Publicado por Javier Serrano en La República Cultural
Guión y dirección: Patricio Guzmán
Producción: Renate Sachse
Fotografía y cámara: Katell Djian
Sonido directo: Freddy González
Música original: Miranda & Tobar
Productora: Blinker Filmproduktion / WDR / Cronomedia / Atacama Productions
Duración: 90’
El documental Nostalgia de la luz nos traslada al desierto
de Atacama. Es aquí, a tres mil metros de altura, en estas condiciones extremas
de sequedad del suelo y claridad del cielo, donde el chileno Patricio Guzmán
(autor de películas como La batalla de Chile, El caso Pinochet o Salvador
Allende, entre otras), sitúa su poema visual. Y lo hace a partir de un eje
medular: el pasado y la necesidad de la memoria. “Yo creo que la memoria
tiene fuerza de gravedad. Siempre nos atrae”, en palabras de Guzmán.
La voz pausada, en off, del cineasta acompaña a las imágenes, sobrevolando
la superficie de aspecto lunar del desierto de Atacama, entremezclando las
diversas tramas de la película. Por un lado están los científicos: astrónomos
mirando al cielo, observando los mensajes que los astros envían desde el pasado
y que tardan años antes de ser recibidos en el presente, si es que, como dice
Gaspar, uno de los astrónomos, el presente existe; o geólogos como Lautaro,
mirando a la tierra, arrancándole sucesivas capas de la epidermis con la
intención de averiguar algo sobre sus pasados precolombinos, y topándose con
momias, cuerpos de exploradores y de mineros, y restos óseos de los prisioneros
políticos de la dictadura.
“Como es arriba, es abajo; como es abajo, es arriba”, dice el
Kabylión. Polvo del cosmos y polvo del suelo. Como se ve, el trabajo de esas
dos ramas de la ciencia no es tan diferente y ambas trabajan con una materia
prima llamada pasado.
Como el propio director confiesa, su pasión por la astronomía no es otra
cosa que nostalgia por el mundo de su infancia, por la inocencia de aquel Chile
previo a la llegada de Pinochet, cuando el universo entero cabía en su
bolsillo.
Hubo un tiempo en que en medio de la inmensa nada de Atacama estuvo
Cachabuco, el campo de concentración más grande de la dictadura. Cientos de
represaliados dieron con sus huesos allí, fueron recluidos en celdas que habían
sido las casas de aquellos mineros que allá por el siglo XIX horadaban la
tierra, en un régimen casi esclavista, para arrancarle sus tesoros. A falta de
una mejor manera de hacer más llevadero su encierro, algunos de esos reclusos,
como Luis, se entretienen mirando las constelaciones del cielo. Sus cuerpos
están en tierra, confinados, pero sus almas vuelan libres, al menos durante la
noche. Quizá por ello, los represores terminan por prohibir cualquier actividad
relacionada con la observación.
También está el caso de Miguel, el prisionero empeñado en memorizar el
aspecto físico de aquellas cárceles, elaborando para ello un plano mental que
quedará grabado en su cerebro y que años más tarde, con los campos ya
desmantelados y con su esposa enferma de Alzheimer, ayudará a reconstruir la
verdad.
Y luego están las mujeres. Frente a la razón, el corazón. Como Valentina,
esa joven astrónoma cuyos padres fueron secuestrados cuando ella era una niña,
que en la observación del cielo encuentra un motivo para seguir viviendo. O
viudas, como Victoria o Violeta, que perdieron a sus hombres, encerrados o
enterrados en algún lugar de Atacama, y que se obstinan en seguir buscando sus
restos. Vagan, como almas en pena, por la superficie pedregosa del desierto,
con la mirada puesta en el suelo, atentas a cualquier objeto que llame su
atención y que pueda ser el diminuto fragmento de algún ser querido. ¿Llegarán
a encontrarlos? Patricio Guzmán, el director, asegura en el coloquio posterior
a la película que la tarea es lenta, como los mecanismos con que se desplazan
los telescopios, esos ojos descomunales que se asoman al vértigo de la noche.
Finalmente, corazón y razón terminan por juntarse, y los hombres de ciencia
se encuentran con las mujeres que buscan a sus desaparecidos. Ocurre, como no
podía ser de otro modo, frente a un telescopio; al fin y al cabo, el calcio que
está en esas constelaciones situadas a millones de años es el mismo que queda
entre los huesos de los desaparecidos.
La voz y las imágenes de Guzmán, capaces de mezclar poesía, metafísica,
compromiso político y rigor científico, consiguen, con la tenacidad propia de
ese viento que ulula y azota el desierto, su objetivo: incrustarse en la
memoria del espectador. “Los que tienen memoria son capaces de vivir en el
frágil tiempo presente. Los que no la tienen no viven en ninguna parte”.
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