El privilegio al que hace referencia el título es el privilegio del que disfruta Steven Shorter, una prominente estrella del rock de los 60 en Gran Bretaña, capaz de movilizar a cientos de miles de fans. Es justamente esa capacidad de atraer a las masas lo que le interesa a los poderes fácticos británicos, que tratan de utilizar a Shorter para conseguir oscuros objetivos, y todo ello, como no podría ser de otra manera tratándose de Watkins, con la participación imprescindible y necesaria de los medios de comunicación de masas, auténtica correa de transmisión de la ideología del poder.
El gobierno se sirve del poder de convocatoria de Shorter —interpretado por Paul Jones, actor, cantante y harmonicista de la banda Manfred Mann, y presentador después durante décadas en la BBC— para canalizar en sus conciertos toda la rabia de la juventud, toda esa violencia en estado puro que albergan los jóvenes y que en un momento dado podría ser peligrosa para el gobierno del momento, una coalición entre conservadores y progresistas donde apenas hay diferencias entre unos y otros.
La industria de la música, otra industria más dentro de una economía capitalista que trata de maximizar a toda costa el beneficio y minimizar el coste, ha hecho de Shorter su particular gallina de los huevos de oro, así que trata de mimarlo y agasajarlo, poniendo a su disposición a representantes, estilistas, compositores de música, fotógrafos, asistentes... siempre prestos a satisfacer cualquier capricho del artista. Es tal el modo en que su discográfica explota al cantante que no duda en vender cabellos de la estrella como un objeto de consumo más.
La vida social del artista es intensa, asistiendo a fiestas, a presentaciones... siempre acompañado por las cámaras de los periodistas, a la vista de todos, sin posibilidad apenas de privacidad alguna; de hecho a menudo no sabemos si el punto de vista de la cámara es el del director o es el de una cámara de alguna cadena televisiva de las que aparecen en la película, jugando así con la mezcla de diferentes planos de realidad. A medida que Shorter va ascendiendo en su carrera hacia la fama, aupado por el poder, su vida se convierte en una caída, en un desmoronamiento hacia su particular infierno individual, sin momentos para la reflexión y sin posibilidad alguna de escapar, convertido en un engranaje más de la máquina.
Por su parte la iglesia cristiana utiliza a Shorter para intentar evitar esa hemorragia de fieles que han ido abandonando sus filas en los últimos años. Incluso llega a montar —en una de las secuencias más impactantes de la película— un espectáculo con tintes claramente nazis en que se mezcla pop y religión, con Shorter vestido de rojo y convertido en un nuevo mesías, donde uno de los dirigentes eclesiásticos suelta un discurso a modo de presentación de la estrella, un speech incendiario muy parecido, tanto en el contenido como en la forma, a los que pronunciaba un emocionado Adolf Hitler en Nuremberg, y donde incluso la propia banda de Shorter saluda brazo en alto mientras una audiencia adocenada y aquiesciente corea el eslogan "we will conform" (obedeceremos).
Todos a su alrededor se aprovechan de un modo un otro de Shorter. La única que parece ser honesta en sus intenciones es una fotógrafa, Vanessa (interpretada por Jean Shrimpton), que acompaña al artista y que está pintando un retrato de él, tratando de captar quién es realmente el verdadero Steven Shorter, más alla del personaje y de los focos.
A veces es una voz en off, en este caso la de Oliver Postgate, la que hace comentarios sobre lo que estamos viendo en pantalla, como si fuera un documental y esa voz en off añadiera el contexto necesario para la compresión de las imágenes, un recurso muy utilizado por Watkins en su filmografía.
El protagonista, cansado de ser una marioneta en manos del poder, decide enfrentarse a todos a sabiendas de que ese gesto, tan arriesgado como honesto, puede costarle su carrera musical, su privilegio. Es el individuo frente a la masa, un héroe raquítico luchando contra la pesada pero bien engrasada maquinaria del establishment.
Tal vez la sátira futurista que es Privilege, estrenada por primera vez el 28 de febrero de 1967, con esa mezcla de poder, pop, populismo barato y propaganda, aderezada con una interesante banda sonora (obra de George Bean & The Runner Beans y de The Mike Leander Orchestra), no es de las mejores películas de Watkins (peaje a pagar por haber rodado obras maestras), pero es una obra notable en la que muestra las constantes de su cine insobornable: mordaz crítica al poder, al Estado, a los media, a una policía violenta inmersa en acciones de represión (muy bien rodadas siempre por el equipo de Watkins)... y en esta ocasión además arremete contra el mundo de la música y el de la religión cristiana, y todo ello salpimentado con algunos detalles humorísticos que no suelen ser muy abundantes en sus otras películas.
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«PRIVILEGE» (1967) - PETER WATKINS
«ER IST WIEDER DA (LOOK WHO´S BACK)» (2015) - DAVID WNENDT
...
interesante esta comedia, Er ist wieder da (Look Who’s Back), en
español Ha vuelto, que cuenta el regreso de Adolf Hitler a la Alemania
de 2014. Aunque algunos lo toman por un payaso, este Hitler revivido se
aprovecha del poder de propaganda de Internet y la televisión para
colar su mensaje, sabedor, como él mismo reconoce en la película, de que
el fascismo no puede morir por la sencilla razón de que todos lo
llevamos dentro, y solo es cuestión de agitar un poco el avispero. Adaptación de la novela del mismo nombre de Timur Vermes...
«ANTIFA» - MARK BRAY (III)
«5. No hacen falta tantos fascistas para que haya fascismo
En 1919, los fasci de Mussolini no tenían más que 100 integrantes. Cuando le nombraron primer ministro, en 1922, solo un 7 % o un 8 % de la población de Italia se había unido a su partido, el PNF. De hecho, solo tenía 35 escaños, de los más de 500 que había en el Parlamento. Cuando Hitler fue a la primera reunión del Partido Obrero Alemán, este solo contaba con 54 miembros. Y en el momento en que le nombraron canciller, en 1933, solo el 1,3 % de la población alemana estaba afiliado al NSDAP. Por toda Europa, en el periodo de entreguerras, los partidos fascistas de masas surgieron a partir de lo que habían sido núcleos inicialmente muy pequeños. Más recientemente, antes de la crisis financiera de 2008 y de la llegada de los refugiados, muchos partidos fascistas o cercanos a esta ideología eran minúsculos. Sus posteriores éxitos electorales demuestran que la extrema derecha tiene el potencial de crecer muy rápidamente cuando las circunstancias le son favorables.
Es indudable que estas organizaciones crecieron y sus regímenes se consolidaron en el poder cuando obtuvieron el apoyo de las élites conservadoras. Y de empresarios asustados, de dueños de pequeños negocios preocupados, de nacionalistas en paro y otros. Después de la guerra se popularizaron unas narrativas triunfales de la resistencia. Vienen a decir que nadie, aparte de los ideólogos fascistas más comprometidos, apoyaba a Mussolini o a Hitler. Pero lo cierto es que los regímenes de ambos consiguieron un amplio apoyo popular. Ese discurso nubla nuestra comprensión de lo que significaba ser un fascista o un nazi en la década de 1930. En ese sentido, hicieron falta muchos fascistas para que hubiese fascismo. Lo que quiero decir aquí es que, antes de lograr ese apoyo popular, no eran más que pequeños grupos de fanáticos.
Es importante señalar que, mientras Mussolini reunía a su variopinto grupo de unos cientos de excombatientes amargados y escasos socialistas nacionalistas, o Hitler intentaba hacerse con el liderazgo del minúsculo Partido Obrero Alemán, Italia y Alemania parecían estar al borde de la revolución social. No había motivo alguno por el que la izquierda tuviese siquiera que pestañear ante ambos acontecimientos. Esos grupos minúsculos no podían parecer más irrelevantes.
Teniendo en cuenta lo que sabían en ese momento anarquistas, comunistas y socialistas, ninguno tenía motivos para dedicar tiempo o atención al fascismo en sus inicios. Sin embargo, es imposible dejar de preguntarse lo que podría haber ocurrido si lo hubiesen hecho. No podemos saberlo, desde luego. Gastar demasiado tiempo en ello pasa por alto otros factores sociales más amplios que abonaron el terreno para la irrupción del fascismo. En todo caso, el futuro no está escrito. A menudo el fascismo ha surgido a partir de grupos pequeños y marginales. Por eso los antifascistas llegan a la conclusión de que toda presencia fascista o supremacista blanca debe tratarse como si fuesen los 100 fasci de Mussolini o los 54 miembros iniciales del Partido Obrero Alemán de los Trabajadores, el primer peldaño de Hitler en su ascenso al poder.
La trágica ironía del antifascismo moderno es que, cuanto más éxito tiene, más se pone en duda su necesidad. Sus mayores triunfos quedan siempre en un limbo hipotético: ¿cuántos movimientos genocidas han cortado de raíz los antifascistas a lo largo de los últimos 70 años de lucha, antes de que su violencia pudiese hacer metástasis en el resto de la sociedad? Nunca lo sabremos. Y eso es algo verdaderamente bueno».
En 1919, los fasci de Mussolini no tenían más que 100 integrantes. Cuando le nombraron primer ministro, en 1922, solo un 7 % o un 8 % de la población de Italia se había unido a su partido, el PNF. De hecho, solo tenía 35 escaños, de los más de 500 que había en el Parlamento. Cuando Hitler fue a la primera reunión del Partido Obrero Alemán, este solo contaba con 54 miembros. Y en el momento en que le nombraron canciller, en 1933, solo el 1,3 % de la población alemana estaba afiliado al NSDAP. Por toda Europa, en el periodo de entreguerras, los partidos fascistas de masas surgieron a partir de lo que habían sido núcleos inicialmente muy pequeños. Más recientemente, antes de la crisis financiera de 2008 y de la llegada de los refugiados, muchos partidos fascistas o cercanos a esta ideología eran minúsculos. Sus posteriores éxitos electorales demuestran que la extrema derecha tiene el potencial de crecer muy rápidamente cuando las circunstancias le son favorables.
Es indudable que estas organizaciones crecieron y sus regímenes se consolidaron en el poder cuando obtuvieron el apoyo de las élites conservadoras. Y de empresarios asustados, de dueños de pequeños negocios preocupados, de nacionalistas en paro y otros. Después de la guerra se popularizaron unas narrativas triunfales de la resistencia. Vienen a decir que nadie, aparte de los ideólogos fascistas más comprometidos, apoyaba a Mussolini o a Hitler. Pero lo cierto es que los regímenes de ambos consiguieron un amplio apoyo popular. Ese discurso nubla nuestra comprensión de lo que significaba ser un fascista o un nazi en la década de 1930. En ese sentido, hicieron falta muchos fascistas para que hubiese fascismo. Lo que quiero decir aquí es que, antes de lograr ese apoyo popular, no eran más que pequeños grupos de fanáticos.
Es importante señalar que, mientras Mussolini reunía a su variopinto grupo de unos cientos de excombatientes amargados y escasos socialistas nacionalistas, o Hitler intentaba hacerse con el liderazgo del minúsculo Partido Obrero Alemán, Italia y Alemania parecían estar al borde de la revolución social. No había motivo alguno por el que la izquierda tuviese siquiera que pestañear ante ambos acontecimientos. Esos grupos minúsculos no podían parecer más irrelevantes.
Teniendo en cuenta lo que sabían en ese momento anarquistas, comunistas y socialistas, ninguno tenía motivos para dedicar tiempo o atención al fascismo en sus inicios. Sin embargo, es imposible dejar de preguntarse lo que podría haber ocurrido si lo hubiesen hecho. No podemos saberlo, desde luego. Gastar demasiado tiempo en ello pasa por alto otros factores sociales más amplios que abonaron el terreno para la irrupción del fascismo. En todo caso, el futuro no está escrito. A menudo el fascismo ha surgido a partir de grupos pequeños y marginales. Por eso los antifascistas llegan a la conclusión de que toda presencia fascista o supremacista blanca debe tratarse como si fuesen los 100 fasci de Mussolini o los 54 miembros iniciales del Partido Obrero Alemán de los Trabajadores, el primer peldaño de Hitler en su ascenso al poder.
La trágica ironía del antifascismo moderno es que, cuanto más éxito tiene, más se pone en duda su necesidad. Sus mayores triunfos quedan siempre en un limbo hipotético: ¿cuántos movimientos genocidas han cortado de raíz los antifascistas a lo largo de los últimos 70 años de lucha, antes de que su violencia pudiese hacer metástasis en el resto de la sociedad? Nunca lo sabremos. Y eso es algo verdaderamente bueno».
«THE CREMATOR (EL INCINERADOR DE CADÁVERES)» (1969) - JURAJ HERZ
Son también los tiempos en que el nazismo empieza a extender sus ideas y sus tentáculos por Alemania y por Europa, Praga incluida. Kopfrkingl tiene amigos abiertamente filonazis que le hablan de las bondades de ser nazi, incluso de buscar esa sangre alemana que hay en todo checo, salvo los judíos, claro, a los que conviene eliminar, por el bien del nuevo orden que se avecina y también para no hacerles sufrir demasiado. Poco a poco, Kopfrkingl se irá dando cuenta de la conveniencia de adaptarse a los nuevos tiempos. Solo hay un problema: su mujer es judía y sus hijos también. Finalmente, acaba entrando en el partido nazi checo, seducido por la posibilidad de probar las rubias prostitutas del casino reservadas a los miembros del partido, y también por la posibilidad de un ascenso en el crematorio donde trabaja. Eso sí, se le pide que antes dé nombres de judíos, que les espíe, que sonsaque información. Gracias a sus métodos, sus compañeros de trabajo irán desapareciendo y él será ascendido a nuevo director del crematorio. Se empieza a insinuar la posibilidad de acabar con los judíos de una manera práctica y a gran escala. Por ello, los nazis checos están especialmente interesados en la figura del incinerador Kopfrkingl y en su crematorio. «Todo está mecanizado, automatizado, como tu crematorio. Nadie debe sufrir», dice uno de los personajes, un entusiasta nazi, prefigurando todo el horror que vendrá con el holocausto y la segunda guerra mundial. Herz, el director de la película, sabe de lo que habla: siendo un niño, estuvo en el campo de concentración de Ravensbrück.
La
obsesión del protagonista con la cremación como vía rápida para una
reencarnación, le hace ver a un lama (él propio Kopfrkingl ataviado de
lama) que le comunica que el Dalai Lama ha fallecido y que Buda se ha
reencarnado en él, por lo que debe trasladarse a Lhasa. Pero antes de ir
al palacio del Potala, Kopfrkingl tiene una misión que cumplir: «Los
salvaré a todos. Al mundo entero».
Rodada en blanco y negro, «The cremator» es una auténtica joya, basada en la novela del mismo título de Ladislav Fuks,
una mezcla de horror, sátira social y humor negro, con una estética
expresionista que dota a menudo a lo real de una atmósfera onírica, de
pesadilla, con encuadres sorprendentes, picados excesivos, ópticas
deformantes (con un uso espectacular del gran angular)... La película
estuvo prohibida durante la ocupación soviética, hasta 1989.
Especialmente
interesante es el montaje, con un procedimiento original para enlazar
secuencias: un personaje, a menudo el omnipresente Kopfrkingl, inicia
una frase o un diálogo que se termina en un sitio y un tiempo distinto,
saltando con frecuencia de un lugar a su contrario, por ejemplo pasando
de un prostíbulo a un confortable hogar familiar. Otras veces,
Kopfrkingl mira a cámara, buscando nuestra participación,
interpelándonos o como si esperara nuestro beneplácito.
El
filme está repleto de detalles de humor negro, de referencias a la
muerte, como ese plano en que un Kopfrkingl de sospechoso parecido a Hitler está soltando un speech sobre las bondades de la cremación, delante de una copia de El jardín de las delicias, de El Bosco.
Hay también secuencias con cierto tono surrealista, como cuando el
protagonista lleva a su familia a la feria y visitan la Casa del Horror,
donde unos muy realistas muñecos de cera imitan asesinatos (en
realidad, se trata de personas que están ejecutando en vivo dichos
crímenes), o ese patético combate de boxeo donde los contendientes se
dan puñetazos de manera torpe, mientras los protagonistas hablan sobre
cómo el débil acaba sucumbiendo ante el fuerte (de hecho, uno de los
púgiles cae, probablemente a punto de morir).
Hay
constantes detalles en el filme que anticipan lo que va a ocurrir en la
película pero también en el momento histórico, como esa hermosa y
misteriosa dama de negro que se le aparece por todos lados al
incinerador, anticipando la muerte, como si de una danza macabra se
tratase.
La magnífica banda sonora es obra de Zdenek Liska, con evocaciones de mantras budistas, música de carrusel, canciones judías...
La magnífica banda sonora es obra de Zdenek Liska, con evocaciones de mantras budistas, música de carrusel, canciones judías...
«EL FASCISMO ORDINARIO» (OBYKNOVENNYY FASHIZM) (1965) - MIKHAIL ROMM

La película contiene imágenes curiosas, como esas que muestran la elaboración de una edición especial de Mein Kampf, la biblia del nazismo, con páginas de piel de ternero y cubiertas de acero, destinada a durar una eternidad, o esa otra secuencia donde un médico habla con una mujer que va a casarse en breve y el galeno le explica que las mujeres deben mostrarse sumisas, especialmente en el trato carnal con hombres de pura raza aria, no necesariamente sus maridos, para poder procrear niños puros, acordes al supremacismo ario.
Pero había también otra Alemania, nos cuenta Romm: la de la Revolución de Noviembre de 1918 y el asesinato de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo o la de aquellos que se negaron a apoyar el loco proyecto de Hitler.
La banalidad del mal, esa de la que hablaba Hannah Arendt, o la cotidianidad del fascismo se muestra evidente en esas fotos que, a modo de recuerdos o de trofeos, guardan los oficiales nazis y que muestran todas las atrocidades que son capaces de perpetrar: ejecuciones, el gueto de Varsovia (del que no quedaron ni las cenizas), campos de concentración, cámaras de gas...
En El fascismo ordinario, vemos cómo años después, Willy Brandt, el que fuera canciller de Alemania Occidental, invita a olvidar el nazismo, pues ya ha pasado mucho tiempo. Mikhail Romm nos advierte que aunque cambie la forma de las esvásticas, la esencia del fascismo no muta, y sigue ahí, acechante...
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