Mostrando entradas con la etiqueta COURBET GUSTAVE. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta COURBET GUSTAVE. Mostrar todas las entradas

"EL ORIGEN DEL MUNDO" - Javier Serrano Sánchez


El cuadro de arriba es una obra de Courbet llamada El origen del mundo e inspiró un relato mío que ganó la 34ª Edición del Certamen Internacional de Narrativa, convocado por la Asociación Bilaketa bajo el nombre Premio Tomás Fermín de Arteta. Voilà el relato:


"EL ORIGEN DEL MUNDO"
por Javier Serrano

Originalidad es volver al origen (Antonio Gaudí) 

Desde que siendo apenas un crío contemplara arrobado la obra de Gustave Courbet, El origen del mundo, hasta su misteriosa desaparición el pintor Tancredo Escarpa había pasado por diversas etapas artísticas. Así, había sido expresionista y luego impresionista, surrealista un poco antes de ser hiperrealista, formalista y luego informalista, naif y futurista, incluso real visceralista... Su trayectoria había ido pegando continuos virajes en su búsqueda incesante de la originalidad. Lo único que subyacía en toda su carrera, vertebrándola, era la presencia constante del desnudo femenino, acaso una reminiscencia más de la mujer desnuda del cuadro de su infancia. En su persecución tenaz de la belleza ideal, su vida había terminado por convertirse en una sucesión de modelos y, con ello, en un cambio continuo de amantes. 
Cierto día se plantó. Se sentía exhausto y había llegado a la conclusión de que todo lo realizado, todo lo amado, había sido en balde. Dejó la pintura y las mujeres, y se recluyó en casa. Durante algún tiempo estuvo reflexionando en soledad. Una noche soñó que se introducía en la vagina courbetiana de su madre. Cuando despertó, tenía una erección y también una certeza: para ser realmente original tenía que volver al origen. Buscó y encontró una nueva modelo con un físico más acorde a sus nuevas pretensiones: Micaela, de pelo negro y formas rotundas, grandiosa como una diosa de la fertilidad. Fue así como retomó la pintura, y sus cuadros se poblaron de formas redondeadas y abstractas, de colores simples. 
Tal vez como una consecuencia de ello, al poco, Tancredo Escarpa ya tenía una nueva compañera sentimental: la propia Micaela. No había noche que no copularan de una manera desenfrenada, casi animal, como lo era su amor. Luego, cuando ella ya dormía, él se entretenía explorando su cuerpo grandioso, tratando cada noche de ir un poco más allá, buscando siempre trascender los límites. Primero era un dedo lo que hurgaba en su interior, después una mano, luego un brazo... 
Una noche de plenilunio en que ella dormía, el pintor, llevado por una mezcla de pasión y de curiosidad, se aventuró todavía más y acercó su cabeza hasta el triángulo de musgo oscuro. Quería conocer el interior de aquella vulva que tanto le fascinaba; lubricada y descomunal, parecía respirar como un animal vivo. Tanto se acercó Tancredo que cuando quiso darse cuenta su cabeza estaba dentro de ella. El lugar era oscuro pero le pareció acogedor, si bien algo húmedo. Fue entonces cuando se produjo un inesperado movimiento de aspiración, como si de un agujero negro o de un torbellino se tratase, que succionó por completo el cuerpo del pintor, engulléndolo. 
Por la mañana, Micaela despertó y no halló al artista a su lado. Escuchó una vocecilla procedente de su entrepierna: "Soy yo, Tancredo". Miró hacia allí mas no vio nada. Una voz que salía de su sexo le explicó lo ocurrido. Ella intentó ayudarle a salir, pero él le aseguró que estaba bien y que si no le importaba le gustaría permanecer allí durante algún tiempo, mientras su nuevo estilo pictórico se iba gestando. 
No le importó a Micaela y así fueron pasando los días. La modelo-amante siguió haciendo su vida normal. Nunca había sido madre y descubría ahora un instinto maternal que a veces incluso le llevaba a acariciarse la barriga. En otras ocasiones —el artista era tan liviano, tan discreto— llegaba a olvidarse de que lo tenía dentro.
En cuanto a él, a Tancredo, se sentía protegido entre el calor de aquellos 37 grados. Meciéndose en posición fetal seguía explorando, desarrollando —cual canguro en su marsupio— la relación de apego con su portadora. Poco a poco, se fue acostumbrando al murmullo de la sangre, al flujo de las arterias caudalosas, al diapasón de los latidos del corazón... La comida y la bebida llegaban a través de una sonda dispuesta por ella. Respirar tampoco era problema, la vagina de Micaela era como una ventana entreabierta por la que se colaba el aire. ¿Acaso puede haber mejor manera de conocer el alma de una mujer que estando dentro de ella? Sentirse estimulado, amado, habría de influir en el nuevo estilo. 
Tancredo no tardó en perder el sentido del tiempo. Cuando Micaela estaba tumbada, en horizontal, era para él la noche; el día, cuando ella estaba de pie. 
La nueva situación había de influir en su relación amorosa. Que él le fue fiel durante todo este tiempo, es obvio; en cuanto a ella, a Tancredo le pareció oír alguna vez voces lejanas de hombre en mitad de la noche, si bien nadie o nada accedió a su cubículo, salvo algún ocasional dedo. Estar sin Micaela (aunque dentro de ella) hacía que algunas de aquellas noches horizontales se le antojasen tan largas que a menudo se ponía a recordar. Su memoria regresaba entonces al cuadro que siempre había admirado, El origen del mundo. La obra representa parte del cuerpo de una mujer, donde el principal foco de atención lo constituye un impúdico pubis de pelaje frondoso coronando un par de piernas abiertas. La actitud de su desconocida poseedora es de abandono, como si durmiera o esperara. ¿Por qué le obsesionaba aquel cuadro? ¿Por su impudor casi hiriente? ¿Acaso porque de un modo inconsciente siempre había deseado vivir en el interior de aquel sexo, auténtico pasaje a la no dualidad? ¿Vivió también Courbet dentro del cuerpo de alguna mujer? ¿Tal vez, como dijo el propio Courbet emulando a Flaubert, "El coño soy yo"? ¿Sería así el nuevo estilo? Desde su concepción, El origen del mundo había estado camuflado de un modo u otro, como Tancredo ahora, visible sólo a unos pocos. Incluso en tiempos más modernos los museos se mostraron reticentes a exhibirlo, temerosos de la reacción del público. 
Tal vez fuera por la remembranza de aquella obra, lo cierto es que a Tancredo Escarpa le volvieron las ganas de pintar y así se lo comunicó a su musa portadora. Ella se alegró; tras nueve meses, aquello era lo más parecido a una vuelta a la normalidad. Siguiendo las instrucciones del pintor, Micaela se desnudó por completo para no manchar su ropa y facilitar así el trabajo del artista que llevaba dentro. Se situó de pie junto a un lienzo, sumergió un pincel en un bote de pintura roja y lo puso a la altura de su ingle. Como siguiendo un llamado, la mano de Tancredo emergió, nerviosa y genital, aferrando el pincel y comenzando a pintar. Así estuvo durante horas, con gesto enfebrecido y sin detenerse. Al final, ambos quedaron agotados. Micaela se tumbó y permaneció tendida, nocturna, con sus piernas abiertas de par en par y en dirección al lienzo para que él también pudiera admirarlo. Contemplaron así, juntos, la recién parida obra: una versión —digamos mejor un homenaje— a El origen del mundo, sólo que la protagonista era la propia Micaela, o más bien lo que el autor recordaba de ella. La visión de la obra, siempre inspiradora, le sugirió a Tancredo una nueva idea. El artista pidió a su modelo que colocara un espejo frente a ella y luego volviera a la misma postura en que se hallaban. Ella obedeció y se situó despatarrada frente al espejo. Con la ayuda de sus brazos, Tancredo se abrió paso entre la cortina de labios para poder mirar mejor. La visión lo dejó extasiado —también a ella— y lo hizo retrotraerse otra vez hasta su niñez: volvía a contemplar El origen del mundo, sólo que desde dentro del cuadro. Ahora era él, Tancredo Escarpa, pintor proteico, el origen del mundo. Así, sumergidos en aquel deliquio, permanecieron durante un largo rato. Cuando el artista hubo salido del trance, le comunicó a su portadora su penúltima ocurrencia: no regresaría jamás al mundo exterior, en adelante se quedaría a vivir allí para siempre. Micaela lloró, no se sabe si de alegría o de tristeza, acaso una mezcla de ambas. Las lágrimas fueron surcando sus carnes para luego perderse entre ellas. 
La vida continuó su curso y, pese a todo, la rutina regresó al hogar de la pareja. Tancredo pintaba a diario y Micaela, reflejada en el espejo, volvía a ser la modelo de antes. Otras veces —en claro ejercicio onanista—, el artista realizaba autorretratos, pintándose de memoria a sí mismo, en idéntica pose que la musa de Courbet. Al verse así retratado, se acordó de otro cuadro contemplado en su vida anterior, el de la artista francesa Orlan, titulado El origen de la guerra, un remedo de El origen del mundo. Como si se tratase de un diálogo entre dos obras de arte con un lapso de algo más de un siglo, en la nueva versión, tan realista como paródica y reivindicativa, el protagonista es un hombre, uno peludo y desconocido, en actitud displicente y con el pene inflamado. A Micaela le gustaba aquel autorretrato de su amado, como también le gustaban las caricias de su pincel mientras trabajaba; podía pasarse horas observándolo con mirada nostálgica. En cuanto a él, al ver que su último cuadro era prácticamente igual que el de Orlan, sintió que una vez más perdía la tan ansiada originalidad, que la rutina de su vida hacía que se estuviera repitiendo. Debía volver a reinventarse y para ello nada mejor que buscar una nueva modelo. A Micaela, con tal de salvar su relación, no le pareció mala la idea y fue ella misma la que se encargó de realizar un casting, siguiendo como siempre las directrices del artista. 
La modelo seleccionada por Tancredo, mediante oportuno pellizco en uno de los labios de Micaela, fue Vera, una joven rubia de piel blanquísima, de formas tan generosas como sensuales. Acababa de llegar a la ciudad, necesitaba dinero y no tenía dónde alojarse. Como la casa era amplia accedió a instalarse en una de las habitaciones. La primera sesión empezó al día siguiente. Micaela se situó junto a un nuevo lienzo en blanco y la mano del artista volvió a aparecer, ante la sonrisa divertida de Vera al descubrir aquella quimera de cinco extremidades. De que hubo química entre los tres da buena prueba la serie de diez lienzos titulada La Lujuria. En todos esos cuadros, de estilo más bien naturalista, aparece Vera, desnuda y en diversas poses y actitudes. El leitmotiv de todos ellos no es otro que el pubis depilado y sonrosado de la joven.
Quizá para evitar que Micaela se sintiera desplazada o quién sabe si para dar el enésimo giro a su manera de pintar, Tancredo propuso realizar una obra de gran formato en la que aparecieran ambas desnudas. Sin más dilación, las dos mujeres dispusieron un nuevo lienzo y el espejo enfrentado al lecho de la pareja. Ahora ambas yacían juntas, semiabrazadas ante la mirada atenta del artista agazapado. 
Transcurrieron varios días con sesiones intensas de trabajo. De vez en cuando hacían alguna pausa para descansar, pero después las dos mujeres regresaban a la pose originaria. Otras veces era el propio pintor el que se quedaba dormido, con el brazo extenuado asomando, como un apéndice flácido, en el cuerpo de su portadora. No había concluido la obra pero ya le parecía un déjà vu, y eso se reflejaba en sus sueños. Soñaba ahora con volver otra vez a la vagina primigenia, la de su madre, y bucear en ella, al lado del mismísimo Courbet... Despertó. Las dos mujeres continuaban en su postura intencionada, la única diferencia era que no estaban estáticas. Ahora se movían, se acariciaban, se besaban, se frotaban, se trenzaban, se... El brazo de Tancredo volvió a izarse, y empezó a pintar lo que veían sus ojos. 
Al cabo de dos días más, el lienzo estuvo completamente terminado. La influencia courbetiana era más que evidente: la nueva obra era una réplica —mejor dicho, un plagio— de El sueño de Courbet, no faltaba ni el detalle del collar de perlas roto. Su capacidad de crear se había agotado definitivamente. Tancredo Escarpa ya no era el origen del mundo, Tancredo Escarpa era ahora el fin del mundo, o tal vez ambos conceptos eran una misma cosa y era imposible avanzar. 
Lo que sí que avanzaba era la relación entre ambas mujeres. La cercanía de sus cuerpos había hecho que el afecto mutuo que sentían se hubiera ido estrechando, sin que él pudiera hacer nada por impedirlo. Ahora dormían juntas y parecían haberse olvidado por completo de él. Hacían el amor todas las noches, en su propia cama y de una manera desenfrenada, incluso peligrosa para la vida de Tancredo. Cuando terminaban sus prácticas tribadistas, las manos de Micaela se entretenían explorando el cuerpo exhausto y sudoroso de su amante, trascendiendo límites. A ojos de Tancredo, los labios de Micaela, antaño tan acogedores, se tornaban barrotes de una prisión insoportable. 
Como era previsible, el artista volvió a abandonar la pintura, o más bien fue la pintura la que lo abandonó a él, ninguneándolo, humillándolo. Mientras, las dos modelos seguían explorando sus cuerpos y las nuevas posibilidades que estos ofrecían. Una mañana, al despertar Tancredo y asomarse a la ventana vertical, descubrió la cercanía del cuerpo rotundo de Micaela, el inconfundible y penetrante olor a mar de la vulva que había sido su hogar, dulce hogar, durante años. Por primera vez estaba fuera de ella, pero no en el mundo exterior. No. Contemplaba aquella vagina familiar desde el interior de otra, no tan familiar pero también conocida: la vagina estrecha y sonrosada de Vera, bajo su pubis desprovisto de vello. No sabía cómo había llegado hasta allí, pero el hecho es que allí estaba, como un inquilino que, recién llegado a su nueva casa, se siente desubicado. No sabía si protestar y si en caso de hacerlo su reclamación sería atendida. Por si acaso decidió callar y mantenerse a la espera. El nuevo cubículo era algo más pequeño que el anterior, más frío también. Volvía a escuchar el flujo de las venas, el gluglú del estómago, el rumor de los movimientos intestinales... 
Y llegó la temida primera noche. El pintor la intuía como una de esas noches, oscuras y horizontales, plagadas de pesadillas premonitorias. En uno de esos sueños que engendran otros sueños aparecían las dos mujeres, desnudas, cubiertas con blancos y transparentes velos de novia, planeaban acabar con él... Se despertó asustado, llorando entre vagidos. 
Tras aquella noche hubo otras noches, y luego la rutina de los días verticales. Ya no pintaba nada ni tampoco sentía ganas de hacerlo, se limitaba a chuparse el pulgar. Por lo demás, la nueva vida no era muy diferente a la anterior. La vagina que ahora lo acogía era de una apariencia similar a la otra, pero con un olor como a tierra mojada. Su actitud ante la vida, eso sí, no tenía nada que ver. La que ahora lo albergaba era una boca tan voluptuosa como promiscua, de un apetito insaciable que la empujaba a la búsqueda frenética de ese mismo furor en otras bocas. Tancredo no era un moralista, tampoco tenía nada en contra de la promiscuidad, pero temía que el día menos pensado amaneciera reubicado en un nuevo sexo. Y justamente eso fue lo que ocurrió. Una mañana, el artista se encontró metido en una nueva vulva, y de ahí pasó, a los pocos días, a otra, y luego hubo otras... En realidad, pensaba, la vida no es más que una sucesión de rutinas, y el mundo, un cúmulo. Lo fácil sería —continuaba reflexionando— dejarse llevar por el tópico y afirmar aquello de que "todos los coños son iguales"; pero sería faltar a la verdad: no es sólo que cada vagina tenga un aroma y hasta un sabor propio, una vagina es todo un mundo en sí misma. O, mejor dicho, una vagina es el origen del mundo (también su fin como ya se vio). 
En cuanto a él, ¿qué sería de él? ¿Y si saliera y hablara con su última y desconocida portadora, y le expresara claramente su deseo de volver a su antiguo hogar? Quizás todavía fuera posible un acuerdo, una conversación entre personas maduras. Recordó las pesadillas nocturnas y con ellas, el miedo. Tal vez sería mejor renunciar a volver a los orígenes, y salir de una vez por todas al mundo exterior. "Eso nunca, Tancredo", se dijo. En tal caso, Tancredo, deberías comenzar a acostumbrarte a tu destino errante, a ir por ese mundo vagando de coño en coño, como Courbet, hasta que una noche aciaga aparezca un pene impetuoso que te empale y acabe con tu vida. Quién sabe, a lo mejor la muerte es algo parecido a esto: nacimiento y muerte a través del sexo. O todo lo contrario, acaso un día encuentres la vagina soñada (quizás el azar te devuelva al interior de Micaela, a su olor a mar), un hogar donde vivir, y una mañana, al ir a lavarse en el bidé, esa mujer idílica que te cobija descubra una vocecilla que sale de su interior, a la altura de sus partes, y que pide volver a pintar.