Era gente estimabilísima, buena,
estupenda, muy querida; sólo que, por desgracia, me preguntaban todo el tiempo
por mi nueva novela, y eso era espantoso.
Me topaba por la calle con algún
estimable conocido, y en seguida me preguntaba: «¿Cómo va su nueva novela?
Mucha gente ávida se alegra ya desde ahora y aguarda ansiosamente su nueva
novela. ¿Verdad que dejó usted entrever que estaba escribiendo una nueva
novela? ¡Ojalá aparezca pronto!»
¡Ay mísero de mí, digno de toda
compasión!
Cierto es que yo había dado toda suerte
de indicios. Es verdad. Había sido lo suficiente-mente necio e incauto como
para dejar entrever que una nueva gran novela estaba fluyendo de mi pluma o de
mi pluma-fuente.
¡Y ahora me hallaba en apuros! ¡Estaba
perdido!
Espantoso era mi estado, terrible mi
situación.
Si iba a alguna reunión, no tardaba en
oír, ora de éste, ora de aquel rincón: «¿Cuándo saldrá su nueva e importante
novela?»
Ya estaba al borde del desmayo.
«¿Por qué habré tenido la feliz idea de
dejar entrever que una nueva novela estaba medrando y floreciendo?», clamaba una
voz dentro de mí, llena de desesperación.
Mi indignación era tan grande como mi
vergüenza. Sólo venciendo una especie de pánico me atrevía a entrar de vez en cuando
en casas cuya hospitalidad y simpatía me habían encantado en otros tiempos.
Para mi editor, hombre estimable en todos
los aspectos, yo me había convertido poco a poco en blanco de preocupaciones
del mayor calibre. Cuando iba a verlo, él solía mirarme siempre con profunda
tristeza y abatimiento, como si tuviera ante sus ojos a un hijo monstruoso.
Cualquiera comprenderá fácilmente que aquello me indignase.
Para el hombre más estimable del mundo
había yo llegado a ser objeto de melancólica meditación.
Suavemente y sin esperanza, con una
apagada voz de funeral, como si se tratara de cosas totalmente irremediables,
me preguntó un día:
—¿Cómo va su nueva novela de gran
calibre?
—Va avanzando lentamente —le respondí con
voz átona.
Pero yo mismo no creía en mis palabras, y
menos aún el más estimable de todos los hombres. Se limitó a esbozar una
sonrisa lánguida, exhausta, desencantada.
De esa forma sólo sonríe un hombre que
está dispuesto —y así quiere darlo a entender— a renunciar a cualquier tipo de
lucimiento.
En cierta ocasión me dijo:
—Si no me trae esa nueva novela de éxito,
es del todo inútil —o casi— que venga usted a verme. Me apena ver a un escritor
que, en vez de traerme su nueva gran novela, no hace sino prometérmela, por eso
quisiera pedirle que se abstenga de visitarme mientras no esté en condiciones
de poner sobre mi mesa su nueva y estupenda novela.
Estaba aniquilado.
—¡Oh, si nunca hubiera dejado traslucir
que estaba trabajando en una nueva y respetable novela! ¡Ah, por qué se me
ocurriría prometer algo que no logro entregar ni poner sobre la mesa! ¡Ojalá
nunca hubiera dado a entender que una novela tan bella como emocionante y
voluminosa estaba en marcha y probablemente aparecería muy pronto!
Así exclamé en voz alta, así me quejé, y
me sentí destruido.
Y conocí de cerca y plenamente la
miserable situación en que se encuentra un novelista que, de buena fe, promete
entregar su nueva, asombrosa y emocionante novela y, de hecho, no la entrega ni
pone sobre la mesa, que más que escribirla, deja entrever que lo está haciendo.
No pude dejarme ver más en sociedad ni
entre las estimables personas que tienen por costumbre interrogar a un novelista
sobre su nueva novela. No obstante, pronto puse un brusco fin a tan lamentable
y angustioso estado evaporándome un buen día, como quien dice, y partiendo muy lejos.
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