme aún algunos días con mamá.

-Bueno; en ese caso me voy solo -declaró resueltamente Chechevitzin-. Me pasaré sin ti. ¡Y pensar que has querido cazar tigres y luchar contra los salvajes! ¡Qué le vamos a hacer! Me voy solo. Dame el revólver, los cuchillos y todo lo demás.

Volodia se echó a llorar con tanta desesperación, que Katia y Sonia, compadecidas, empezaron a llorar también. Hubo algunos instantes de silencio.

-Vamos, ¿no me acompañas? -preguntó una vez más Chechevitzin.

-Sí, me voy... contigo.

-Bueno; vístete.

Y para dar ánimos a Volodia, Chechevitzin empezó a contar maravillas de América, a rugir como un tigre, a imitar el ruido de un buque, y prometió en fin a Volodia darle todo el marfil y también todas las pieles de los leones y los tigres que matase.

Aquel muchachito delgado, de cabellos crespos y feo semblante, les parecía a Katia y a Sonia un hombre extraordinario, admirable. Héroe valerosísimo arrostraba todo el peligro y rugía como un león o como un tigre auténticos.

Cuando las dos niñas volvieron a su cuarto, Katia con los ojos arrasados en lágrimas dijo:

-¡Qué miedo tengo!

Hasta las dos, hora en que se sentaron a la mesa para almorzar, todo estuvo tranquilo. Pero entonces se advirtió la desaparición de los muchachos. Los buscaron en la cuadra, en el jardín; se los hizo buscar después en la aldea vecina; todo fue en vano. A las cinco se merendó, sin los muchachos. Cuando la familia se sentó a la mesa para comer, mamá manifestaba una gran inquietud y lloraba.

Buscaron a Volodia y a su amigo durante toda la noche. Se escudriñaron, con linternas, las orillas del río. En toda la casa, lo mismo que en la aldea, reinaba gran agitación. A la mañana siguiente llegó un oficial de policía. Mamá no cesaba de llorar. Pero hacia el mediodía unos trineos, arrastrados por tres caballos blancos, jadeantes, se detuvieron junto a la puerta.

-¡Es Volodia! -exclamó alguien en el patio.

-¡Volodia está ahí! -gritó la criada Natalia, irrumpiendo como una tromba en el comedor.

El enorme perro Mirara, igualmente agitado, hizo resonar sus ladridos en toda la casa: ¡Guau! ¡Guau!

Los dos muchachos habían sido detenidos en la ciudad próxima cuando preguntaban dónde podrían comprar pólvora.

Volodia se lanzó al cuello de su madre. Las niñas esperaban, aterrorizadas, lo que iba a suceder. El señor Korolev se encerró con ambos muchachos en el gabinete.

-¿Es posible? -decía con tono enojado-. Si se sabe esto en el colegio los pondrán de patitas en la calle. Y a usted, señor Chechevitzin, ¿no le da vergüenza? Está muy mal lo que ha hecho. Espero que será usted castigado por sus padres... ¿Dónde han pasado la noche?

-¡En la estación! -respondió altivamente Chechevitzin.

Volodia se acostó, y hubo que ponerle compresas en la cabeza. A la mañana siguiente llegó la madre de Chechevitzin, avisada por telégrafo. Aquella misma tarde partió con su hijo.

Chechevitzin, hasta su partida, se mantuvo en una actitud severa y orgullosa. Al despedirse de las niñas no les dijo palabra; pero tomó el cuaderno de Katia y dejó en él, a modo de recuerdo, su autógrafo:

“Montigomo, Garra de Buitre, jefe de los Invencibles”.

"UNA BROMITA" - ANTON CHÉJOV


Un claro mediodía de invierno... El frío es intenso, el hielo cruje, y a Nádeñka, que me tiene agarrado del brazo, la plateada escarcha le cubre los bucles en las sienes y el vello encima del labio superior. Estamos sobre una alta colina. Desde nuestros pies hasta el llano se extiende una pendiente, en la cual el sol se mira como en un espejo. A nuestro lado está un pequeño trineo, revestido con un llamativo paño rojo.

-Deslicémonos hasta abajo, Nadezhda Petrovna -le suplico-. ¡Siquiera una sola vez! Le aseguro que llegaremos sanos y salvos.

Pero Nádeñka tiene miedo. El espacio desde sus pequeñas galochas hasta el pie de la helada colina le parece un inmenso abismo, profundo y aterrador. Ya sólo al proponerle yo que se siente en el trineo o por mirar hacia abajo se le corta el aliento y está a punto de desmayarse; ¡qué no sucederá entonces cuando ella se arriesgue a lanzarse al abismo! Se morirá, perderá la razón.

-¡Le ruego! -le digo-. ¡No hay que tener miedo! ¡Comprenda, de una vez, que es una falta de valor, una simple cobardía!

Nádeñka cede al fin, y advierto por su cara que lo hace arriesgando su vida. La acomodo en el trineo, pálida y temblorosa; la rodeo con un brazo y nos precipitamos al abismo. El trineo vuela como una bala. El aire hendido nos golpea en la cara, brama, silba en los oídos, nos sacude y pellizca furibundo, quiere arrancar nuestras cabezas. La presión del viento torna difícil la respiración. Parece que el mismo diablo nos estrecha entre sus garras y, afilando, nos arrastra al infierno. Los objetos que nos rodean se funden en una solo franja larga que corre vertiginosamente... Un instante más y llegará nuestro fin.

-¡La amo, Nadia! -digo a media voz.

El trineo comienza a correr más despacio, el bramido del viento y el chirriar de los patines ya no son tan terribles, la respiración no se corta más y, por fin, estamos abajo. Nádeñka llegó más muerta que viva. Está pálida y apenas respira... La ayudo a levantarse.

-¡Por nada del mundo haría otro viaje! -dice mirándome con ojos muy abiertos y llenos de horror-. ¡Por nada del mundo! ¡Casi me muero!

Al cabo de un rato vuelve en sí y me dirige miradas inquisitivas. ¿Fui yo quien dijo aquellas tres palabras o simplemente le pareció oírlas en el silbido del remolino? Yo fumo a su lado y examino mi guante con atención.

Me toma del brazo y comenzamos un largo paseo cerca de la colina. El misterio por lo visto no la deja en paz. ¿Fueron dichas aquellas palabras o no? ¿Sí o no? Es una cuestión de amor propio, de honor, de vida, de dicha; una cuestión muy importante, la más importante en el mundo. Nádeñka vuelve a dirigirme su mirada impaciente, triste, penetrante, y contesta fuera de propósito, esperando que yo diga algo. ¡Oh, qué juego de matices hay en este rostro simpático! Veo que está luchando consigo misma, que tiene necesidad de decir algo, de preguntar, pero no encuentra las palabras, se siente cohibida, atemorizada, confundida par la alegría...

-¿Sabes una cosa? -dice sin mirarme.

-¿Qué?- le pregunto.

-Hagamos... otro viajecito.

Subimos por la escalera. Vuelvo a acomodar a la temblorosa y pálida Nádeñka en el trineo y de nuevo nos lanzamos en el terrible abismo; de nuevo brama el viento y zumban los patines; y de nuevo, al alcanzar el trineo su impulso más fuerte y ruidoso, digo a media voz:

-¡La amo, Nadia!

Cuando el trineo se detiene, Nádeñka contempla la colina por la que acabamos de descender; luego clava su mirada en mi cara, escucha mi voz, indiferente y desapasionada, y toda su pequeña figura, junto con su manguito y su capucha, expresa un extremo desconcierto. Y su cara refleja una serie de preguntas: “¿Cómo es eso? ¿Quién ha pronunciado aquellas palabras? ¿Ha sido él o me ha parecido oírlas y nada más?"

La incertidumbre la torna inquieta, la pone nerviosa. La pobre muchacha no contesta mis preguntas, frunce el ceño, está a punto de llorar.

¿Será hora de irnos a casa? -le pregunto.

-A mi... a mi me gustan estos viajes en trineo -dice, ruborizándose-. ¿Haremos uno más?

Le "gustan" estos viajes, pero al sentarse en el trineo, palidece igual que antes, tiembla y contiene el aliento.

Descendemos por tercera vez, y noto cómo está observando mi cara y mis labios. Pero yo me cubro la boca con un pañuelo, y toso, y al llegar a la mitad de la colina alcanzo a musitar:

-¡La amo, Nadia!

Y el misterio sigue siendo misterio. Nádeñka guarda silencio, piensa en algo... Nos retiramos de la pista y ella trata de aminorar la marcha, esperando siempre que yo diga aquellas palabras. Veo cómo sufre su corazón y cómo ella se esfuerza para no decir en voz alta: "¡No puede ser que las haya dicho el viento! ¡Y no quiero que haya sido el viento!"

A la mañana siguiente recibo una esquela:

"Si usted va hoy a la pista de patinaje, venga a buscarme. N."

Y a partir de ese día voy con Nádeñka a la pista todos los días y, al precipitarnos hacia abajo en el trineo, cada vez pronuncio a media voz siempre las mismos palabras:

-¡La amo, Nadia!

En poco tiempo, Nádeñka se habitúa a esta frase, como uno se habitúa al vino o a la morfina. Ya no puede vivir sin ella. Es verdad que siempre le da miedo deslizarse por la colina helada, pero ahora el miedo y el peligro otorgan un encanto especial a las palabras de amor, palabras que constituyen un misterio y oprimen dulcemente el corazón. Los sospechosos son siempre dos: el viento y yo... Ella no sabe quién de los dos le declara su amor, pero ello, por lo visto, ya la tiene sin cuidado; poco importa el recipiente del cual uno bebe, lo esencial es sentirse embriagado.

Una vez, al mediodía, fui solo a la pista: mezclado con la multitud, vi a Nádeñka acercarse a la colina y buscarme con los ojos... Tímidamente sube a la escalera... Le da mucho miedo viajar sola, ¡oh, qué miedo! Está blanca como la nieve y tiembla como si se dirigiera a su propia ejecución. Pero va decidida, sin mirar para atrás.

Por lo visto, ha decidido probar, al fin: ¿Se oyen aquellas sorprendentes y dulces palabras cuando yo no estoy? La veo colocarse en el trineo, pálida, con la boca abierta por el miedo, cerrar los ojos y emprender la marcha, después de despedirse para siempre de la tierra. "Zsh-zsh-zsh-zsh"... Zumban los patines. Si Nádeñka está oyendo aquellas palabras o no, no lo sé... La veo levantarse del trineo exhausta, débil. Y se ve por su cara que ella misma no sabe si ha oído algo o no. Mientras estuvo deslizándose hacia abajo, el miedo le quitó la capacidad de escuchar, de distinguir sonidos, de entender...

Y he aquí que llega el primaveral mes de marzo... El sol se torna más cariñoso. Nuestra montaña de hielo se oscurece, pierde su brillo y por fin se derrite. Nuestros viajes en trineo se interrumpen. La pobre Nádeñka ya no tiene dónde escuchar aquellas palabras y además no hay quien las pronuncie, puesto que el viento se ha aquietado y yo estoy por irme a Petersburgo por mucho tiempo, quizá para siempre.

Unos días antes de mi partida al anochecer, estoy sentado en el jardín. Este jardín está separado de la casa de Nádeñka por una alta palizada con clavos... Aún hace bastante frío, en los rincones del patio exterior hay nieve todavía, los árboles parecen muertos; pero ya huele a primavera y los grajos, acomodándose para dormir, desatan su último vocerío de la jornada. Me acerco a la empalizada y durante largo rato miro por una hendidura. Veo a Nádeñka salir al patio y alzar su triste y acongojada mirada al cielo... El viento de primavera sopla directamente en su pálido y sombrío rostro... Le hace recordar aquel otro viento que bramaba en la colina dejando oír aquellas tres palabras, y su cara se pone triste, muy triste, y una lágrima se desliza por su mejilla. La pobre muchacha extiende ambos brazos como suplicando al viento que le traiga una vez más aquellas palabras. Y yo, al llegar una ráfaga de viento, digo a media voz:

-¡La amo, Nadia!

¡Por Dios, hay que ver lo que sucede con Nádeñka! Deja escapar un grito y con amplia sonrisa tiende sus brazos hacia el viento, alegre, feliz, tan bella.

Y yo me voy a hacer las maletas...

Esto sucedió hace tiempo. Ahora Nádeñka está casada con el secretario de una institución tutelar y tiene ya tres hijos. Pero nuestros viajes en trineo y las palabras "La amo, Nadia", que le llevaba el viento, no están olvidadas, para ella son el recuerdo más feliz, más conmovedor y más bello de su vida...

Mientras que yo, ahora que tengo más edad, ya no comprendo para qué decía aquellas palabras. Para qué hacía aquella broma...