Extracto de
la obra Tiempos líquidos, de Zygmunt Bauman, editada por Tusquets y
traducida por Carmen Corral. Se enfrentan aquí los conceptos de «premodernidad» y «modernidad» gracias a una atinada metáfora sobre guardabosques, jardineros y cazadores, y su diferente actitud hacia el mundo
que los rodea.
«Podemos decir
que la postura premoderna hacia el mundo era semejante a la de un guardabosque,
mientras que la metáfora más adecuada para expresar la concepción y la práctica
del mundo moderno es aquella del jardinero.
La tarea
principal de un guardabosque es proteger el territorio a su cargo de cualquier
interferencia humana, defender y preservar, por así decirlo, su «equilibrio
natural», encarnación de la infinita sabiduría de Dios o de la Naturaleza. El
guardabosque tiene que descubrir con presteza, e inutilizar, las trampas que hayan
colocado los cazadores furtivos y evitar el acceso a los cazadores extraños, no
autorizados, para no poner en peligro la perpetuación del «equilibrio natural».
Los servicios del guardabosque se basan en la creencia de que las cosas están
mejor cuando no se tocan; en la época premoderna se concebía el mundo como una
cadena divina del ser, una cadena en la que cada criatura tenía su lugar
adecuado y su función, incluso si las capacidades mentales humanas eran demasiado
limitadas para abarcar la sabiduría, la armonía y el orden del designio divino.
El jardinero
no piensa así: da por sentado que no habría orden en el mundo (o al menos en
aquella pequeña parte del mundo a su cargo) si no fuese por sus cuidados y
esfuerzos continuados. El jardinero sabe qué tipos de plantas crecerán y cuáles
no en la parcela que cuida. Primero elabora en su cabeza la disposición más
adecuada y luego procede a convertir en realidad esta imagen sobre la tierra.
Impone al terreno su proyecto preconcebido, estimulando el crecimiento de las
plantas adecuadas (en la mayoría de los casos, plantas que él mismo ha sembrado
o cultivado) y arrancando y destruyendo el resto, ahora rebautizadas como «malas
hierbas», cuya presencia no se ha pedido ni se desea; no se desea porque
no se ha pedido, no cuadra con la armonía general del designio.
Los más
entusiastas y expertos (uno está tentado a decir: profesionales) creadores de
utopías son los jardineros. Es algo que está en la idea misma que los
jardineros tienen de la armonía ideal y que desde el comienzo llevan trazada en
sus mapas mentales, que «los jardines siempre están a nuestro alcance», un
prototipo del modo en que la humanidad, parafraseando el postulado de Oscar
Wilde, tiende a arribar en el país llamado «utopía».
Si uno escucha
hoy en día expresiones como «la muerte de la utopía», «el fin de la utopía» o
bien «el desvanecimiento de la imaginación utópica», salpicadas en los debates
contemporáneos con la suficiente densidad como para enraizar en el sentido
común y, por tanto, ser consideradas evidentes, es porque la actitud del
jardinero ahora está cediendo el paso a la del cazador.
A diferencia
de los dos tipos que prevalecían antes de que éste empezara a ejercer, al
cazador le da igual el «equilibrio de las cosas», ya sea éste «natural»,
premeditado o artificial. Lo único que interesa a los cazadores es «cobrarse»
una nueva pieza que llene su morral. La mayoría de ellos, seguro, no considera
que la disponibilidad de nuevas presas corriendo por el bosque -tras sus
cacerías, o mejor a pesar de ellas- sea algo de su incumbencia. Si los bosques
quedan vacíos por culpa de una partida de caza particularmente provechosa, los
cazadores se trasladarán a otra espesura aún sin explotar, que todavía albergue
futuros trofeos de caza. Tal vez especulen que quizás en algún momento, en un
futuro distante y sin definir, el planeta puede quedarse sin nuevos bosques que
explotar, pero en tal caso no lo verán como un motivo de preocupación
inmediata, y desde luego jamás como algo de lo que ellos tuvieran que
preocuparse. Algo así no pondrá en peligro los resultados inmediatos de la
partida de caza en que se ven inmersos ahora, ni los de la siguiente, y de esta
manera, dado que no hay nada que ahora me obligue, sólo uno entre muchos
cazadores, o uno de nosotros, o una asociación cinegética entre muchas, se
preocupará acaso por las posibles consecuencias, aunque no por ello vaya a hacer
nada por remediarlo.
Hoy en día
todos somos cazadores, o se nos dice que lo somos, y se nos incita a que
actuemos como los cazadores, bajo amenaza de quedar excluidos de la cacería, si
es que no (¡Dios nos libre!) de vernos relegados al rango de animal. Y lo más
seguro es que cada vez que miremos a nuestro alrededor veamos a otros cazadores
solitarios como nosotros, o a cazadores que se agrupan del modo en que los
cazadores suelen hacerlo. Y deberíamos esforzamos mucho para lograr avistar a
un jardinero que se halle divisando algún tipo de armonía preestablecida más
allá de la valla de su jardín privado, y que luego salga a crearla (los
científicos sociales discuten acerca de la relativa carencia de jardineros y la
creciente profusión de cazadores bajo el término acuñado de «individualización»).
Con seguridad no encontraremos gran número de guardabosques, ni siquiera
cazadores que compartan los principios de los guardabosques, y ésta es la razón
primordial por la que la gente con «conciencia ecológica» se alarma y procura
alertamos por todos los medios (esa lenta aunque reiterada extinción de la
filosofía del guardabosque, sumada a la carencia de su variante jardinera es lo
que los políticos ensalzan sirviéndose del término «liberalización»)»