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«LA CAÍDA» (y II) - ALBERT CAMUS

Fragmentos extraídos de La caída, de Albert Camus, editado por Alianza Editorial y traducido por Manuel de Lope.

«Tiene que suceder algo, esa es la explicación de la mayor parte de los compromisos humanos. Tiene que suceder algo, incluso la servidumbre sin amor, incluso la guerra o la muerte. ¡Vivan pues los entierros!»

«Si se condenara en todas partes a los proxenetas y a los ladrones, la gente honrada, caballero, se creería todo el tiempo que es inocente. Y a mi juicio —ya estamos, ya estamos, ya llegamos al punto— es eso sobre todo lo que hay que evitar. De otro modo no habría de qué reírse».

«Lo esencial es ser inocente, que las virtudes, debidas al nacimiento, no puedan ser puestas en duda, y que sus faltas, producto de un infortunio pasajero, sean siempre provisionales. Ya se lo he dicho, se trata de atajar los juicios. Como resulta muy difícil atajarlos, y delicado hacer admirar y excusar la propia naturaleza, todo el mundo intenta ser rico. ¿Por qué? ¿No se lo ha preguntado? Por el poder, claro. Pero sobre todo porque la riqueza evita el juicio inmediato, aparta de la muchedumbre del metro para encerrarnos en una carrocería niquelada, aísla en amplios parques protegidos, en cochescama, en camarotes de lujo. La riqueza, querido amigo, no llega a ser una absolución, pero es un sobreseimiento, que tampoco está del todo mal...».

«De otro modo, aunque en toda una vida solamente hubiera una mentira oculta, la muerte la volvía definitiva. Nadie, jamás, conocería la verdad sobre ese punto, puesto que precisamente el único en saberlo se había muerto, se había dormido con su secreto».

«¿No es la mujer lo único que nos queda del paraíso terrenal?»

«Pero la verdad, mi querido amigo, es embrutecedora».

«Había que someterse y reconocer la propia culpabilidad. Había que vivir en el malconfort. Es verdad, usted no conoce esa mazmorra que en la Edad Media se llamaba el malconfort. En general se le dejaba a uno olvidado allí de por vida. Aquella celda se distinguía de las demás por sus ingeniosas dimensiones. No era lo suficientemente alta para permanecer de pie, pero tampoco lo suficientemente larga para permanecer acostado. Había que aceptar el estilo del tullido, vivir en diagonal; el sueño era una caída, la vigilia un acuclillamiento. Pesando mis palabras, querido amigo, le diré que había algo genial en aquel hallazgo tan sencillo. Mediante la inmutable condición que anquilosaba su cuerpo, el condenado aprendía todos los días que era culpable y que la inocencia consiste en estirarse alegremente. ¿Puede usted imaginar en una celda parecida a un hombre aficionado a las cumbres y a las cubiertas superiores? ¿Qué? ¿Se podía vivir en esas celdas y ser inocente? ¡Muy poco probable, muy poco probable! De otro modo mi razonamiento se rompería la crisma. Me niego a considerar un solo instante la hipótesis de que la inocencia pueda verse obligada a vivir como un jorobado. Además, nosotros no podemos afirmar la inocencia de nadie, y sin embargo podemos afirmar con certeza la culpabilidad de todos. Todo hombre es testigo del crimen de todos los demás, ésa es mi fe y mi esperanza».

«Siempre hay razones para asesinar a un hombre».

«¡Ah, querido amigo! ¿Sabe usted lo que es una criatura solitaria deambulando por una gran ciudad?».

«A veces se puede ver más claro en el que miente que en quien dice la verdad. La verdad, como la luz, ciega. La mentira, al contrario, es un bello crepúsculo que valoriza todos los objetos».

«LA CAÍDA» (I) - ALBERT CAMUS

Fragmentos extraídos de La caída, de Albert Camus, editado por Alianza Editorial y traducido por Manuel de Lope.

«Conocí a una persona de corazón puro que rechazaba la desconfianza. Era pacifista, libertario, amaba con un mismo amor a la humanidad entera y a los animales. Un alma escogida, sí, de eso estoy seguro. Pues bien, durante las últimas guerras de religión europeas se retiró al campo. Sobre el dintel de su puerta escribió: “De dondequiera que vengas, entra y sé bienvenido”. ¿Quién cree usted que respondió a esa hermosa invitación? Unos milicianos, que entraron como en su casa y le abrieron la barriga».

«Hasta mañana pues, caballero y querido compatriota. No, ahora podrá encontrar su camino; le dejo junto a ese puente. Por la noche nunca cruzo un puente. Es de resultas de un voto. Suponga en cualquier caso que alguien se tira al agua. Una de dos, o usted se va tras él para intentar pescarle, y en la estación fría se arriesga usted a lo peor, o bien abandona a su suerte, y las zambullidas reprimidas dejan a veces extrañas crispaciones. ¡Buenas noches! ¿Cómo? ¿Esas señoras detrás de los escaparates? El sueño, caballero, el sueño a precio módico, el viaje a las Indias. Esas damas se perfuman con especias. Usted entra, ellas corren las cortinas y la navegación comienza. Los dioses descienden sobre los cuerpos desnudos y las islas van a la deriva, enloquecidas, cubiertas de una desmelenada cabellera de palmeras al viento. Pruébelo».

«En otros tiempos conocí a un industrial que tenía una mujer perfecta, admirada de todos, y a la que sin embargo a menudo engañaba. Ese hombre rabiaba literalmente al sentirse culpable, al hallarse en la imposibilidad de recibir, o de otorgarse, un certificado de virtud. Cuantas más perfecciones mostraba su mujer más rabioso se ponía. Al final la culpa se le hizo insoportable. ¿Qué cree usted que pasó entonces? ¿Dejó de engañarla? No. La mató. Así fue como entré en relación con él».

«Así es el hombre, caballero, tiene dos rostros: no puede amar sin amarse. Observe a sus vecinos si por casualidad se produce una defunción en su inmueble. Dormitaba en su pequeña vida y de repente, el portero por ejemplo, se muere. Al momento se despiertan, se agitan, se informan, se compadecen. Un muerto en prensa y al fin comienza el espectáculo. Necesitan tragedia, qué quiere usted, ésa es su pequeña trascendencia, su estimulante. Además ¿cree que le hablo del portero por casualidad? Yo tenía uno, realmente desgraciado, un auténtico malvado, un monstruo de insignificancia y de rencor que hubiera desanimado a un franciscano. Ni siquiera le hablaba, pero su propia existencia comprometía mi satisfacción habitual. Murió y fui a su entierro. ¿Me explicará usted por qué?
Además, los dos días que precedieron a la ceremonia fueron de lo más interesante. La mujer del portero estaba enferma, acostada en su única habitación, y a su lado habían puesto la caja sobre unos caballetes. Teníamos que recoger el correo nosotros mismos. Abríamos y decíamos: «Buenos días, señora». Escuchábamos el elogio del desaparecido que la portera señalaba con el dedo y nos llevábamos el correo. Poco alegre todo ello ¿no le parece? Sin embargo toda la casa desfiló por la portería, que apestaba fenol. Los inquilinos no enviaban a sus criados, no, venían en persona para aprovechar la ocasión. Y también venían los criados, pero a escondidas. El día del entierro la caja era demasiado grande para la puerta de la portería. «Ay, mi querido -decía la portera desde su cama, con una sorpresa compungida y encantada a la vez-, qué grande eras.» «No se preocupe, señora -decía el maestro de ceremonias-, le pasaremos de lado y de pie.» Y le pasaron de pie, y después le tumbaron, y fui el único que le acompañó hasta el cementerio (junto con un antiguo portero de cabaret que, según pude entender, bebía un Pernod todas las tardes con el difunto) y el único que arrojó flores sobre un féretro cuyo lujo me asombró. Después volví a visitar a la portera para recibir su agradecimiento de trágica comedianta. ¿Qué razones hay detrás de todo eso, dígame? Ninguna, salvo el estimulante».