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«LOS 21 DÍAS DE UN NEURASTÉNICO» - OCTAVE MIRBEAU (LIBROS DE ITACA)

La editorial Libros de Itaca acaba de publicar la obra Los 21 días de un neurasténico, del escritor francés Octave Mirbeau.

LA OBRA
Los 21 días de un neurasténico aparece en 1901, y, como señala Pierre Michel en el prólogo, marca un nuevo paso en el camino de la deconstrucción de la novela «realista» en la línea de Balzac y Zola. Se trata de una obra narrativa singular, un collage novelesco. Transgrediendo cualquier código de verosimilitud y la exigencia de unidad de tono, Octave Mirbeau se limita a coser, sin preocuparse lo más mínimo de si las costuras se ven demasiado, sesenta cuentos, o fragmentos de cuentos, aparecidos en la prensa francesa más influyente, entre 1887 y 1901. El hilo conductor que los une a todos es Georges Vasseur, el neurasténico que va narrando sus encuentros con diversos personajes, durante su convalecencia en una estación termal de los Pirineos. La estructura de la obra evidencia la absurdidad innata de un mundo donde nada tiene sentido y que escapa a toda veleidad de explicación racional.
Los 21 días de un neurasténico es también, como afirma Eugène Montfort, «el grito de un hombre herido» por una sociedad presa de la locura, donde todo el mundo está loco, tanto los «locos oficiales», como los ciudadanos normales, debidamente atontados por la santa trinidad (la familia, la escuela y la Iglesia), y que son locos si cabe más peligrosos por todo lo que ignoran.
Por estas páginas deambulan especímenes peculiares de «la animalidad humana», grotescos o inquietantes, maniacos, imbéciles, canallas, asesinos y bandidos de todo tipo. Unos son ficticios y otros están extraídos de la élite de la Tercera República francesa. Cada uno de ellos es el actor o el espectador de historias extraordinarias y a menudo atroces, donde lo jocoso se mezcla con lo horrible y lo absurdo con lo repugnante.
El humor, provocado por la ironía, lo absurdo de las situaciones, las invenciones burlescas, las comparaciones incongruentes, las gracias verbales, hace que el lector ría, o al menos sonría, convirtiéndose así en la más eficaz de las terapias para hacer más soportable la vida.

OCTAVE MIRBEAU
Octave Mirbeau (1848–1917). Periodista, panfletario, crítico de arte, novelista, negro literario y dramaturgo francés. Anticlericalista radical, pacifista y antimilitarista, es una de las figuras más originales de la Belle Époque. Co-fundador del semanario Les Grimaces, desde donde arremetió contra la sociedad de su tiempo y apoyó las más atrevidas innovaciones. Decidido partidario de Dreyfus, escribió violentos artículos en pro de la revisión del proceso.
En sus novelas practica la técnica del collage y transgrede los códigos de la credibilidad novelesca. Destacan El abad Jules, Memoria de Georges el amargado, El jardín de los suplicios y Diario de una camarera. En sus dos últimas novelas, La 628-E8 y Dingo se apartó aún más de la narración de tipo realista, haciendo protagonista de las mismas, respectivamente, a su coche y a su perro. Entre sus obras de teatro destacan Los malos pastores, Los negocios son los negocios y El hogar.

«SPACESHIP BLUES BAND» (THE BLUE FLAMES) - JAVIER SERRANO

Lo que sigue es un fragmento de la novela Spaceship Blues Band:

THE BLUE FLAMES - 7' 55''
Performed by Jimi Hendrix

HANNA NOVA
(Ex-modelo)

Yo era amiga íntima de Linda, Linda Keith. En aquellos tiempos no había nada que pudiera quedar en secreto entre nosotras: nos lo contábamos absolutamente todo. Además, cuando ella conoció a Jimi James, pues en aquella época todavía nadie lo llamaba Jimi Hendrix, yo estaba con ella. Estoy hablando de mediados de los sesenta. Linda tenía unos veinte años, era guapísima y, sobre todo, era la novia del stone Keith Richards (la bella aspira una bocanada profunda del porro que tiene entre sus dedos). Fue una noche en el Cheetah Club de Nueva York, un local horroroso decorado con papel de pieles de animales. La banda se llamaba... Curtis... Curtis algo... vaya, ahora no lo recuerdo. El caso es que allí estaba aquel guitarrista con extravagante aspecto de pirata y con peinado alborotado y en forma de bola, tocando como un dios, o como un diablo, según se mire. Apenas éramos un puñado de espectadores pero el tío se desvivía con su guitarra, como si fuera el primer o el último concierto de su vida, haciendo versiones ultralargas de temas conocidos. Hubo un momento —esto me lo contaría Linda después—, cuando Jimi empezó a tocar con los dientes, que Linda tuvo la certeza de que estaba intentando impresionarla. Es curioso porque yo tuve la misma impresión: Jimi James estaba tocando solo para mí e intentaba impresionarme. Al final, nuestros amigos accedieron a quedarse a ver también el último pase; nuestra intención oculta no era otra que hablar con el guitarrista. Le invitamos al apartamento de un amigo, en la 63. Imagínate: un apartamento de paredes pintadas de rojo y con lunares de leopardo (pausa para reír, una dentadura perfecta todavía). Jimi era un ingenuo. Uno de mis amigos le preguntó si quería tomar ácido. «No, gracias —respondió Jimi muy serio—, preferiría un poco de LSD» (carcajadas de Hanna Nova: no solo conserva en perfecto estado sus dientes, también toda su hermosura). Luego nos confesó que hasta ese momento solo había probado porros, anfetaminas y, ocasionalmente, algo de cocaína. «¿Sabes? —dijo Jimi— En Harlem el LSD es una droga de blancos». «¿Y por qué quieres tomarla entonces?». «No... no me gustan los prejuicios», respondió, riendo y enseñando su fila de dientes y sin dejar de mascar su chicle. Me parecía tímido Jimi, sentado en aquel horrible sofá. Su voz melosa, la dulzura de sus rasgos... ¡y lo increíblemente sexy que resultaba la combinación! (nuevas risas, no debe de ser nada mala la mandanga que tiene entre sus dedos). Cuando lo tomamos aquella noche —el LSD, me refiero—, no estaba prohibido todavía. Es más, estaba considerado casi como una panacea para todo tipo de enfermedades... (nueva bocanada del porro que parece no consumirse) ¿Por dónde íbamos...? Ah, sí. Aquella noche, Jimi nos dijo que se había mirado en un espejo y que había visto a Marilyn Monroe, ¿puedes creerlo? Luego estuvimos escuchando discos. Linda tenía una maleta repleta de discos de Keith. Discos de blues, exclusivamente. Keith y los demás estaban en Inglaterra. También tenía un disco recién estrenado, el Blonde on Blonde de Dylan, que, por cierto, le encantó a Jimi. Si te he de ser sincera, no estoy segura de si esta parte que estoy contando ahora la vi con mis propios ojos o yo ya me había retirado y Linda me la contó después, pues Linda me ha contado tantas veces esta historia sobre cómo conoció a Jimi, y con tal cantidad de detalles, que dudo ahora de si la experiencia le ocurrió a ella o a mí misma. ¿Por dónde iba...? (...) Ah, eso. Jimi se puso a improvisar por encima de las canciones. ¿Te imaginas, un recital privado de Jimi Hendrix y Bob Dylan tocando juntos para nosotros, en exclusiva? (nuevas risas). Luego alguien le preguntó por su manera de tocar y Jimi entonces nos explicó que no lo sabría explicar, pero que en aquel preciso instante no estaba tocando notas sino colores, y que de alguna manera veía la música en el interior de su cerebro, segundos antes de ejecutarla. Todo muy raro, ¿no? «Y cantar, ¿por qué no cantas?». «No, no tengo voz pa... para cantar». Me estoy acordando ahora de que Jimi tartamudeaba un poco. «Joder, si Dylan lo hace, todo el mundo puede hacerlo». «En Harlem dicen que Bob Dylan es un jodido blanco que hace mierda de hillbilly para blancos. ¿Sabes?, me da igual lo que digan en Harlem, a mí me gusta». Y Jimi venció su proverbial timidez y se arrancó a cantar algo con Dylan, no recuerdo qué. En aquel momento Linda tuvo claro que tenía que tirar de sus amistades para buscar un productor que permitiera al mundo conocer a Jimi James. (…) Aquella fue una noche mágica, irrepetible. Estábamos cansados, así que nos fuimos a dormir a la habitación de al lado. Jimi y Linda no. La verdad es que a esas alturas yo ya tenía claro que era en ella en quien estaba interesado y no en mí. Lo que viene ahora lo sé por ella, por Linda. Tenían mucho de qué hablar y eran conscientes, los dos, de que tal vez nunca volvería a repetirse un encuentro como aquel. Antes de que me lo preguntes te diré que Linda me aseguró, y yo la creo, que no hubo sexo entre ellos. Como te he dicho, Linda estaba con Keith. Probablemente, él se la estaba jugando con otra, pero ella no era capaz. Ya ves: las mujeres somos así de gilipollas... ¿Por dónde íbamos? (...) Ah, vale. Días después, Jimi le contó que había conocido a Richie Havens en el Cheetah. Fue Richie el que le convenció para que abandonara los garitos de Harlem y se fuera a los clubes del Greenwich Village. Por aquella época el Greenwich era uno de los centros de lo que algunos empezaban a llamar «contracultura». Pues bien, en el Greenwich lo volvimos a ver otra noche, a Jimi, me refiero. Linda insistió en que fuéramos a verlo. ¿Dónde era? Ah, sí, en el Café Wha?, eso es, en el Wha? ¿Sigue existiendo ese garito? (...) En aquel tiempo no tenía permiso de licores, era un sótano tenebroso con paredes de tierra y con una clientela de blancos emborrachándose con Green Tiger. Debíamos de ser apenas unos quince, pero Jimi impresionó. Esa noche Jimi dejó la guitarra allí, en el local. Al día siguiente, cuando fue a actuar no estaba, algún cabrón se la había mangado (nueva bocanada). Puedo imaginarme la cara que pondría el pobre Jimi, ¡joder, la guitarra! El caso es que alguien le dejó una, una para diestros. Sin cortarse, Jimi empuñó la guitarra, la giró, se la colocó en el lado izquierdo y comenzó a tocar, dejándonos a todos boquiabiertos. Me acuerdo también de que Jimi, como yo misma o como el resto de mis amigos y como todos los jóvenes de entonces, se había aficionado ya a viajar con tripis. Era un consumidor habitual, y esa noche debía de haberse comido alguno. Días después, nacía Jimmy James and The Blue Fames, con Jimi haciendo de líder, con sus collares y sus joyas de imitación, exhibiéndose con sus trucos con la guitarra y tocando versiones de Dylan, de Howlin´ Wolf, un Summertime eterno... (…) Algo después, como si ya hubiera agotado todos los sonidos que podía extraerle a su guitarra, Jimi empezó a experimentar con distorsionadores. Imagina: ahora, además de blues, de Dylan, de cuentos de Andersen y de películas de Flash Gordon, Jimi le hablaba a Linda (y ella me hablaba a mí) de cosas extrañas: de bendings, de retroalimentaciones y cosas por el estilo, que nunca he llegado a saber qué son. Por cierto, ¿esto para qué revista es?

«FARABEUF O LA CRÓNICA DE UN INSTANTE» - SALVADOR ELIZONDO

Fragmento de la obra «Farabeuf o la crónica de un instante», del mexicano Salvado Elizondo.

Habéis hecho una pregunta: «¿Es que somos acaso una mentira?», decís. Esta posibilidad os turba, pero es preciso que os avengáis a pertenecer a cualquiera de las partes de un esquema irrealizado. Podríais ser, por ejemplo, los personajes de un relato literario del género fantástico que de pronto han cobrado vida autónoma. Podríamos, por otra parte, ser la conjunción de sueños que están siendo soñados por seres diversos en diferentes lugares del mundo. Somos el sueño de otro. ¿Por qué no? O una mentira. O somos la concreción, en términos humanos, de una partida de ajedrez cerrada en tablas. Somos una película cinematográfica, una película cinematográfica que dura apenas un instante. O la imagen de otros, que no somos nosotros, en un espejo. Somos el pensamiento de un demente. Alguno de nosotros es real y los demás somos su alucinación. Esto también es posible. Somos una errata que ha pasado inadvertida y que hace confuso un texto por lo demás muy claro; el trastocamiento de las líneas de un texto que nos hace cobrar vida de esta manera prodigiosa; o un texto que por estar reflejado en un espejo cobra un sentido totalmente diferente del que en realidad tiene. Somos una premonición; la imagen que se forma en la mente de alguien mucho antes de que los acontecimientos mediante los cuales nosotros participamos en su vida tengan lugar; un hecho fortuito que aún no se realiza, que apenas se está gestando en los resquicios del tiempo; un hecho futuro que aún no acontece. Somos un signo incomprensible trazado sobre un vidrio empañado en una tarde de lluvia. Somos el recuerdo, casi perdido, de un hecho remoto. Somos seres y cosas invocados mediante una fórmula de nigromancia. Somos algo que ha sido olvidado. Somos una acumulación de palabras; un hecho consignado mediante una escritura ilegible; un testimonio que nadie escucha. Somos parte de un espectáculo de magia recreativa. Una cuenta errada. Somos la imagen fugaz e involuntaria que cruza la mente de los amantes cuando se encuentran, en el instante en que se gozan, en el momento en que mueren. Somos un pensamiento secreto...

«A TUMBA ABIERTA» - ORIOL ROMANÍ

... fragmentos extraídos de la novela A tumba abierta de Oriol Romaní, publicada por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com)...

«Y entonces, ¿qué hacen?: se traen dos camas a mi bujío, una litera, sí. Se traen las dos camas y dicen: «Mira, nosotros vamos a dormir aquí, que tal que cual...». Y digo: «Vale». Meten ahí las camas, se acomodan, arreglan un poco aquello y, allí, en el bujío aquel, se me meten 6 kilos de kiffi. Empezamos a fumar, y me dicen que si quiero vender petardos a la gente. Digo: «Pues vale». A cinco duros el petardo. Claro, en el desierto era más caro, era más difícil de encontrarlo en el desierto que en África. De cada petardo, me ganaba un duro yo. Pero, en esa época, viene el teniente Perico y me trae un borreguillo blanco, así, pequeñajo; me lo trae de Canarias, y me lo pone allí, en el bujío, para que yo le dé de comer y tal; lo quería para mascota de la bandera, pero como era muy pequeño... Vale. Lo mete allí, en el bujío también, en el foso ese. Bueno, pues estaba el borrego y las pacas de alfalfa; unas pacas de alfalfa seca para que el borrego comiera. Pero se me meten esos allí con el kiffi. Y todos los días liábamos petardos, allí los tres a liar petardos, ¿no? Petardos de dos papeles pero mu finitos, así de pequeños. Y me daban a lo mejor 300 petardos, para que los vendiera. Pero yo cogía y me liaba, a lo mejor, 200 petardos de la alfalfa del borrego... y al borrego le daba los palos de la alfalfa, ja, ja. ¡Al borrego lo tenía más mosqueao! Comía papeles, se comía colillas... la alfalfa el pobre no la veía... Bueno, el día que me pillaba de buenas, sí, le daba un puñao; le daba hasta mareos, al borrego aquel. Resulta entonces que yo llevaba a lo mejor 200 petardos de alfalfa en un bolsillo y 200 de kiffi en otro. Y como yo tenía movimientos —estaba preso, pero era pa dormir, nomás—. Yo tenía movimientos y podía ir pa un lao y por otro, en la zona de trabajo. Pues me fui a la cantina, al mesón, y empezó a correr la voz que tenía petardos. Claro, como a todos les gusta y allí escasea mucho, venga, todo el mundo a comprarme. Venía un tío, a lo mejor con una borrachera como un piano: «Oye, ¿tienes costo?». «Sí, ¿cuántos quieres?». «Bué, dame ocho». Doscientas pesetas, ocho petardos, ¿vale? Y yo si lo veía muy a gusto, le daba ocho petardos de alfalfa. A lo mejor el tío al día siguiente se le pasaba la borrachera y venía y me decía: «Oye, a mí... ¿Tú qué me has vendido a mí ayer? Vaya kiffi más chungo». «¿Cómo que chungo?». «¡Sí, eso no vale pa ná, hombre! Estuvimos fumando y eso no colaba ni ná». «¿Que no valía?» Entonces sacaba un petardo bueno y le decía: «¡Toma, enciende esto!». El tío lo encendía, fumaba...: «Ves, ¡esto sí que es bueno!». «Pues es el mismo que te fumaste ayer. Así que págame los cinco pavos de este». Así me vendí los seis kilos de kiffi en petardos y las pacas de alfalfa del borrego. Que me viene el teniente y me dice: «Oye, ¿qué le pasa al borrego ese que no crece? Cada día está más canijo...». «¡Joder!», le digo, «si s’ha comío la alfalfa entera...». Pero no, «ese borrego necesita mejor trato». «¿Mejor trato? Pero si lo tengo aquí todo el día. Es más, no lo tengo ni amarrao...». ¡No lo iba a tener amarrao: si lo dejo suelto me deja sin alfalfa! Se me come hasta la camisa. Hasta que me quitaron al borrego, se lo dieron al cabo de gastadores para que lo cuidara él, ¿no?

(...)

Bueno, el primer día cuando me senté a comer, yo me senté en la mesa arremangado hasta aquí, con todos los tatuajes al aire y mi madre me dice: «¡Pues no es marrano el tío ese! ¡Pero mira cómo vas! Anda, ve y lávate esos brazos...». Bueno, me voy, me lavo los brazos, me los enjabono, pun, pun, agua, y vuelvo otra vez. Y me voy a sentar y me dice: «Pero, ¿no te he dicho que te laves los brazos?». Y digo: «Pero si ya me los he lavado, mamá». Dice: «¿Y todas esas cosas? ¡Quítate todos esos muñecajos!». Digo: «No salen, mamá». «¿Cómo que no salen?». Digo: «¡Que no!». Dice: «¿Que no salen? ¡Ven p’acá!». Y me lleva a la pica de la cocina, y me coloca un estropajo de aluminio y el jabón ese de lavar las grasas, y empieza a darle al brazo... Al cabo de un momento le digo: «Mamá, que me haces daño...». Dice: «Que eso lo saco yo...». Digo: «¡Que me haces daño!». Hasta que me mosqueé, solté la mano y dije: «¿Qué passa, no?». Me lavé con agua el jabón y dije: «Mira, mamá, que esto no sale. Para sacarlo, tienes que sacar la piel». Dice: «Pues en mi mesa no te sientas tú así; ¡ponte una camisa de manga larga!». Pues vale. Yo eso fue una onda muy... chunga, porque yo venía de la Legión ya bastante quemao, ¿comprendes? Y ya había estao en la cárcel, en la Legión, había estao preso mucho tiempo y, ya venía más quemao... yo lo que quería era paz y tranquilidad.


«LA HERIDA» - SANTIAGO CASERO GONZÁLEZ

Este es el capítulo 3 de la novela La herida, de Santiago Casero González, editada por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).

3

El Contador de la demarcación IV

Me habían enviado al desierto, a la demarcación IV, para contar a los habitantes de un pueblo fronterizo. Sucedió hace muchos años, pero de las palabras de K. deduje que aún no se había olvidado ese episodio.
Se trataba de contar a toda la población, que fluctuaba de una manera inquietante e indeseable, antes de que las autoridades sellaran la frontera que transcurría a lo largo de la podrida cuenca de un río. El río, negro y tranquilo, servía de confín y era más de lodo y salamandras que de otra cosa, salvo en época de lluvias, en que el agua saltaba el cauce y arrastraba cadáveres de animales y enseres, pero en sus orillas crecían la cizaña y la bardana —el paisaje que contemplan las criaturas de Shakespeare— y el ganado se acercaba a abrevar en sus aguas oscuras. A través del río llegaban los que venían a nuestro país desde el otro lado, aunque lo cierto es que el otro lado nadie sabía muy bien qué era: a lo mejor allí no había nada, se decía.
Pese a que el flujo de los del otro lado era incesante y los habitantes del pueblo no me lo pusieron fácil —algunos, desde el primer día, jugaron a tenderme celadas: se cruzaban conmigo varias veces al día, vestidos de distintas maneras, los hombres de mujeres, los jóvenes de ancianos, e incluso alguno intentó hacerse pasar por un animal—, a los dos meses el trabajo estaba muy adelantado: ya había contado a lo que yo consideraba era la práctica totalidad de la población natural y a muchos de los que habían llegado de fuera en este tiempo. 
No he aludido ni a los que podían llegar desde el oeste del propio país ni a los que podían salir del pueblo. De los primeros sólo puedo decir que resulta hasta ridículo pensar que alguien deseara venir a ese pueblo desde otra parte del país. Ya he mencionado el desierto. No he mencionado el granizo, la pelagra, el fragor del viento entre las casas, el olor a cieno, la tierra yerma, la ausencia casi absoluta de alegría… Sí, estaban las mujeres. Yo soy un hombre y, aunque siempre he evitado mezclar el trabajo con el placer, lo cierto es que había reparado en que poseían el mismo magnetismo que las mujeres de cualquier otro sitio. El problema es que los hombres del pueblo celaban sus existencias de tal manera que ningún sujeto cuerdo de otro pago se habría atrevido a venir atraído por el único potencial de gozo que podía ofrecer el pueblo. De hecho, los pocos problemas que yo había tenido no derivados de un recuento que había acabado deviniendo burocrático y rutinario habían tenido su origen en la obligación de tener que posar mi mirada demasiado intensamente en ocasiones sobre alguna mujer. Creo que sólo mi aureola de funcionario estatal me había ahorrado alguna modalidad de represalia. Y en cuanto a los que podían haber salido del pueblo, nunca supe por qué pero jamás nadie lo abandonó. Esto ha sido para mí un misterio turbador durante mucho tiempo, pero mis aprensiones se niegan a aceptar ninguna otra causa que no pase por la superstición de la querencia irreflexiva a la tierra propia a la que todos nos adherimos con tanta docilidad. 
Finalmente, un mes antes de que terminara el plazo que me había dado el Gobierno, di por totalmente concluido mi trabajo. Además, las autoridades habían conseguido finalmente cerrar, Dios sabe cómo, la frontera: ya no se veía ninguna cara nueva de los del otro lado; a lo sumo algún cadáver arrojado por el río y cubierto de moscas y verdina, pero, como era de los de fuera, no me molestaba en incluirlo en el registro de mi contabilidad o, si ya lo había hecho, sencillamente lo tachaba del inventario como si nunca hubiera existido. Quién iba a reclamar. 
Yo hubiera querido abandonar en ese mismo instante el pueblo, pero las autoridades eran inflexibles en su planificación: el plazo era de cuatro meses y estaba obligado a cumplirlo. Así estaba previsto en el proyecto del Gobierno y alterar ese programa, se decía, hubiera supuesto un gran trastorno en la contabilidad de las almas de aquella zona del país o tal vez sólo en alguna planificación absurda trazada sobre la mesa de algún lejano despacho en la capital. Lo cierto es que así se me había comunicado y así lo hice. Yo no podía olvidar que no era nada más que un funcionario.
Y así fue, también, como me entregué a una molicie riesgosa.
Todo empezó con el repasar de las notas. En el recuento de los habitantes yo había ido haciendo mínimas anotaciones que me permitían cumplir correctamente mi trabajo. Apenas unas observaciones secas que nunca desbordaran el límite que había saltado el viejo Cortázar, cuya suerte tenía siempre presente. Emilio Cortázar era un compañero que cubría el sureste del país y al que abrieron un expediente por incluir datos demasiado personales en sus informes. Le acusaron de literato y de ideólogo. Hace mucho tiempo que no sé nada de él pero he imaginado tantas veces su destino que he acabado aceptando que nunca lo volveré a ver.
Lo cierto es que las ordenanzas eran muy claras al respecto: no participarás en las zozobras y conflictos humanos que observes. No te implicarás. Te limitarás a contar. Pero a lo mejor somos más vulnerables de lo que nos suponemos. O a lo mejor es que hay fuerzas mucho más poderosas de lo que imaginamos y cuya afluencia, cuando llega, nos arrasa, lo cierto es que empecé a engordar las lacónicas anotaciones hechas a pie de página hasta que cobraron unas dimensiones que me asustaron. Fue el tedio. Fueron las flaquezas humanas, qué sé yo. Dormía todo el día, y de noche velaba mis debilidades, que eran cada vez más difíciles de ocultar, más expuestas. 
En ocasiones, el amanecer me sorprendía dormido sobre los cuadernos. Aprovechaba las horas de oscuridad para enriquecer los meros nombres y cifras con datos que había ido sabiendo casi sin querer de las vidas de la gente. Incluso llegué a convencer a un anciano que trabajaba de enterrador en el pueblo para que me ayudara, suplicándole una discreción que le recompensaba con el magro caudal dinerario que me restaba del que había traído inicialmente para toda la estadía. 
Así supe de adulterios, litigios entre hermanos, demencias divertidas, resentimientos antiguos, casamientos ilegítimos, incestos y hasta crímenes. Y todo lo anotaba, lo desarrollaba. Fantaseaba más allá de toda prudencia. Temí que si se sabía todo esto, la acusación de literato hecha a Cortázar se quedaría corta contra mí. De hecho yo ya había completado unos cuarenta cuadernos y tuve que mandar comprar al viejo otros tantos ante la violencia de mi grafomanía. Más aún, adorné la narración de los hechos con reflexiones que pretendían comprenderlos. Era una locura, pero creo que toqué fondo cuando compuse unos poemas en los que vertía mis sentimientos sobre el mundo y sus criaturas como arrastrado por un torrente de subjetividad adolorida.
Finalmente, una noche, exhausto por la tarea que me había impuesto, o mejor, que se me había impuesto desde fuera como una maldición o como una condena, me acerqué a beber algo en el único bar del pueblo. Sólo había hombres, como era esperable. Me miraron con extrañeza pero sin aspavientos. A fin de cuentas yo era un hombre como ellos, pero mi aspecto debía de ser algo atrabiliario, desaseado, tal vez mi mirada reflejara de algún modo mi desvarío. Me hice servir una botella de un licor áspero y pegajoso que era propio de la zona, me senté con mi trago en una mesa apartada y me dispuse a dejar pasar el tiempo, ya que me veía incapaz de tomar ninguna decisión. A lo mejor esperaba un milagro. 
De pronto, un hombre junto a la barra se dirigió a mí con lo que consideré un exceso de familiaridad. Me llamó “cuentadiablos”. 
—¿Ya has terminado tu sucio trabajo de sucio lacayo? —gritó luego, y la pregunta sonó como un sollozo. 
El hombre era un borracho o un loco, pero ¿no lo éramos todos? A pesar de todo, yo no quería problemas. Corre a contar a otros, cabrón, insistió. Sus amigos, aunque igualmente bebidos, le tiraban de la manga intuyendo un riesgo impreciso. A mi mujer ya no la vas a contar más…, añadía una y otra vez, y se reía mirando a los otros, que fingían algo que quería ser indulgencia y complicidad de borrachos pero que se parecía al miedo. Yo al principio no quise entender la insinuación que estaba haciendo. Pensé que se trataba una vez más del hombre que no sabe querer a su mujer y la presupone accesible a los demás. Le contesté que yo no sabía nada de su mujer.
—Está enterrada —continuó sin escucharme— por puta. 
Me levanté, fui hacia donde estaba él y le pregunté cómo se llamaba. Guadaño, me respondió, ¿no es gracioso?, y puso los brazos en jarras, pero no era convincente porque se tambaleaba. Enrique Guadaño, el caballo, añadió. ¿Dónde está tu mujer, caballo? A ti qué mierda te importa, cuentadiablos… Recuerdo que hizo una mueca y no supe si sonreía sin dientes o intentaba llorar. 
—Está enterrada en mi patio.
Recordaba perfectamente a la mujer de ese hombre y al hombre mismo. Recordaba las observaciones que había hecho en mis cuadernos. Ella era un ángel y sobre él al parecer me había equivocado. Yo había escrito que la quería y había fantaseado con pequeñas turbulencias en sus vidas pero nunca supuse que la pudiera matar. Qué corta es la imaginación. 
Por puta, insistía el hombre con la mirada extraviada por la ponzoña del alcohol. 
Di un paso hacia él y le golpeé en la mejilla con la mano abierta, reservando el puño cerrado para una ocasión que presumía no tardaría en llegar. En efecto, pareció despertar de pronto de una alucinación de adormidera y de dolor sin remordimientos y se lanzó sobre mí agitando sus brazos para devolverme la ofensa, pero estaba tan bebido que pude esquivarlo sin mucha dificultad, al mismo tiempo que le propinaba un puñetazo en el centro del diafragma que lo dejó un instante boqueando con la respiración entrecortada. Isabel se llamaba la mujer y tenía unos labios finos que siempre sonreían, recordé. Debía de medir uno sesenta y haber tenido una infancia feliz. Su padre era carpintero y le fabricó su primera cuna y un brete de madera con sus propias manos. El marido, todavía doblado y jadeando por el golpe entre los pulmones, se vino hacia mí y ambos rodamos enredados por el suelo. Juro que fue él el que sacó el cuchillo y supe enseguida que la sangre era suya…
Al día siguiente recogí todas mis cosas y me marché de allí. Había infringido las normas y sabía que el Gobierno no me lo iba a perdonar jamás. No te impliques, nos decían siempre; veas lo que veas, no te impliques…

«SPACESHIP BLUES BAND» (HIGHER T.V.) - JAVIER SERRANO

Lo que sigue es un fragmento de Spaceship Blues Band, novela en fase de corrección:

HIGHER T.V. - 5' 10''
Performed by Jim Morrison

ANNE BARLOW
(regidora de programas de televisión)

En aquellos años no había MTV. El único programa de televisión donde se actuaba en directo era el nuestro; es decir, el suyo, el del señor Ed Sullivan, The Ed Sullivan Show, los domingos por la noche. Al señor Sullivan no le importaba que tocaran grupos como The Doors; de hecho ya había pasado por el programa gente como los Rolling Stones y el señor Jagger había aceptado cambiar ciertas frases que podían resultar hirientes para el departamento de censura de la CBS. Lo que ocurrió aquel domingo 17 de septiembre de 1967 —nunca lo olvidaré— es que alguien del programa les sugirió a The Doors, y más concretamente al señor Morrison, su cantante, que no dijera la palabra "higher" (1). Ellos no entendían muy bien el porqué de aquella petición, pero el caso es que aceptaron. Desde el momento en que salieron a tocar tuve la impresión de que el ambiente que se respiraba en el set era mas bien de tensión; supongo que era debido al hecho de que el señor Morrison estaba borracho, lo cual no auguraba nada bueno. Empezaron tocando People Are Strange; luego, siguiendo el guión establecido, interpretaron Light My Fire, la canción donde supuestamente el señor Morrison, de acuerdo a lo pactado, no debería decir "higher". El hecho es que en un momento determinado de su actuación el señor Morrison dijo esa palabra, y no una sino dos veces, delante de todo el país, para desesperación de todos nosotros, y en especial del señor Ed Sullivan, que antes de que empezara el show incluso había hablado de contratarlos para hacer seis programas más. Son los riesgos del directo. The Doors no volvieron a aparecer jamás en el programa del señor Ed Sullivan. 

1"Higher": Colocado, -a, en jerga

«SPACESHIP BLUES BAND» (THIRST & HUNGER & MUD) - JAVIER SERRANO

Fragmento de la novela Spaceship Blues Band:


THIRST & HUNGER & MUD - 8' 23''

Performed by Janis Joplin, Jimi Hendrix & many others

"A Jimi y su poco conjuntado grupo les corresponde el honor de ser la banda que cierre el festival de Woodstock. Cuando él y sus músicos, alojados en las cercanías, intentan coger el helicóptero que ha de acercarles hasta el lugar del concierto, la lluvia se lo impide. Por carretera los accesos siguen bloqueados pero no hay otra opción posible. Para llegar habrán de compartir un camión junto a Crosby, Stills, Nash and Young. En principio, su salida a escena está prevista para el domingo a las 11 de la mañana, pero es tal el retraso que lleva el festival que finalmente será el lunes 18 de agosto, en torno a las ocho y media de la mañana, cuando se suban a las tablas. Uno de los inconvenientes de eventos como éste es que a esas horas muchos de los asistentes a Woodstok ya se han marchado, deben de quedar unos 40.000 del casi medio millón del primer día. Entre las ventajas está que ya es de día y las condiciones de luz son óptimas para la película que se está rodando y que habrá de inmortalizarlo a él y a su banda. Son presentados como la "Jimi Hendrix Experience", algo que el guitarrista se encarga de matizar después cuando dice que ahora la banda se llama "Gypsy, Sun and Rainbows". Ya no está Noel Redding, el bajista, sustituido por Billy Cox, un antiguo amigo de Jimi, pero sí continúa el batería John "Mitch" Mitchell. Además se han incorporado el guitarra rítmica Larry Lee, que cantará en algunas de las canciones, el percusionista Juma Sultan y el conguista Jerry Velez. La nueva formación durará poco más de lo que dura un arcoíris, apenas un mes. Su actuación en Woodstock se prolongará durante dos horas y será la más larga en la carrera de Jimi, sin contar las improvisaciones en clubes nocturnos, y eso a pesar de que el músico lleva tres días sin dormir. Como la banda no ha tenido tiempo de ensayar mucho, el guitarrista tiene que alargar sus solos, sus improvisaciones, con resultado desigual. Y es entonces, cuando parte del público ha comenzado a largarse, cuando se produce uno de esos acontecimientos que ponen el vello de punta: la interpretación que hace Hendrix de The Star Spangled Banner, el himno de Estados Unidos, ejecutado en forma de solo, tocado de una manera rabiosa, electrificada y distorsionada hasta la exasperación, mientras la evanescente luz del sol baña a una concurrencia sumergida entre los restos de lo que parece ser un campo de batalla. Los apenas cuatro minutos de esa canción y las circunstancias en que se produce resumen lo que ha sido Woodstock y el espítiru de toda una década, la de los sesenta. También son el símbolo de una nación en un momento concreto de su historia, envuelta todavía en una guerra sin sentido, inmersa en el peor de los viajes y atravesada por el odio de asesinatos, conflictos raciales y revueltas estudiantiles. Después el concierto continúa. Cuando finalmente Jimi abandona las tablas, cae desmayado, completamente extenuado".

«SPACESHIP BLUES BAND» (FLEETING LOVE) - JAVIER SERRANO


Fragmento de la novela Spaceship Blues Band:

FLEETING LOVE - 5'42''
Performed by Jim Morrison

Pienso en ese instante fugaz del 29 de junio de 1971 en que los destinos de Nico y de Jim Morrison se vuelven a cruzar en alguna calle de París, cerca de la Ópera. Nico está en el interior de un taxi, detenido ante un semáforo en rojo, cuando ve a Jim paseando por la calle. ¿Qué hace Jim en París? Parece un poco más gordo pero no tiene mal aspecto. Se ha afeitado la barba. Mientras duda entre bajar la ventanilla o no, su memoria se traslada cuatro años atrás, cuando ella era la gélida musa de Warhol y quería grabar un disco, y él era el icono rock de ajustados pantalones de cuero que la ayudaba en la composición de las letras. En aquellos días apasionados, recuerda Nico, viajaban juntos por el desierto alrededor de Los Ángeles; hacían equilibrios, desnudos y ante la luna, en el parapeto de la piscina; y luego, ya borrachos y entrada la noche, follaban como locos mientras se daban de hostias. Nico se tiñó el pelo de rojo por él, lo amaba, a su manera. Luego, con acento berlinés, le rogó a él que le pidiera en matrimonio. Lo suyo duró apenas unas semanas, luego Jim volvió con su novia de toda la vida.
El semáforo se abre y el taxi se pierde entre las calles de París. Ya no volverá a haber más encuentros entre ellos dos: Jim morirá el 3 de julio de ese mismo año.

«SPACESHIP BLUES BAND» (ALTA CIENEGA MOTEL ROOM 32) - JAVIER SERRANO

Lo que sigue es un fragmento de esa novela en gestación llamada Spaceship Blues Band, de Javier Serrano.


ALTA CIENEGA MOTEL ROOM 32
1005 N. La Cienega Ave, West Hollywood, California, 90069

Mentiría si dijera que el azar ha querido que esta noche yo esté aquí, enfrente de la habitación número 32 del motel Alta Cienega, en West Hollywood. Nada más lejos de la realidad. Todo, como un crimen que busca ser perfecto, está premeditado. El motel es uno de esos alojamientos baratos que vemos en las películas norteamericanas, uno de esos en los que el protagonista, que por alguna razón huye, termina ocultándose y en los que indefectiblemente, y al igual que haré yo, sólo pasa una noche. El Alta Cienega tiene un patio interior donde se pueden aparcar los coches. Las paredes de las instalaciones están pintadas de un modo arbitrario, basculando entre el blanco, el verde y un naranja oscuro. Subo las escaleras hasta el primer piso. Un corredor, protegido por una baranda verde, circunda el motel, casi cerrando el patio donde están los coches. Es evidente que no es el Chelsea Hotel y que no tiene su historia. Es evidente también que ha conocido tiempos mejores, pero al menos parece limpio. Extraigo del bolsillo la llave con una etiqueta de plástico donde aparece el nombre del motel y el número 32. Me acerco hasta una puerta de madera, ésa en la que se lee "32" y sobre la que, un poco más arriba, hay otro cartel que dice "Jim Morrison Room". En mi cara descubro la misma sonrisa, entre estúpida y satisfecha, de un investigador privado, un huelebraguetas que finalmente ha dado con su presa. Ahora ya es evidente que el azar no me trajo hasta aquí, sino más bien una suerte de fetichismo, o sería mejor decir devoción, curiosidad, no sé... algo que lo lleva a uno a querer alojarse, al menos durante una noche -como esos tipos de las películas que por alguna razón huyen- en la habitación donde durmió Jim Morrison. Después de leer varias biografías sobre Jim -permitidme tutearle-, y entre tanta paja, uno puede llegar a saber muchas cosas sobre su vida, por ejemplo, que vivió en este motel, el Alta Cienega, de manera intermitente entre 1968 y 1970. Digo de manera intermitente porque, desde que abandonara el hogar familiar, Jim no tuvo un domicilio fijo, a veces alquilaba una habitación, compartía piso en otras ocasiones, podía dormir en un sofá prestado, en la casa de alguna amante, en la playa... A decir verdad el único domicilio fijo que tuvo Jim fue un espacio reducido en el cementerio de Père Lachaise, bajo la tierra y el cielo de París. Y, ahora que lo pienso, tampoco pondría yo la mano sobre el fuego.
Abro la puerta, con cuidado, como si no quisiera molestar a alguien que está durmiendo o como si pretendiera pillar, in fraganti, a alguien, no sé, tal vez a alguna novia o al mismo Jim. Enciendo la luz. La habitación es amplia y ruidosa, también desoladora. Huele a ambientador barato y reciente. Por la ventana entra algo de brisa y el rumor procedente de la calle. El mobiliario es el imprescindible. El único detalle de lujo es un televisor sujeto a la pared por un brazo metálico y un viejo aparato de aire acondicionado, de esos de tipo industrial, que intuyo debe producir un ruido espantoso e industrial, uno de esos ruidos que provocan dilemas y que al final no te dejan pegar ojo: ruido o calor. La cama es grande y está cubierta con una colcha estampada, con un dibujo diferente al de las cortinas, también estampadas. Las paredes serían blancas, y el techo también, si no estuvieran cubiertas absolutamente por graffitis escritos a mano por gente de todo el mundo, como si de una cueva paleolítica se tratase, con todo su contenido mortuorio, ritual y artístico. La caligrafía lo cubre todo, incluso la tulipa de las lámparas. Dedicatorias a Jim, fragmentos de sus poemas, de sus canciones, dibujos con su imagen... como en su domicilio fijo lejos de aquí, en Père Lachaise, donde la gente acude a cantar, a fumar drogas o beber vino, a encender velas, a hacer el amor o a declamar. Por la mañana, sobre la piedra parisina aparecen porros, maquetas de canciones, encendedores, condones (usados o sin usar), flores, fetiches... Sobre una de las paredes de la habitación número 32 del Alta Cienega hay un mural con fotos de Jim (en algunas aparece con ese rostro entrado en kilos de sus últimos años, cuando residía en París y pretendía vivir de la poesía): alguien le desea feliz cumpleaños 2000. También hay un cuadro con un retrato suyo, pintado a lápiz, inspirado en una de esas fotografías de Jim que han llegado a convertirse en un icono de varias generaciones. Hay también un espejo bajo el que se lee una pintada: "I am the Lizard King, I can do anything". Soy el Rey Lagarto y puedo hacerlo todo. Más abajo hay un mueble de madera sobre el que descansan unos ceniceros y unos vasos de plástico. Miro en el cristal del espejo, temeroso de que la imagen reflejada no sea la mía sino la de otro hombre. No sucede nada. El interior del armario empotrado tiene la misma decoración: paredes blancas llenas de frases y de poemas sórdidos, y un par de perchas de plástico blanco, cimbreándose sobre el vacío.
Esta es la habitación donde, el 5 julio de 1968, Jim se encontró con Mick Jagger. Donde hablaron sin que el Stone, que se había presentado sin previo aviso, supiera que en el baño Tim Hardin, amigo de Jim, se estaba metiendo un pico. Donde se intercambiaron consejos sobre cómo comportarse sobre las tablas ante una multitud expectante. También se dice que fue esta la habitación en la que Jagger regaló un tripi a Jim, hedonista insaciable. Cuando Tim Hardin salió del baño no se creía nada de todo esto. Claro que, ¿quién puede creerlo?
Esta es la habitación donde Jim humillaba a algunas de sus amantes, a las que llamaba por teléfono para que cuando llegaran allí lo pillaran en la cama en brazos de otra.
¿Por qué prefería los moteles? La vida errante, anónima, la perpetua fuga; la ausencia de domicilio fijo, la desolación, los colores brillantes de los neones, la carencia de posesiones más allá de una tarjeta de crédito y un carné de conducir... En una palabra: desaparecer.
Entro en el cuarto de baño. Una ventana entreabierta permite colarse el murmullo del tráfico. La historia se repite. Incluso en la ducha, en la parte alta, la que queda más arriba de los azulejos blancos, se pueden leer las dedicatorias, los poemas. Miro hacia el suelo de la ducha, buscando, como si necesitara encontrar alguna prueba fehaciente, algún cabello, uno largo, ondulado, algún amasijo de pelos atrapado junto al desagüe... Mi mirada se posa sobre el lavabo, por si quedaran restos de las papelinas de heroína que se metían los amigos de Jim (quién sabe si él también lo hacía). No hay nada de todo eso y Jim no está. Tampoco hay restos de coca.
Regreso al dormitorio y descorro la colcha y luego la sábana. Tampoco allí. Sobre la funda blanca de la almohada encuentro un pelo, uno largo. ¿Será de él?, ¿o será de alguno de esos que firmaron sobre las paredes? La ropa de la cama huele a limpio, imposible que éstas fueran sus sábanas. Hace calor. Dudo entre encender el aparato de aire acondicionado -¿funcionará?- o esperar un poco. Estoy cansado. Me tumbo sobre la cama, como haría Jim. Vuelvo a mirar las paredes y me pregunto cuánta gente habrá repetido este ritual. Intuyo que mis sueños versarán sobre Jim y The Doors. Mañana buscaré un hueco entre esas paredes y trataré, como ellos, de escribir algo original.

«SPACESHIP BLUES BAND» (THE MIAMI´S INCIDENT (JIM ´S DICK)) - JAVIER SERRANO

Lo que sigue es un fragmento de una novela en construcción, Spaceship Blues Band. La obra se encuentra en una fase de work in progress, sujeta por tanto a cambios, reescrituras, o en el peor de los casos (Dios no lo quiera), a su total aniquilación.


THE MIAMI´S INCIDENT (JIM ´S DICK) - 5´45´´
Performed by Jim Morrison

TRILLIZOS JOHANSSON (Elmer, Frank y Devon, unos obesos enormes comiendo hamburguesas y bebiendo cerveza, junto a una fotografía en la que aparecen los tres, delgados adolescentes enfundados en camisetas de The Doors, mostrando unas entradas en sus manos)

ELMER
El de Miami, el de febrero del 69, fue el mejor concierto que dieron The Doors.

FRANK
¿Bromeas, Elmer?

ELMER
No. Te juro que ha sido el mejor concierto al que he ido en mi vida..

DEVON
Hombre, teniendo en cuenta que tampoco has ido a muchos... Pues yo creo que Jim Morrison se pasó un poco.

ELMER
Por qué, ¿porque iba borracho? Siempre iba borracho, y lo sabes, Devon.

DEVON
No es por eso.

ELMER
¿Por qué, entonces?, ¿porque se sacó la polla?

FRANK
Entre otras cosas. Sabía que eso podía acabar con la carrera de The Doors.

ELMER
Oh, vamos, Frank. No se sacó la polla.

FRANK
Sí que se la sacó. Yo estaba allí, en la primera fila.

DEVON
Estábamos todos, ¿recuerdas?

ELMER
¿Tú le vista la polla, Devon? Porque yo no. Hizo como que se la sacaba pero no le dio tiempo.

FRANK
Primero empezó enseñando el calzoncillo y luego...

ELMER
Eso es mentira. Jim no usaba ropa interior jamás.

FRANK
Y luego se la sacó. Era grande, peluda... repugnante.

ELMER
¡Que no se la sacó, Frank! La prensa dijo eso pero no es verdad. ¿Tú has encontrado alguna foto donde se vea?

FRANK
No. Pero vi con mis propios ojos cómo se la sacaba y luego se hacía una paja delante de todo el mundo. Apenas éramos estudiantes de bachillerato, Elmer. Además, luego le detuvieron, ¿no?

ELMER
Eso no tiene nada que ver. El FBI le tenía ganas por lo que había dicho en contra de Nixon.¿Tú también le viste la polla a Jim, Devon?

DEVON
Aquello no era su polla.

FRANK
¿Ah, no?, ¿qué era entonces aquello?

DEVON
Un fajo de billetes

(ELMER y FRANK se miran)

ELMER
Esta sí que es buena. Un fajo de billetes. ¿Para qué, Devon?

FRANK
Para simular un gran paquete bajo sus pantalones de cuero.

ELMER
¿Estás gilipollas o qué? ¿Estás diciendo que Jim era maricón o algo así? Jim no necesitaba de esas cosas.

FRANK
Pues dicen que hacía a pelo y a pluma. Recuerdo que aquella noche íbamos muy colocados, bueno, como todo el mundo allí. El escenario se tambaleaba.

DEVON
Ya os dije que aquel escenario estaba mal montado. ¿Os acordáis del cordero?, ¿o lo del cordero también es parte de la alucinación colectiva?

FRANK
¡Hostias, es verdad! ¿Qué hacía aquel cordero allí, en los brazos de Jim?

ELMER
Alguien se lo regaló. A ver, Frank, ¿cómo puede alguien salir al escenario con un cordero entre los brazos y luego sacarse la polla?

FRANK
Jim iba muy pedo. Estuvo todo el concierto provocando al público. Se notaba que la quería armar. Hubo gente que incluso subió al escenario. Le echaron champán encima de la cabeza.

DEVON
Eso es verdad, se veía venir. También dijo aquello de "¿No hay nadie que quiera adorar mi culo?"

ELMER
¿Y se lo adoraste, Devon?, ¿o fue Frank? (risas) No recuerdo nada de todo eso. Sólo me acuerdo de que alguien lanzó a Jim al público, y de que luego estuvo bailando entre la gente.

FRANK
No parecía él con esa barba. Además, estaba gordo.

ELMER
Bueno, Frank. No nos podemos quejar...

DEVON
Luego fue cuando el escenario se vino abajo (risas). Casi nos aplasta.

FRANK
¿Os dais cuenta? Ahora mismo podríamos estar muertos, por su culpa.

DEVON
Bueno, Frank, tampoco exageres.

FRANK
No exagero. Os digo que quiso acabar con su carrera y con todos nosotros. Si no, ¿a cuento de qué viene lo de enseñar la polla en el lugar que le vió nacer? ¿Qué dirían sus padres?

ELMER
¡Joder! ¡Que no la enseñó!

FRANK
"Rito orgásmico de depravación", dijo el Miami Herald.

DEVON
Supongo que era allí donde guardaba el dinero, junto a su polla.

ELMER (sacudiendo su cabeza)
Inolvidable aquel concierto...