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EL MÉTODO ULRICH SEIDL

Al igual que hizo el director danés Lars Von Trier con su Dogma 95, Ulrich Seidl ha desarrollado su propio método a la hora de dirigir películas:

EL MÉTODO ULRICH SEIDL

-Rodar películas de ficción como si se tratara de un documental. De esta manera momentos inesperados de realidad pueden mezclarse con la ficción.
-No hay guión en el sentido tradicional. El guión consta de secuencias descritas con mucha precisión, pero sin diálogo. El guión se va modificando y reescribiendo continuamente durante el rodaje. Seidl: «Concibo la dirección de películas como un proceso condicionado por lo que precede. De esta manera el material que hemos rodado siempre determina el desarrollo general de la historia».
Ulrich Seidl-El reparto está formado por actores y no-actores. Durante el casting se da igual consideración a los profesionales y a los no-profesionales. Lo ideal sería que el público no fuera capaz de decir con certeza qué personajes son interpretados por actores y cuáles por no-actores.
-Los actores no tienen copia del guión en el set de rodaje.
-Las escenas y los diálogos se improvisan con los actores.
-La película se rueda en orden cronológico, haciendo lo posible para adaptar y desarrollar continuamente las escenas y tramas argumentales. El final se deja abierto.
-La película se rueda en localizaciones originales.
-La música está presente sólo cuando es un componente integral de la escena.
-El «método de trabajo abierto» se aplica también a la edición. El visionado y los descartes del copión se hacen en la mesa de montaje, es allí donde se reescribe la película. Se necesitan varias sesiones largas de montaje para identificar lo que sirve y lo que no para la película. Tomando el ejemplo de Paraíso, lo que había sido concebido como una única película se convirtió en tres películas separadas, cada una de las cuales funciona por sí sola, que pueden ser vistas juntas como una trilogía.
-En cuanto a las secuencias de ficción, se ruedan los denominados «cuadros Seidl»: tomas rodadas de una manera precisa y mostrando personas mirando a la cámara. El «cuadro Seidl» (que apareció en el primer cortometraje del director, One Forty, 1980) se ha convertido en una característica del cine austriaco y ahora lo usan otros directores de cine documental y de ficción.

«PARADIES: LIEBE (PARAÍSO: AMOR)» - ULRICH SEIDL

«Paraíso: Amor» - Ulrich SeidlTítulo original: Paradies: Liebe (Paraíso: Amor)
Año: 2012
Duración: 121 min.
País: Austria
Dirección: Ulrich Seidl
Guión: Ulrich Seidl, Veronika Franz
Fotografía: Edward Lachman, Wolfgang Thaler
Reparto: Margarete Tiesel, Inge Maux, Peter Kazungu, Gabriel Mwarua, Carlos Mkutano
Productora: Coproducción Alemania-Francia-Austria; Société Parisienne de Production / Tatfilm

Amor se abre con una perturbadora secuencia en un parque de atracciones, en la que vemos a un grupo de discapacitados, acompañados por sus cuidadores, subidos en coches de choque dándose golpes unos contra otros, entre excitados y asustados. Teresa (Margarethe Tiesel), una de las cuidadoras, es una mujer austriaca entrada en años, madre de una taciturna adolescente con la que guarda una relación distante. Teresa no tiene pareja y se halla en una edad en la que es difícil encontrar un hombre que la pueda querer. Como ella misma dice, sus carnes se caen y eso no gusta a los hombres, algo que, por cierto, la publicidad y la televisión se encargan de recordarnos todos los días. Decide tomarse unas vacaciones para cambiar de aires, y viaja a Kenya, donde descubre, entre idílicas playas de arenas finas y aguas transparentes, todo un paraíso de africanos jóvenes, poseedores de atléticos cuerpos de ébano, dispuestos a acostarse con ella sin importarles la edad o la apariencia física (Hakuna Matata, no hay problema).
Amor es la primera película de la trilogía Paraíso de Ulrich Seidl (Fe y Esperanza completan la serie). Al igual que en el resto de su filmografía, Ulrich Seidl (al que algunos críticos cinematográficos sitúan dentro de una tendencia oscura y provocadora, por momentos sádica, junto al también austriaco Michael Haneke y el danés Lars von Trier) es muy crítico con el denominado primer mundo. Como es sabido, para que los países desarrollados puedan disfrutar de un alto grado de bienestar es necesario que el tercer mundo viva en un permanente precariado. Una imagen de la película ilustra a la perfección la separación entre esos dos mundos: un plano, casi una foto fija (recurso habitual en Seidl), donde vemos a las turistas blancas tomando el sol en la playa, separadas por una cuerda, vigilada por un guardia, del grupo de africanos ávidos por ofrecerles sus mercancías. La cuerda separa el mundo de los ricos del de los pobres, Occidente de África, los cuerpos carnosos y de piel blanca de los cuerpos magros y oscuros. Si la turista decide abandonar la seguridad del complejo turístico y franquea la cuerda, se verá literalmente acorralada por un enjambre de hombres negros que con su precario conocimiento de otras lenguas y su encanto personal intentarán colocarle todo tipo de objetos o posibilidades de diversión, incluido el sexo. Inicialmente, una sonriente Teresa rechaza cualquier ofrecimiento, pero poco a poco irá dejándose engatusar.
El filme tiene la originalidad de hablarnos del turismo sexual pero desde la perspectiva de la mujer que se acuesta con hombres y paga por ello, un punto de vista menos trillado en el cine. Para ello, no rehuye de la exhibición de los cuerpos y de la carne desnuda, tampoco de los encuentros explícitos. A veces esos pagos son en metálico y por servicio prestado, pero en otras ocasiones esos pagos adoptan maneras más sutiles: ayuda para gastos hospitalarios de un crío ingresado por malaria, dinero para una escuela, invitación a copas o a comer…
El meollo de Amor lo podemos encontrar en una secuencia que transcurre en la playa, donde la protagonista habla con un grupo de turistas austriacas, hedonistas y juerguistas, que acaba de conocer allí, en Kenya. Toman el sol sobre unas tumbonas y hablan sin tapujos sobre amor, sexo, apariencia estética, pertinencia o no de depilarse el vello púbico… A diferencia de sus amigas, Teresa asegura que busca un hombre que le sepa mirar a los ojos, que le escrute el alma; algo que no encuentra en su Austria natal y que tiene más que ver con el amor y la ternura. Como es habitual en el cine de Seidl, una cosa es lo que uno busca y otra muy distinta lo que encuentra, que suele distar bastante del objetivo inicial, y con lo que no nos queda más remedio que contentarnos. De hecho, el cineasta parece bastante escéptico en cuanto a la posibilidad de encontrar amor.
En su primer contacto con un hombre negro, Teresa se muestra reticente a practicar el sexo de una manera fría, deshumanizada y casi animal. Pero habrá más encuentros. A medida que vaya conociendo otros hombres, de esos hombres de la playa simpáticos y amables que la colman de atenciones y que le dicen (en una mezcla de alemán e inglés) que el amor africano no tiene fin, su mirada se tornará más cínica y escéptica, y su búsqueda se irá centrando en algo mucho más prosaico: el sexo como sucedáneo del amor, el placer instantáneo y barato, la diversión inmediata y sin sentido, algo no muy diferente a la secuencia que abre la película, esa en que un grupo de discapacitados se divierten golpeando sus coches unos contra otros.
«Paraíso: Amor» - Ulrich Seidl
Lo que subyace en el fondo de Amor es una crítica al capitalismo y a la capacidad del dinero para comprar voluntades, en este caso para alquilar cuerpos. Ya no es el abuso colonialista del pasado, sino que ahora se llama turismo sexual, algo mucho más civilizado pero que contiene la misma esencia depredadora. Con todo, hay una diferencia que no es baladí: el hombre africano conoce ahora las debilidades del hombre blanco (y de la mujer blanca), es consciente de las posibilidades económicas que tiene su potencia sexual y se dispone a maximizar, tal y como manda el canon capitalista, sus beneficios. Como si tratara de resarcirse de su explotación durante siglos, no dudará en sacarle hasta el último chavo (bajo la amable apariencia de una negociación win-win inserta en una vasta misión humanitaria en la que se intercambia amor por dinero) a la sugarmama europea.
La cinta contiene momentos de humor, muchos de ellos relacionados con las actividades de animación, entre ridículas e infantiles, que acontecen en los resorts turísticos. Memorable resulta la secuencia del cumpleaños de Teresa (constatación inequívoca de que el tiempo pasa, el cuerpo se degrada y la carne se sigue cayendo) en que sus amigas le hacen una fiesta en la habitación del hotel, donde no falta una tarta con velas y el regalo es un striper africano, escuchimizado y no demasiado bien dotado pero dispuesto a todo.

"MELANCOLÍA" - LARS VON TRIER

Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:


Melancholia es el nombre de un planeta extraño que surgió por detrás del Sol y que ahora se acerca peligrosamente a la Tierra, como si danzara con ella, como si dudara entre colisionar o pasar de largo. Este es el punto de partida, genial y angustioso, de Melancholia, la última película del, a veces irregular pero siempre interesante, director danés Lars Von Trier, uno de los ideólogos de aquel voto de castidad que fue Dogma 95.
La presencia inquietante afecta de manera diversa a los personajes, mientras de fondo suena Tristan e Isolda, el drama musical de Wagner, una banda sonora perfecta que bascula entre lo trágico y lo sublime. Así, en la primera parte de la película, la titulada Justine, asistimos a la fastuosa boda de la bella Justine, papel protagonizado por Kirsten Dunst y que en principio estaba pensado para Penélope Cruz (parece ser que su olfato artístico le llevó finalmente a declinar la oferta y perderse, convertida en la hija de Barbanegra, en las mareas misteriosas de la cuarta entrega de Piratas del Caribe). Todos los invitados a su boda parecen conjurarse para que Justine sea feliz, y sin embargo hay una sombra en su vida, como esa extraña presencia que intuye en el cielo, que se empeña en que no lo sea. Justine, una de esas mujeres que “sueña con naufragios y con la muerte súbita”, descubre lo falsa, impostada y excesiva que es su boda, casi tanto como su vida, esa ceremonia plagada de estúpidos rituales, y decide acabar de manera drástica con todo ello, para abandonarse después a los brazos de la melancolía, de la tristeza infinita.
Una vez que de la sala se han marchado algunos de los espectadores, llegamos a la segunda parte de esta hermosa película sobre el fin del mundo, la titulada Claire. Aquí la historia se centra en Claire (Charlotte Gainsbourg), hermana de Justine y con una manera de ser totalmente opuesta; sus mundos son como dos planetas al borde de una colisión. En esta mitad de la cinta los conflictos personales de los actores se acentúan, debido sin duda a la cada vez mayor proximidad de ese planeta tan turbador como bello llamado Melancholia. Si bien la comunidad científica apuesta a que el planeta pasará de largo, queda todavía un desasosegante porcentaje de probabilidad que pone nerviosa a la aparentemente segura y “feliz” Claire. Justine, en lamentable estado psicológico, acude a la lujosa mansión (donde se celebró la boda y cuyo geométrico e hipnótico jardín remite a la película de Alain Resnais, El año pasado en Marienbad) que tiene su hermana. John (Kiefer Sutherland), su marido, es un triunfador y adinerado burgués fascinado por la observación del cielo; pertrechado de telescopios, datos científicos y provisiones, parece estar muy seguro de que todo tendrá un desenlace feliz. Con ellos vive su hijo, un pequeño que es el nexo de unión entre los dos mundos opuestos de las hermanas, y para el que la posible llegada del planeta no deja de ser un juego más. Incluso los caballos de la casa se muestran cada vez más inquietos ante lo que se avecina.
No revelaré el final de Melancholia, ni tampoco si su final es feliz o no, solo diré que me parece una gran película, con algunos planos de una belleza perfecta, como salidos de un sueño (acaso de una pesadilla) o de un cuadro surrealista. Impagable ese momento en que Justine, completamente desnuda, reposa tumbada, como si se inmolara ofreciendo su pálido cuerpo al planeta Melancholia. Si bien hay quien incluye este filme dentro de la ciencia ficción, me parece más acertado calificarla de drama psicológico, pues verdaderamente ese es el asunto, no tanto el desastre natural sino las reacciones de los protagonistas. Por momentos, el perturbador astro llamado Melancholia (la película estuvo a punto de llamarse Planeta Melancholia) me recuerda a esa otra presencia extraña que era el océano en la soberbia (tanto la novela como la película) Solaris. Por momentos también la cámara, nerviosa y Dogmática, del director danés puede producir cierto mareo, pero, ya se sabe, a ese provocador que es Lars Von Trier se le acaba perdonando todo, como esa metedura de pata en Cannes cuando declaró en público su simpatía por un diablo llamado Hitler.
Impresionante el apocalíptico plano final de la película.