Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:
Melancholia es el nombre de un planeta extraño que surgió por detrás del Sol y que ahora se acerca peligrosamente a la Tierra, como si danzara con ella, como si dudara entre colisionar o pasar de largo. Este es el punto de partida, genial y angustioso, de Melancholia, la última película del, a veces irregular pero siempre interesante, director danés Lars Von Trier, uno de los ideólogos de aquel voto de castidad que fue Dogma 95.
La presencia inquietante afecta de manera diversa a los personajes, mientras de fondo suena Tristan e Isolda, el drama musical de Wagner, una banda sonora perfecta que bascula entre lo trágico y lo sublime. Así, en la primera parte de la película, la titulada Justine, asistimos a la fastuosa boda de la bella Justine, papel protagonizado por Kirsten Dunst y que en principio estaba pensado para Penélope Cruz (parece ser que su olfato artístico le llevó finalmente a declinar la oferta y perderse, convertida en la hija de Barbanegra, en las mareas misteriosas de la cuarta entrega de Piratas del Caribe). Todos los invitados a su boda parecen conjurarse para que Justine sea feliz, y sin embargo hay una sombra en su vida, como esa extraña presencia que intuye en el cielo, que se empeña en que no lo sea. Justine, una de esas mujeres que “sueña con naufragios y con la muerte súbita”, descubre lo falsa, impostada y excesiva que es su boda, casi tanto como su vida, esa ceremonia plagada de estúpidos rituales, y decide acabar de manera drástica con todo ello, para abandonarse después a los brazos de la melancolía, de la tristeza infinita.
Una vez que de la sala se han marchado algunos de los espectadores, llegamos a la segunda parte de esta hermosa película sobre el fin del mundo, la titulada Claire. Aquí la historia se centra en Claire (Charlotte Gainsbourg), hermana de Justine y con una manera de ser totalmente opuesta; sus mundos son como dos planetas al borde de una colisión. En esta mitad de la cinta los conflictos personales de los actores se acentúan, debido sin duda a la cada vez mayor proximidad de ese planeta tan turbador como bello llamado Melancholia. Si bien la comunidad científica apuesta a que el planeta pasará de largo, queda todavía un desasosegante porcentaje de probabilidad que pone nerviosa a la aparentemente segura y “feliz” Claire. Justine, en lamentable estado psicológico, acude a la lujosa mansión (donde se celebró la boda y cuyo geométrico e hipnótico jardín remite a la película de Alain Resnais, El año pasado en Marienbad) que tiene su hermana. John (Kiefer Sutherland), su marido, es un triunfador y adinerado burgués fascinado por la observación del cielo; pertrechado de telescopios, datos científicos y provisiones, parece estar muy seguro de que todo tendrá un desenlace feliz. Con ellos vive su hijo, un pequeño que es el nexo de unión entre los dos mundos opuestos de las hermanas, y para el que la posible llegada del planeta no deja de ser un juego más. Incluso los caballos de la casa se muestran cada vez más inquietos ante lo que se avecina.
No revelaré el final de Melancholia, ni tampoco si su final es feliz o no, solo diré que me parece una gran película, con algunos planos de una belleza perfecta, como salidos de un sueño (acaso de una pesadilla) o de un cuadro surrealista. Impagable ese momento en que Justine, completamente desnuda, reposa tumbada, como si se inmolara ofreciendo su pálido cuerpo al planeta Melancholia. Si bien hay quien incluye este filme dentro de la ciencia ficción, me parece más acertado calificarla de drama psicológico, pues verdaderamente ese es el asunto, no tanto el desastre natural sino las reacciones de los protagonistas. Por momentos, el perturbador astro llamado Melancholia (la película estuvo a punto de llamarse Planeta Melancholia) me recuerda a esa otra presencia extraña que era el océano en la soberbia (tanto la novela como la película) Solaris. Por momentos también la cámara, nerviosa y Dogmática, del director danés puede producir cierto mareo, pero, ya se sabe, a ese provocador que es Lars Von Trier se le acaba perdonando todo, como esa metedura de pata en Cannes cuando declaró en público su simpatía por un diablo llamado Hitler.
Impresionante el apocalíptico plano final de la película.
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