Mostrando entradas con la etiqueta WALSER ROBERT. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta WALSER ROBERT. Mostrar todas las entradas

«LA NUEVA NOVELA» - ROBERT WALSER

... La nueva novela es un relato breve de Robert Walser, traducido por Juan José del Solar e incluido en el volumen Vida de poeta (Editorial Alfaguara)...


Era gente estimabilísima, buena, estupenda, muy querida; sólo que, por desgracia, me preguntaban todo el tiempo por mi nueva novela, y eso era espantoso.
Me topaba por la calle con algún estimable conocido, y en seguida me preguntaba: «¿Cómo va su nueva novela? Mucha gente ávida se alegra ya desde ahora y aguarda ansiosamente su nueva novela. ¿Verdad que dejó usted entrever que estaba escribiendo una nueva novela? ¡Ojalá aparezca pronto!»
¡Ay mísero de mí, digno de toda compasión!
Cierto es que yo había dado toda suerte de indicios. Es verdad. Había sido lo suficiente-mente necio e incauto como para dejar entrever que una nueva gran novela estaba fluyendo de mi pluma o de mi pluma-fuente.
¡Y ahora me hallaba en apuros! ¡Estaba perdido!
Espantoso era mi estado, terrible mi situación.
Si iba a alguna reunión, no tardaba en oír, ora de éste, ora de aquel rincón: «¿Cuándo saldrá su nueva e importante novela?»
Ya estaba al borde del desmayo.
«¿Por qué habré tenido la feliz idea de dejar entrever que una nueva novela estaba medrando y floreciendo?», clamaba una voz dentro de mí, llena de desesperación.
Mi indignación era tan grande como mi vergüenza. Sólo venciendo una especie de pánico me atrevía a entrar de vez en cuando en casas cuya hospitalidad y simpatía me habían encantado en otros tiempos.
Para mi editor, hombre estimable en todos los aspectos, yo me había convertido poco a poco en blanco de preocupaciones del mayor calibre. Cuando iba a verlo, él solía mirarme siempre con profunda tristeza y abatimiento, como si tuviera ante sus ojos a un hijo monstruoso. Cualquiera comprenderá fácilmente que aquello me indignase.
Para el hombre más estimable del mundo había yo llegado a ser objeto de melancólica meditación.
Suavemente y sin esperanza, con una apagada voz de funeral, como si se tratara de cosas totalmente irremediables, me preguntó un día:
—¿Cómo va su nueva novela de gran calibre?
—Va avanzando lentamente —le respondí con voz átona.
Pero yo mismo no creía en mis palabras, y menos aún el más estimable de todos los hombres. Se limitó a esbozar una sonrisa lánguida, exhausta, desencantada.
De esa forma sólo sonríe un hombre que está dispuesto —y así quiere darlo a entender— a renunciar a cualquier tipo de lucimiento.
En cierta ocasión me dijo:
—Si no me trae esa nueva novela de éxito, es del todo inútil —o casi— que venga usted a verme. Me apena ver a un escritor que, en vez de traerme su nueva gran novela, no hace sino prometérmela, por eso quisiera pedirle que se abstenga de visitarme mientras no esté en condiciones de poner sobre mi mesa su nueva y estupenda novela.
Estaba aniquilado.
—¡Oh, si nunca hubiera dejado traslucir que estaba trabajando en una nueva y respetable novela! ¡Ah, por qué se me ocurriría prometer algo que no logro entregar ni poner sobre la mesa! ¡Ojalá nunca hubiera dado a entender que una novela tan bella como emocionante y voluminosa estaba en marcha y probablemente aparecería muy pronto!
Así exclamé en voz alta, así me quejé, y me sentí destruido.
Y conocí de cerca y plenamente la miserable situación en que se encuentra un novelista que, de buena fe, promete entregar su nueva, asombrosa y emocionante novela y, de hecho, no la entrega ni pone sobre la mesa, que más que escribirla, deja entrever que lo está haciendo.
No pude dejarme ver más en sociedad ni entre las estimables personas que tienen por costumbre interrogar a un novelista sobre su nueva novela. No obstante, pronto puse un brusco fin a tan lamentable y angustioso estado evaporándome un buen día, como quien dice, y partiendo muy lejos.

«LA PIEZA RARA» - ROBERT WALSER


... La pieza rara es un relato breve de Robert Walser, traducido por Juan José del Solar e incluido en el volumen Vida de poeta (Editorial Alfaguara)...




Conozco a un escritor que, tras varias semanas de esforzarse inútilmente por dar con algún tema apropiado, tuvo al final la divertida idea de organizar un viaje de exploración debajo de su cama.
El resultado de la temeraria y peligrosa empresa fue, no obstante, como hubiera podido predecírselo todo el que la hubiera intentado, igual a cero.
Desilusionado y sin ánimos, nuestro emprendedor espíritu tuvo que levantarse otra vez del suelo sobre el que se había echado, lamentando vivamente no haber descubierto el más leve indicio de un tema interesante y digno de mención.
«¿Y ahora qué hago? ¿Cómo, Dios mío, me ganaré en el futuro el mezquino y frugal pan cotidiano?», preguntóse lleno de angustia y de preocupación.
Y mientras cavilaba de este modo, buscando cómo salir de las tinieblas espirituales que lo rodeaban por todas partes, vio de pronto, ante sus narices, un espectáculo tan insólito e interesante como nunca hubiera osado esperar que vería en su vida.
En la pared gris, negra y cubierta de moho, había un viejo clavo herrumbroso del que colgaba un paraguas.
—¡Pero qué veo! —exclamó el entusiasmado escritor en voz alta y muy contento—. ¡Es increíble! ¡Por la inmortalidad de mi alma que he encontrado el más bello y sugerente de los temas!
Sin detenerse a reflexionar un solo instante ni darse tiempo para rascarse debidamente la cabeza —cosa que solía hacer muy a gusto siempre que se ponía a trabajar—, se acercó al escritorio, se sentó, cogió con fervor la pluma y escribió rápidamente lo que sigue:
«He visto algo inaudito, algo extraordinario en su género.»
»No tuve que ir muy lejos. La rareza estaba cerquísima.
»Me hallaba en mi habitación, pensativo, cuando de pronto vi algo harto de la vida que colgaba de algo cansado de vivir.
»Era un viejo clavo cansado que colgaba ya casi fuera de su agujero, incapaz de sostenerlo, y del que a su vez colgaba un paraguas igualmente viejo y desgastado.
»Ver cómo un objeto viejo y pesaroso se aferraba a otro objeto viejo y pesaroso, ver y observar cómo un ser caduco colgaba de otro ser caduco como dos mendigos que se abrazaran en su fría y desesperanzada desolación, a fin de perecer muy juntos los dos, listos para morir en cualquier momento.
»Ver cómo una cosa débil servía de apoyo en su debilidad a otra cosa débil, antes de colapsar definitivamente en su propia impotencia, y cómo un objeto lamentable, en su deplorabilísima condición de objeto lamentable, ofrecía un ínfimo apoyo a otro no menos lamentable, al menos hasta que le llegase el final también a él: todo aquello me conmovió y emocionó profundamente, y no he vacilado en anotarlo aquí».
El escritor se detuvo. Mientras escribía, la mano se le había endurecido por el frío, pues no tenía suficiente dinero para poder calentar la habitación.
Fuera, las calles de la capital eran barridas por un gélido viento de diciembre. Nuestro escritor contempló mecánicamente lo que había escrito, apoyó la cabeza en su mano y suspiró.

«EL INCENDIO DEL BOSQUE» - ROBERT WALSER

... un relato breve de Robert Walser, traducido por Juan José del Solar e incluido en el volumen Vida de poeta (Editorial Alfaguara)...



El incendio del bosque

Aún no se podía notar nada, pero de un momento a otro el monte quedó envuelto en rojas llamaradas. Las espléndidas e imponentes encinas caían calcinadas como frágiles cerillas, las blancas rocas se ennegrecían al ser lamidas por el fuego. Desde la ciudad, la gente observaba con prismáticos el ígneo espectáculo allá en lo alto, y en el lago, al pie de la montaña, el terrible incendio se reflejaba con espléndido colorido. Abajo, en las calles, los excitados habitantes corrían de un lado a otro gritando y agitando sus sombreros. Unos cuantos habían alquilado barcas y se dirigían al centro del lago para disfrutar de la visión a prudencial distancia; entre estos hedonistas había jóvenes poetas y pintores, y hasta un músico que dejaba actuar en su resonante mundo interior aquel mundo en llamas. Si más tarde llegó a componer con él una sinfonía es algo que hasta ahora no ha sido indagado. Claro está que ante un incendio natural de tales características los bomberos eran absolutamente impotentes; sonaban, sin embargo, las campanas y bocinas, y en los coches rebotaban las bombas de incendios junto con quienes las manejaban. Los concejales habían sido convocados a una sesión de urgencia a través de mensajeros o por teléfono y telégrafo. En los estanques tranquilos, recoletos, que dormitaban en antiguos jardines señoriales, el agua se iluminaba con manchas de fuego e incandescencia que todo el que pasaba junto a ellos no podía dejar de ver. El repiqueteo de campanas no tenía cuándo acabar. En lo alto, las llamas parecían poner en movimiento las campanas cada vez con mayor fuerza y violencia, de un lado para otro, provocando un fragor ininterrumpido, lanzando al vuelo varias como si de una sola y potentísima se tratase. Por ventanas que jamás se abrían, asomaba ahora la cabeza algún anciano o anciana, una criada fiel a la que nadie conocía, o un caballero de nariz aguileña y cabello blanquísimo, para ver, oír o hacer sabe Dios qué otra cosa. El invisible y familiar terror corría por las calles, llamaba a los viejos portales de más de un jardín, trepaba por las paredes y hasta golpeó en la frente a una señorita que estaba bordando junto a la ventana; el carpintero había dejado de cepillar; el cerrajero, de martillar; el zapatero, de clavar; el sastre, de coser; el peón de albañil, de remover tierra con su pala; el sepulturero, de excavar; el relojero, de pulir; el sabio, de estudiar; todos tenían ahora un nuevo e idéntico oficio: aguardar angustiados el final de la catástrofe. De las localidades circundantes, diseminadas por campos y colinas, fue llegando un rumor de piernas que corrían, de cabezas y brazos que se agitaban, de vehículos que saltaban, ciclistas que pedaleaban, mujeres que chillaban, niños que eran empujados, lloraban, caían y volvían a levantarse; en el paso a nivel hubo un atasco de personas, bicicletas e improperios hasta que el tren pasó y se pudo continuar. Siempre aquel campaneo y ese terrible color rojo, como si en algún lugar, en algún rincón perdido, el mundo hubiera sido incendiado por un pícaro grosero y sobrenatural, por algún dios; como si las campanas no hubieran podido tañer ni repiquetear sin aquel rojo, y el día, cual rostro velado por una airada vergüenza, debiera quedar cubierto por esa ígnea rubicundez. A ratos parecía un grandioso y decorativo fresco escenográfico que representaba un incendio, hasta que algún ruido venía a sumarse y recordar la plástica y movediza realidad. Ahora el fuego parecía arder más en el cielo que en la tierra, a tal punto lo había enrojecido. A su lado, el sol poniente era como una lamparilla mate, incapaz de atraer un solo ojo sobre sí. Las señales del corno se interrumpían con frecuencia, como si tuvieran que tomar aliento para volver a sonar. A varias horas de camino, dijeron luego los periódicos, se veía ya el espléndido y triste cuadro, y los que estaban lejos, en remotas calles, plazas, avenidas, casas y puestos de trabajo, se daban un codazo y decían: «Oye, ¿qué será aquel resplandor allá a lo lejos?» Luego cayó la noche, pero nadie se atrevió a acostarse y dormir; se encendieron las lámparas en las habitaciones, y en torno a la mesa familiar se fueron instalando madre, padre, hijo, hija, hermano, niño, hermana, tía y cuñado, y comentaron el incendio del bosque y los terribles daños que había ocasionado. Mucha gente subió hasta la amplia zona del siniestro, que se extendía por toda la montaña y todavía silbaba, echaba humo y crepitaba al extinguirse. Al día siguiente, todo el mundo pudo ver una montaña no verde, sino negra y humeante; el hermoso bosque estaba calcinado, todos sus deliciosos rincones secretos, el musgo sobre las altas rocas, la espesura de plantas y arbustos, los enhiestos abetos y encinas con sus brazos cargados de dulce y verde follaje, todo aquello era un espectáculo desolador, y los daños materiales, una herida casi mortal. Jamás llegó a averiguarse quién provocó el incendio, pero se cree que pudieron ser colegiales que, desde siempre, solían recorrer aquel bosque con toda suerte de materiales para encender fuego. Un pintor hizo un cuadro sobre tema; se llama Hans Kunz, es un borrachín y desprecia todas las buenas y gratas costumbres. El cuadro será colgado en el gran salón del ayuntamiento, en memoria de la gran calamidad que se abatió sobre el bosque, la montaña y la comunidad.