El incendio
del bosque
Aún no se
podía notar nada, pero de un momento a otro el monte quedó envuelto en rojas
llamaradas. Las espléndidas e imponentes encinas caían calcinadas como frágiles
cerillas, las blancas rocas se ennegrecían al ser lamidas por el fuego. Desde
la ciudad, la gente observaba con prismáticos el ígneo espectáculo allá en lo
alto, y en el lago, al pie de la montaña, el terrible incendio se reflejaba con
espléndido colorido. Abajo, en las calles, los excitados habitantes corrían de
un lado a otro gritando y agitando sus sombreros. Unos cuantos habían alquilado
barcas y se dirigían al centro del lago para disfrutar de la visión a
prudencial distancia; entre estos hedonistas había jóvenes poetas y pintores, y
hasta un músico que dejaba actuar en su resonante mundo interior aquel mundo en
llamas. Si más tarde llegó a componer con él una sinfonía es algo que hasta
ahora no ha sido indagado. Claro está que ante un incendio natural de tales
características los bomberos eran absolutamente impotentes; sonaban, sin
embargo, las campanas y bocinas, y en los coches rebotaban las bombas de
incendios junto con quienes las manejaban. Los concejales habían sido
convocados a una sesión de urgencia a través de mensajeros o por teléfono y
telégrafo. En los estanques tranquilos, recoletos, que dormitaban en antiguos
jardines señoriales, el agua se iluminaba con manchas de fuego e incandescencia
que todo el que pasaba junto a ellos no podía dejar de ver. El repiqueteo de
campanas no tenía cuándo acabar. En lo alto, las llamas parecían poner en
movimiento las campanas cada vez con mayor fuerza y violencia, de un lado para
otro, provocando un fragor ininterrumpido, lanzando al vuelo varias como si de
una sola y potentísima se tratase. Por ventanas que jamás se abrían, asomaba
ahora la cabeza algún anciano o anciana, una criada fiel a la que nadie
conocía, o un caballero de nariz aguileña y cabello blanquísimo, para ver, oír
o hacer sabe Dios qué otra cosa. El invisible y familiar terror corría por las
calles, llamaba a los viejos portales de más de un jardín, trepaba por las
paredes y hasta golpeó en la frente a una señorita que estaba bordando junto a
la ventana; el carpintero había dejado de cepillar; el cerrajero, de martillar;
el zapatero, de clavar; el sastre, de coser; el peón de albañil, de remover
tierra con su pala; el sepulturero, de excavar; el relojero, de pulir; el
sabio, de estudiar; todos tenían ahora un nuevo e idéntico oficio: aguardar
angustiados el final de la catástrofe. De las localidades circundantes,
diseminadas por campos y colinas, fue llegando un rumor de piernas que corrían,
de cabezas y brazos que se agitaban, de vehículos que saltaban, ciclistas que
pedaleaban, mujeres que chillaban, niños que eran empujados, lloraban, caían y
volvían a levantarse; en el paso a nivel hubo un atasco de personas, bicicletas
e improperios hasta que el tren pasó y se pudo continuar. Siempre aquel
campaneo y ese terrible color rojo, como si en algún lugar, en algún rincón
perdido, el mundo hubiera sido incendiado por un pícaro grosero y sobrenatural,
por algún dios; como si las campanas no hubieran podido tañer ni repiquetear
sin aquel rojo, y el día, cual rostro velado por una airada vergüenza, debiera
quedar cubierto por esa ígnea rubicundez. A ratos parecía un grandioso y
decorativo fresco escenográfico que representaba un incendio, hasta que algún
ruido venía a sumarse y recordar la plástica y movediza realidad. Ahora el
fuego parecía arder más en el cielo que en la tierra, a tal punto lo había enrojecido.
A su lado, el sol poniente era como una lamparilla mate, incapaz de atraer un
solo ojo sobre sí. Las señales del corno se interrumpían con frecuencia, como
si tuvieran que tomar aliento para volver a sonar. A varias horas de camino,
dijeron luego los periódicos, se veía ya el espléndido y triste cuadro, y los
que estaban lejos, en remotas calles, plazas, avenidas, casas y puestos de
trabajo, se daban un codazo y decían: «Oye, ¿qué será aquel resplandor allá a
lo lejos?» Luego cayó la noche, pero nadie se atrevió a acostarse y dormir; se
encendieron las lámparas en las habitaciones, y en torno a la mesa familiar se
fueron instalando madre, padre, hijo, hija, hermano, niño, hermana, tía y
cuñado, y comentaron el incendio del bosque y los terribles daños que había
ocasionado. Mucha gente subió hasta la amplia zona del siniestro, que se
extendía por toda la montaña y todavía silbaba, echaba humo y crepitaba al
extinguirse. Al día siguiente, todo el mundo pudo ver una montaña no verde,
sino negra y humeante; el hermoso bosque estaba calcinado, todos sus deliciosos
rincones secretos, el musgo sobre las altas rocas, la espesura de plantas y
arbustos, los enhiestos abetos y encinas con sus brazos cargados de dulce y
verde follaje, todo aquello era un espectáculo desolador, y los daños
materiales, una herida casi mortal. Jamás llegó a averiguarse quién provocó el
incendio, pero se cree que pudieron ser colegiales que, desde siempre, solían
recorrer aquel bosque con toda suerte de materiales para encender fuego. Un
pintor hizo un cuadro sobre tema; se llama Hans Kunz, es un borrachín y
desprecia todas las buenas y gratas costumbres. El cuadro será colgado en el
gran salón del ayuntamiento, en memoria de la gran calamidad que se abatió
sobre el bosque, la montaña y la comunidad.
Hola,
ResponderEliminarTe agradecería muchísimo si me pudieras ampliar informació sobre "El incendio del bosque": de dónde has sacado este fragmento? Es realmente de Walser? Inédito?Es difícil encontrar más información en Internet.
Muchas gracias!!!
... hola, Helena. Disculpa por la tardanza en la respuesta. El texto lo saqué del libro «Vida de poeta», publicado por Editorial Alfaguara...
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