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"MISERERE" - JAVIER SERRANO


Cuento publicado por Javier Serrano en www.babab.com:
http://www.babab.com/?p=2058

La anciana de las dos bolsas buscaba un taxi en la parada. Lo hacía de un modo torpe, como si no pensara en lo que estaba haciendo. Habló con varios taxistas que le indicaron que debía coger el primero de la fila. Entró con cierta dificultad en el coche. Saludó.
-Quiero ir a Arganda –dijo la anciana de las dos bolsas, con una voz apenas perceptible.
El taxista, un hombre que frisaba la cuarentena, se fijó en la mujer, a través del espejo. Su piel era apergaminada y muy pálida, su cuerpo extremadamente delgado y de aspecto quebradizo. Por lo demás, se trataba de una buena carrera, el único inconveniente era que no conocía bien Arganda.
-¿A qué calle va? –preguntó, dispuesto a buscar en su libro-guía.
-No se preocupe, ya le indicaré yo –aseguró la mujer, con un hilo de voz.
El del taxi giró la llave de contacto, arrancó el vehículo y emprendió el itinerario trazado en su mente. En Radio Clásica estaban programando un especial de Gregorio Allegri y en aquel preciso instante sonaba su enigmático Miserere, en una versión a nueve voces y con ornamentaciones barrocas. Aquella música -poco habitual en los taxis de la ciudad-, la luz del sol que entraba por el lado izquierdo del coche y una ligera y repentina brisa que se colaba por la ventanilla hacían menos ingrato el trabajo de aquel hombre. La anciana, sin soltar ninguna de sus dos bolsas, parecía haber enmudecido. El taxista la miraba de vez en cuando, a través de sus gafas de sol y del retrovisor. Le pareció una mujer cansada o, tal vez, una mujer que había sufrido mucho. Quizás ambas cosas. La presentadora de la radio informó, con una voz neutra despojada de todo sentimiento, que aquel Miserere había sido durante mucho tiempo propiedad, en exclusiva, del Papado. Mandaba la tradición que se escuchara una sola vez al año en el interior de una capilla en la que se iban apagando uno tras otro los cirios; mientras, el Papa y los cardenales se iban poniendo de rodillas.
El trayecto continuó por la M-30 y luego por la carretera de Valencia, en medio de una polifonía de voces en latín que parecía hacer levitar al taxi y a sus ocupantes. Veintidós kilómetros y un cambio de tarifa después, el taxista vio el primer indicativo de Arganda: “Salida 22. Arganda del Rey. Polígonos Industriales”.
-¿Por esta salida? –preguntó.
La anciana de las dos bolsas salió de su letargo. Durante unos instantes, dudó.
-No lo sé –contestó con voz lejana.
En ese momento, el taxista, que llevaba más de una década conduciendo, comprendió que tenía un problema con la mujer. A falta de más tiempo para decidir optó por tomar esa salida 22. Tras varias curvas, fueron a desembocar en una recta, con vías de servicio, que atravesaba una zona de polígonos industriales.
-¿Le suena algo de esto? –volvió a preguntar el taxista, esta vez ligeramente nervioso.
-No, por aquí no es.
-¿Por dónde es entonces?
-Otras veces he venido en el autobús y vine muy bien.
“Pues coño, haber tomado el autobús”, pensó el hombre, cuya intuición de taxista le decía que no cobraría jamás aquella carrera.
-¿A qué calle vamos, exactamente?
-Vamos a un cementerio. Ya he venido otras veces. En autobús.
-Ya. Pero -el taxista estaba visiblemente enojado ahora-, ¿sabe en qué calle está?
La anciana, aferrada a sus dos bolsas, negó con la cabeza y luego bajó su mirada. Hubo un momento de silencio durante el cual los ojos del hombre se dirigieron, alternativamente, de la carretera a la mujer. Se fijó de nuevo en ella, en su aspecto desarrapado, en su rostro otoñal. Ahora le parecía, si cabe, más vulnerable. Se compadeció.
-En ese caso, continuo de frente.
-Es un cementerio de animales –añadió la anciana de las dos bolsas.
Aquella información nueva era un punto de inflexión en el problema. Un cementerio de animales es una referencia precisa.
-Oiga, perdone –preguntó el conductor en cuanto tuvo oportunidad de cruzarse con un peatón-, ¿un cementerio de animales?
El peatón resultó ser extranjero y no conocer muy bien la localidad, situación ésta que se repetiría con otros peatones. Algunos incluso confundían la derecha con la izquierda.
-Vengo a enterrar a mi gato –continuó la anciana.
Al escuchar esto, el taxista sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal, y su imaginación se disparó. Imaginó un gato de color impreciso, escuálido, casi tanto como la mujer, la mandíbula entreabierta mostrando un poco los dientes, la mirada fatalmente perdida y el cuerpo entero salpicado de bichos que pululaban nerviosos. La escena tenía lugar dentro de una de las dos bolsas que portaba la anciana. El taxista no pudo disimular una mueca de asco que se dibujó en su boca.
-¿Le suena esta calle? –volvió a preguntar.
-No, por aquí no es. Las otras veces he venido en autobús. Menuda vuelta que está dando usted –respondió la anciana, amarrada a sus dos bolsas y al razonamiento del autobús.
La ira volvió a instalarse en el rostro del taxista y ya ni siquiera Allegri conseguía apaciguarlo. Volvió a preguntar y alguien, tras meditar durante unos segundos en los que no paró de rascarse la cabeza, le informó que debía atravesar toda Arganda.
-Vengo a enterrar a mi gato –decía la mujer de las bolsas, hablando para sí misma-. Toda la vida juntos y ahora…
Su discurso, repetitivo e inconexo, se difuminaba para luego reaparecer.
-… el cementerio se llama El Último Parque –añadió.
El Último Parque. Un nombre muy evocador, pensó el del taxi mientras bajaba el volumen de la radio por si decía algo más. Tampoco podía fiarse demasiado, tal vez sólo fuera un nombre inventado por ella.
-Perdone, ¿El Último Parque? –preguntó a varias personas más, pero nadie conocía aquel lugar-. ¿Un cementerio de animales?
Atravesaron Arganda entera. Entre tanto, las misas, los motetes, las Lamentaciones… se seguían sucediendo en la emisora. Hubo hasta un Himno de Vísperas, aunque el hombre lo que escuchó, sin prestar demasiada atención, fue algo relativo a vísceras. Su cabeza se disparó de nuevo. Sopranos, contraltos, tenores, barítonos… cantando alrededor del cuerpo ya descompuesto del gato.

Por fin, arribaron a un pinar. Una mujer que corría les indicó que continuaran hacia adelante, por la pista forestal, después a la izquierda y el segundo camino a la derecha.
-Por aquí no es –replicó, obstinada, la de las dos bolsas.
Y de repente allí estaba. La mujer que corría no se había equivocado. “El Último Parque”, rezaba un cartel situado a la entrada de aquel recinto casi mítico ya. La puerta de hierro estaba cerrada.
-Qué raro… –apuntó la anciana- El hombre me dijo que lo encontraría abierto.
El taxista tocó el claxon. Un hombre vestido con un mono apareció y abrió la puerta.
-¿Qué hago? ¿Le pago ya o me espera? –preguntó la anciana.
El taxista dudó.
-Yo no tardo nada -interrumpió el empleado del cementerio, un hombre afable-. Diez minutos.
Poco había de perder ya, debió de pensar el conductor, pues optó por esperarla, preguntándose si, en el peor de los casos, sería la Guardia Civil la autoridad competente a la que dirigirse. La mujer salió del coche con ambas bolsas, ante la mirada atenta del taxista. Una de ellas parecía más pesada y tenía varias puntadas de hilo en la parte superior. ¡Cómo si el pobre animal fuese a escapar! Anciana y empleado desaparecieron en el interior del camposanto. Entre tanto, mientras el taxímetro continuaba con su avance inexorable, el conductor se dejó llevar por la curiosidad y entró también en el recinto. Un paseo no le iría mal para reactivar la circulación de la sangre.
El cementerio estaba situado en lo alto de una pequeña loma y los pinos ocupaban el lugar de los cipreses. Eran pinos altos que tamizaban la luz solar y que se erguían entre lápidas que parecían alfombras blancas. En el punto más elevado, una estatua de Francisco de Asís convocaba con su gesto a todas las criaturas. Tras ella había una especie de pequeño puente japonés, cruzando lo que en otro tiempo debía de haber sido un riachuelo. Por todas partes aparecían tumbas pequeñas, sin alinear, con fotos de perros, sobre todo; como la de aquel héroe, Gar-Goris, el pastor alemán encaramado en lo más alto de un panteón y que había defendido a su dueño en un atraco para morir después por las heridas recibidas. Tampoco faltaban sepulcros donde yacían gatos, tortugas, conejos… Junto a las fotos desgastadas podían leerse inscripciones que pretendían ser poéticas: “Amanda, la más dulce y ladrona” o aquella otra referida a una iguana, “Para Vecky, que siempre supo escuchar”. En otros casos, las frases cariñosas de algunas sepulturas contradecían el estado lamentable en que se hallaban, como aquella con la estatua en alabastro de un mono al que habían partido un brazo. “Jerónimo. Que creyó ser un niño”. No había un epitafio más original en todo el cementerio, tampoco una tumba más desprovista de flores.
El olor a pino, la indiferencia de la piedra, el silencio sepulcral… hacían que el recinto irradiara tranquilidad, provocando que el taxista se relajara por primera vez en toda la mañana. Vio a la anciana a lo lejos, más allá de la zona de columbarios, junto al enterrador, y tuvo la certeza de que no era el primer gato que traía. Continuó su paseo y descubrió que las flores le producían tristeza. No acertaba a comprender que el afecto pudiera ir destinado a un animal en lugar de a una persona. A su juicio, quienes visitaban el camposanto debían de ser como aquella pobre mujer a la que no le quedaba mucho; seres solitarios, de vidas vacías, que contemplaban con melancolía cómo un sepulturero afable hacía un hueco entre la tierra.
Cuando el empleado hubo terminado su trabajo, dejó sola a la anciana, por si quería rezar alguna oración o decir un último adiós. Se acercó hasta el taxista.
-¿Tiene usted animales? –preguntó, con la pala todavía caliente sobre su hombro.
-No, que luego se mueren y da pena.
-¿Y familia? –volvió a preguntar el enterrador, ávido sin duda de conversación, ofreciendo un pitillo.
-Tampoco. Pero, bueno… siempre hay tiempo –respondió el taxista, rechazando con su cabeza la invitación a fumar.
Continuaron hablando y luego el empleado le explicó cómo regresar hacia Madrid. También le dio un folleto. “Sus mascotas son parte de su familia. Su vida no tiene precio, su descanso muy poco”. El tríptico contenía información práctica sobre el “El Último Parque”. Había varios tipos de fosas: tierra, obra y preferente, e incluso se podía hacer una reserva de fosa “para cuando llegue el momento”. Se ofrecían también servicios de recogida para incineración colectiva de animales de compañía.
La anciana regresó, esta vez con una única bolsa. Parecía aliviada cuando entró en el coche. Se despidieron del empleado y, segundos después, el vehículo ya avanzaba por el sendero que había indicado el hombre. Al cabo de un rato, “El Último Parque” no era más que un diminuto punto blanco entre un pinar. Después, cuando entraron en Arganda, sólo un recuerdo.
-Creo que me voy a quedar por aquí –dijo la anciana de la bolsa-. Voy a hacer una visita a unos conocidos y luego cogeré el autobús. ¿Cuánto es?
-Cincuenta y cuatro con treinta –respondió el taxista, parando con su dedo el taxímetro. Al ver que la mujer tenía dinero, esbozó una sonrisa.
La anciana abandonó el coche y su silueta frágil desapareció entre las calles. El taxista subió el volumen de la radio y bajó los cristales de las ventanillas traseras. Sonaba ahora una nueva versión del Miserere de Allegri, esta vez sin ornamentación. Arganda quedó atrás. La luz del sol se colaba por el lado derecho. Cuando la pieza estuvo concluida, la presentadora de voz neutra informó que había sido Mozart quien, tras escuchar el Miserere y gracias a su memoria prodigiosa, había conseguido transcribir la partitura sobre un papel. El secreto, tan celosamente guardado durante más de un siglo, había quedado hecho trizas. Mozart tenía tan sólo catorce años.

"Miserere" resultó ganador del XIV Premio de Narración Breve “Julio Cortázar” (2008), de Murcia.