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«SUNA NO ONNA (LA MUJER DE LA ARENA)» (1964) - HIROSHI TESHIGAHARA

... el entomólogo Niki Junpei (Eiji Okada) acude a una zona remota de Japón, repleta de dunas, con la intención de capturar y estudiar los insectos que la habitan. Al perder el autobús de regreso, unos habitantes del cercano pueblo le invitan a pasar la noche allí, en una de las casas, una que pertenece a una mujer (Kyōko Kishida) que vive sola, ubicada en una suerte de hoyo al que solo se puede acceder por una escala. Al día siguiente la escala ha desaparecido y el hombre está confinado en una casa ruinosa, conviviendo con una extraña obsesionada con retirar la arena que el viento deposita cada día en el lugar.
Niki Junpei comprende la situación, ha caído en una trampa no muy diferente a las que él mismo tiende, solo que ahora el observador de insectos se ha convertido en un insecto más, observado por los habitantes del pueblo. Confía en que sus allegados en la ciudad, sus conocidos, la gente de su entorno de trabajo... le echen en falta e inicien su búsqueda. Mientras tanto los días van pasando de manera inexorable, como en un reloj de arena.
Película de casi dos horas y media de duración, de ritmo pausado y rodada en blanco y negro. Buena parte de la cinta es bastante teatral, con solo dos personajes en escena, encerrados en una casa que por momentos parece una jaula, obligados a vivir juntos pero con intenciones diametralmente opuestas: ella hace tiempo que aceptó su destino, su reclusión, y él trata de escapar a ese fatum.
Suna no onna puede ser poética, especialmente cuando la cámara refleja el avance suave pero imparable de la arena, una nada compuesta de millones de partículas diminutas que amenaza con enterrarlo todo, pero al mismo tiempo es claustrofóbica, nadie puede escapar de este hoyo (como tampoco se puede eludir el destino), y opresiva, con el asedio constante de la naturaleza, en forma de arena que avanza suave o formando tormentas, y la vigilancia de los poco amistosos habitantes del pueblo.
La película tiene un tono existencial, muy evidente en el personaje de la mujer, condenada a retirar la arena, como un Sísifo, que amenaza con anegar su hogar, y ello a cambio de alimento y agua. ¿Retira la arena para vivir o vive para retirar la arena?, le pregunta el entomólogo. El hecho es que hace tiempo que renunció a salir de allí y con ello renunció también a la vida. Este hoyo es su hogar e incluso los cuerpos de su marido y de su hija yacen sepultados bajo la arena que acabó con ellos. Lo único que echa de menos es una radio que le permita conocer cómo es la vida en Tokyo. No ve con malos ojos la presencia del entomólogo: gracias a su ayuda podrá retirar más arena, y por tanto habrá más agua y provisiones, y además su compañía le hace más llevadero el encierro, permitiéndole experimentar sensaciones que creía olvidadas y que la conectan de nuevo con la vida. Trabajar, comer, copular, dormir. Tal vez la vida se reduce solo a eso, así que si uno termina aceptándolo, puede no ser tan malo.
En cuanto al entomólogo Niki Junpei todo indica que hace tiempo que rehusó vivir en sociedad. Prefiere la soledad, observar insectos y clasificarlos. Al igual que pasa con la mujer, ignoramos el porqué de su encierro kafkiano.
La convivencia de esta pareja accidental pasa por momentos de ternura, violencia, pasión... Hay un erotismo soterrado y refinado que recorre toda la película, espléndidamente reflejado en los masajes y baños casi rituales que los protagonistas practican sobre unos cuerpos sudorosos e impregnados de arena.
El guión de la película es de Kōbō Abe, una adaptación de su novela del mismo nombre.