—Admitiré, desde luego, que no se
trata de un plagio —dijo ferozmente Cárter Esplan—; será el destino, el
demonio, pero ¿es menos irritante por eso? ¡No, no!
Y se pasó la mano por el cabello
hasta erizarlo. Lo agitaba una febril excitación; una mancha roja ardía en cada
una de sus mejillas; se mordía el labio tembloroso.
—¡Maldito Burford, sus padres y
sus ascendientes! Las herramientas, para quien sabe manejarlas —añadió después de
una pausa durante la cual su amigo Vincent lo estudió con curiosidad.
—La culpa es tuya, mi querido
salvaje —dijo Vincent—. Eres demasiado indolente. Recuerda, además, que esas
cosas —esas ideas, esos motivos— están en el aire. La originalidad no es más
que el arte de atrapar tempranas larvas. ¿Por qué no escribes las cosas apenas las
inventas?
—Hablas como un burgués, como un
viajante de comercio —repuso Esplan, disgustado—. ¿Por qué un manzano no da
manzanas apenas fecundadas sus llores? ¿A qué esperar el estío y las influencias
del viento y el cielo? ¿Por qué no salen polluelos de huevos recién puestos? ¿Acaso
el parto sigue inmediatamente a la concepción? ¿Y no sufrió dolores la montaña
para dar a luz un ratón? ¿Y por ventura...
—... y por ventura, ¿no exigirán
tus obras de genio una parte de la eternidad a que están destinadas?
—¡Tontería! —gruñó Esplan—, pero
tú conoces mi método. Yo capto la sugerencia, el flotante vilano del pensamiento,
tal vez el título; y luego lo dejo, quizá sin tomar una nota; lo dejo al cerebro,
a la conciencia subliminar, al yo subconsciente. El cuento crece en la oscuridad
del alma interior, perpetua e insomne. Quizá lo rechace el tribunal artístico
que en ella tiene su sede; quizá lo relegue. Yo, el yo exterior, insignificante
envoltorio de tendencias hereditarias, nada sé de él, pero un día tomo la pluma
y mi mano lo escribe. Éste es el automatismo del arte, y yo... yo no soy nada,
soy apenas la última de las individualidades ocultas en mí. ¡Quizá un tácito
antecesor llega por mí a la palabra, y sin embargo el Complejo Yo Esplan tiene
que ser anticipado en esa forma!
Se incorporó y midió con pasos irregulares
el largo salón de fumar del club. Era evidente que sus nervios estaban tensos y
el desorden imperaba en su espíritu. Pero Vincent, que era médico, veía más
hondo. Bplan, en efecto, hablaba espasmódicamente y a veces no acertaba con la
palabra justa, lo que revelaba una perturbación de los centros del habla.
«¿Será la morfina? —pensó—. ¿La
estará tomando nuevamente, y hoy le ha faltado su dosis?». Pero Esplan estalló
una vez más.
—No me importaría tanto si
Burford escribiera bien, pero no sabe escribir un cuento. Mira esa última historia
mía... es decir, suya. Yo la veía como una criatura impetuosa y palpitante, que
vibraba y cantaba, una verdadera Ménade, llena de sangre roja. En sus manos, ni
siquiera nació muerta; está diciendo a gritos que es un muñeco, pierde el serrín,
se mueve como un maniquí, huele de lejos a cosa fabricada. Mas ahora ya no
puedo escribir ese cuento. Lo ha arruinado para siempre. Es la tercera vez.
¡Maldito sea, y maldita mi suerte! Yo trabajo cuando siento la necesidad de
crear.
—Tomas muy en serio tu vocación
—dijo Vincent perezosamente—. Al fin y al cabo, ¿qué importa? ¿Qué son los cuentos?
¿No son un opio para la vida de los cobardes? Preferiría inventar algún pequeño
instrumento, o construir un puente de tablas sobre un arroyo fangoso, antes que
escribir el mejor cuento del mundo.
Esplan se encaró con él.
—Bueno, bueno —dijo casi a
gritos—, el hombre que inventó el cloroformo fue grande, y quienes lo fabrican
son útiles. Lo que hacemos nosotros llámalo doral, morfina, bromuro; lo que
quieras, pero damos alivio.
—Cuando sería mejor usar
vejigatorios... ¡Qué estupidez! —contestó Esplan con dureza—. En todo caso, tu
charla es ociosa. Yo soy yo, los escritores son escritores... pequeños, si
quieres, pero un resultado y una fuerza. Déjame descansar. No hables de
tonterías ideales.
Pidió brandy. Después de beberlo,
su aspecto cambió un poco. Sonrió.
—Acaso no vuelva a suceder. Si
sucede, creeré que Burford se obstina en cruzarse en mi camino. Tendré que...
—¿Eliminarlo? —preguntó Vincent.
—No. Trabajar más rápido. Pronto
escribiré algo.
Algo que indudablemente le
encantaría echar a perder.
La conversación cambió y poco
después los amigos se separaron. Esplan se dirigió a su departamento de Bloomsbury.
Durante algunos minutos caminó ociosamente por la sala, pero luego sintió en el
cerebro el impulso de escribir. Le escocían los dedos, un estado de ánimo semiautomático
se apoderaba de él. Se sentó y escribió, primero lentamente, después más
rápido, y por último con furia.
Eran las tres de la tarde cuando
empezó a trabajar. A las diez seguía sentado ante el escritorio, poblado por las
cenizas de innumerables pipas. A intervalos se alisaba con las manos húmedas
los cabellos erizados. Sus ojos cambiaban como ópalos: a veces centelleaban y
casi ardían, a veces se volvían opacos. Él mismo cambiaba con cada frase;
pronunciaba en alta voz lo que escribía; cada pensamiento se reflejaba en su
rostro pálido y móvil. Reía y gemía. En el punto culminante de su narración, le
corrieron lágrimas por la cara y borraron el ya indescifrable manuscrito. Pero
a las once se levantó, rígido y tambaleante. Con dificultad recogió del piso
las páginas sin numerar, y las ordenó. Después se desplomó en su asiento.
—¡Es bueno, es bueno! —decía,
sonriendo—. ¡Qué extraño demonio soy! Mis callados antecesores reviven
fantásticamente en mí. Es extraño, infernalmente extraño. El hombre no es más
que un micrófono, y loco por añadidura. ¿Cuánto tiempo estuve madurando esto que
acabo de escribir? El cuento es viejo y al mismo tiempo nuevo. Se lo mandaré a
Gibbon. A él le gustará. Pequeña bestia, pequeño horror, pequeño cerdo, con un divino
anillo de oro de inteligencia crítica en el sucio hocico.
Bebió medio vaso de whisky y se
echó en la cama. Su imaginación corría alocadamente.
—Mi ego está un poco fisurado
—dijo—. Debo cuidarme.
Y antes de dormirse pronunció
conscientes tonterías. Ideas incongruentes se eslabonaban en su cerebro; se burló
de la necedad de su imaginación, y sin embargo tenía miedo. Por fin tomó
morfina en una dosis tan grande, que le afectó el nervio óptico. Relámpagos
subjetivos brillaron en la oscuridad de su cuarto. Soñó con un Burford gigantesco
y brutal, que usaba un gran diamante en la pechera de la camisa.
—Comprado merced a la transmisión
de mis pensamientos —dijo. Pero al mirarse advirtió que él tenía una joya más
grande, y pronto su alma se disolvió en la contemplación de sus rayos, hasta
que su conciencia fue disipada por una divina absorción en el Nirvana de la
Luz.
Cuando despertó, al día
siguiente, era ya avanzada la tarde. Estaba destrozado por el trabajo de la
víspera, y aunque mucho menos irritable, caminaba con inseguridad. La molestia
de mandar su cuento a Gibbon le resultó casi insuperable; pero lo envió, y
después tomó un taxi que lo llevó a su club, donde permaneció varias horas,
casi en estado comatoso.
Dos días más tarde recibió una
nota del jefe de redacción. Le devolvía su cuento. Era bueno, pero...
«Hace varias semanas Burford me
envió otro con el mismo tema, y lo acepté».
Esplan golpeó contra la repisa de
la chimenea su mano delgada y blanca, haciéndola sangrar. Aquella noche se
embriagó con champaña. El espumoso vino pareció corroer, morder y retorcer
hasta el último nervio y la última célula de su cerebro. Su irritabilidad se
volvió tan extrema que se quedó al acecho de sutiles e imaginarias ofensas, y
meditó mórbidamente sobre el aspecto de inocentes desconocidos. Pagó al
camarero el doble de lo que había consumido, no porque lo mereciera
especialmente, sino porque comprendió que la menor señal de descontento por parte
de aquel hombre podría originar en él un estallido de irreprimible cólera.
Al día siguiente se encontró con
Burford en Piccadilly, y pasó junto a él sin saludarlo, con una amarga sonrisa.
—No me atrevo a dirigirle la
palabra —murmuró—. ¡No me atrevo...!
Y Burford, que no alcanzaba a
comprender, se sintió ultrajado. Él mismo odiaba a Esplan con el odio de un
rival que se siente desplazado y aventajado. Sabía que su trabajo carecía de la
diabólica precisión de Esplan... de la frase brillante, el toque justo de
color, el certero impulso que culmina en el final perfecto, la convicción
amarga y exacta, el conocimiento de los hombres que proviene de la herencia, la
exaltada experiencia que alega intuiciones recibidas. Era, bien lo sabía, un
exitoso fracaso, y su ambición superaba a la de Esplan. Trepador, voraz y
presumido, su vacuidad era notoria aun antes de que Esplan la pusiera de
relieve con la seguridad de su estilo.
—Él toma lo que yo hago y lo hace
mejor —repetíase Burford—. Tiene mala intención.
Y cuando Esplan publicó su último
cuento, y el mundo recordó (para olvidarla en seguida a la luz deslumbrante de
esas páginas magistrales) la fría pasta del bibelot de Burford, éste sintió que
el odio crecía en su interior. Pero se contuvo momentáneamente y siguió su camino
pequeño y laborioso.
El éxito del cuento y el amargo
eclipse de Burford ayudaron mucho a Esplan, quien tal vez se habría recobrado,
de no mediar otras influencias nocivas para su vida. Entre ellas la muerte de
cierta mujer, cuya amistad con él nadie conocía. Esplan se aferró a la morfina,
que, a medida que aumentaban las dosis, lo conduciría al desastre.
Y en efecto, el desastre se
produjo, por fin. Burford hizo publicar dos cuentos, muy superiores a lo que acostumbraba
escribir, en una revista que hasta ese momento había sido territorio exclusivo
de Esplan. Eran los mismos temas que Esplan acababa de imaginar y estaba a punto
de escribir. El escozor de este último golpe lo sacó de quicio: pensó en el
asesinato; lo planeó con brutalidad, después con sutileza, y llegó a sentirse
dominado por la idea, hasta que su vida se trocó en la flor de ese motivo insano.
El hecho de que un comentarista señalara la estrecha afinidad entre la obra de
los dos escritores y, exaltando el genio de Esplan, colocara al uno por encima de
toda crítica y al otro por debajo de todo elogio, no modificó en nada la
situación.
Pero la amarga exactitud de la
crítica enloqueció a Burford. Castañeteando los dientes, detestando su propio trabajo,
odió aun más al hombre que había pulverizado su presunción. Sentía deseos de
destruir. ¿Cómo hacerlo?
Esplan llevaba una vida subracional. Era un maniático
homicida, con una víctima preseñalada. Concebía y escribía planes. Sus cuentos
eran variaciones sobre el asesinato. Imaginaba medios de ejecutarlo, los
buscaba en otros libros. A veces corría el peligro de creer que ya había cometido
el crimen. En un momento de locura estuvo a punto de entregarse a la policía
por ese asesinato anticipado. Así ardía y se consumía su imaginación ante el
sendero que se había trazado.
—Lo haré, lo haré —murmuraba, y
en el club los hombres hablaban de él.
—Mañana —dijo, pero después lo
postergó. Debía planearlo con arte. Lo dejó para que germinase en su fértil
cerebro. Y por fin, cuando ya había empezado a escribirlo, la acción, iluminada
por extrañas circunstancias, fue creciendo ante él. Ese asesinato despertaría
un mundo de resplandores, inaugurando una época en la historia del crimen. Aun
cuando el rojo planeta se viera convulsionado por las guerras, aun entonces los
demás querrían oír esa historia increíble y verdadera, penetrar en ella, dilucidar
el método y el crecimiento de los medios y el motivo. Sonreía solo en la calle,
y reía con risa aguda en su cuarto de fugaces visiones. Por la noche transitaba
las solitarias callejuelas próximas, ponderando con ansia el borbollón de sus encontrados
pensamientos; y apoyado en las rejas de frondosos jardines, veía fantasmas en
las sombras de la luna y los invitaba a conversar. Se convirtió en un pájaro
nocturno. Era raro verlo.
—Mañana —dijo por último. Mañana
daría el primer paso. Se frotó las manos y soltó a reír, ya cerca de su casa,
en una plaza solitaria, al tramar los últimos detalles sutiles que su
imaginación multiplicaba.
—¡Está bien, basta, basta! —gritó
a su fantasía enloquecida, segregada de él—. Ya está hecho.
Y las sombras que lo rodeaban
eran muy oscuras. Se volvió en dirección a su casa.
Entonces le llegó la inmortalidad
con extraño aparato. Le pareció que su alma ardiente y oprimida estallaba en su
angosto cerebro chispeando maravillosamente. Hubo alrededor un diluvio de
luces, relámpagos en un cielo osado, un espantoso trueno. El firmamento se
abrió en un blanquísimo resplandor, vio cosas inimaginables. Giró sobre sí
mismo, se llevó la mano a la cabeza herida y cayó pesadamente en un charco de
su propia sangre.
Y el Anticipador, aterrorizado,
huyó por una callejuela.