
La película contiene imágenes curiosas, como esas que muestran la elaboración de una edición especial de Mein Kampf, la biblia del nazismo, con páginas de piel de ternero y cubiertas de acero, destinada a durar una eternidad, o esa otra secuencia donde un médico habla con una mujer que va a casarse en breve y el galeno le explica que las mujeres deben mostrarse sumisas, especialmente en el trato carnal con hombres de pura raza aria, no necesariamente sus maridos, para poder procrear niños puros, acordes al supremacismo ario.
Pero había también otra Alemania, nos cuenta Romm: la de la Revolución de Noviembre de 1918 y el asesinato de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo o la de aquellos que se negaron a apoyar el loco proyecto de Hitler.
La banalidad del mal, esa de la que hablaba Hannah Arendt, o la cotidianidad del fascismo se muestra evidente en esas fotos que, a modo de recuerdos o de trofeos, guardan los oficiales nazis y que muestran todas las atrocidades que son capaces de perpetrar: ejecuciones, el gueto de Varsovia (del que no quedaron ni las cenizas), campos de concentración, cámaras de gas...
En El fascismo ordinario, vemos cómo años después, Willy Brandt, el que fuera canciller de Alemania Occidental, invita a olvidar el nazismo, pues ya ha pasado mucho tiempo. Mikhail Romm nos advierte que aunque cambie la forma de las esvásticas, la esencia del fascismo no muta, y sigue ahí, acechante...