ALTA CIENEGA MOTEL ROOM 32
1005 N. La Cienega Ave, West Hollywood, California, 90069
1005 N. La Cienega Ave, West Hollywood, California, 90069
Mentiría si dijera que el azar ha querido que esta noche yo esté aquí, enfrente de la habitación número 32 del motel Alta Cienega, en West Hollywood. Nada más lejos de la realidad. Todo, como un crimen que busca ser perfecto, está premeditado. El motel es uno de esos alojamientos baratos que vemos en las películas norteamericanas, uno de esos en los que el protagonista, que por alguna razón huye, termina ocultándose y en los que indefectiblemente, y al igual que haré yo, sólo pasa una noche. El Alta Cienega tiene un patio interior donde se pueden aparcar los coches. Las paredes de las instalaciones están pintadas de un modo arbitrario, basculando entre el blanco, el verde y un naranja oscuro. Subo las escaleras hasta el primer piso. Un corredor, protegido por una baranda verde, circunda el motel, casi cerrando el patio donde están los coches. Es evidente que no es el Chelsea Hotel y que no tiene su historia. Es evidente también que ha conocido tiempos mejores, pero al menos parece limpio. Extraigo del bolsillo la llave con una etiqueta de plástico donde aparece el nombre del motel y el número 32. Me acerco hasta una puerta de madera, ésa en la que se lee "32" y sobre la que, un poco más arriba, hay otro cartel que dice "Jim Morrison Room". En mi cara descubro la misma sonrisa, entre estúpida y satisfecha, de un investigador privado, un huelebraguetas que finalmente ha dado con su presa. Ahora ya es evidente que el azar no me trajo hasta aquí, sino más bien una suerte de fetichismo, o sería mejor decir devoción, curiosidad, no sé... algo que lo lleva a uno a querer alojarse, al menos durante una noche -como esos tipos de las películas que por alguna razón huyen- en la habitación donde durmió Jim Morrison. Después de leer varias biografías sobre Jim -permitidme tutearle-, y entre tanta paja, uno puede llegar a saber muchas cosas sobre su vida, por ejemplo, que vivió en este motel, el Alta Cienega, de manera intermitente entre 1968 y 1970. Digo de manera intermitente porque, desde que abandonara el hogar familiar, Jim no tuvo un domicilio fijo, a veces alquilaba una habitación, compartía piso en otras ocasiones, podía dormir en un sofá prestado, en la casa de alguna amante, en la playa... A decir verdad el único domicilio fijo que tuvo Jim fue un espacio reducido en el cementerio de Père Lachaise, bajo la tierra y el cielo de París. Y, ahora que lo pienso, tampoco pondría yo la mano sobre el fuego.
Abro la puerta, con cuidado, como si no quisiera molestar a alguien que está durmiendo o como si pretendiera pillar, in fraganti, a alguien, no sé, tal vez a alguna novia o al mismo Jim. Enciendo la luz. La habitación es amplia y ruidosa, también desoladora. Huele a ambientador barato y reciente. Por la ventana entra algo de brisa y el rumor procedente de la calle. El mobiliario es el imprescindible. El único detalle de lujo es un televisor sujeto a la pared por un brazo metálico y un viejo aparato de aire acondicionado, de esos de tipo industrial, que intuyo debe producir un ruido espantoso e industrial, uno de esos ruidos que provocan dilemas y que al final no te dejan pegar ojo: ruido o calor. La cama es grande y está cubierta con una colcha estampada, con un dibujo diferente al de las cortinas, también estampadas. Las paredes serían blancas, y el techo también, si no estuvieran cubiertas absolutamente por graffitis escritos a mano por gente de todo el mundo, como si de una cueva paleolítica se tratase, con todo su contenido mortuorio, ritual y artístico. La caligrafía lo cubre todo, incluso la tulipa de las lámparas. Dedicatorias a Jim, fragmentos de sus poemas, de sus canciones, dibujos con su imagen... como en su domicilio fijo lejos de aquí, en Père Lachaise, donde la gente acude a cantar, a fumar drogas o beber vino, a encender velas, a hacer el amor o a declamar. Por la mañana, sobre la piedra parisina aparecen porros, maquetas de canciones, encendedores, condones (usados o sin usar), flores, fetiches... Sobre una de las paredes de la habitación número 32 del Alta Cienega hay un mural con fotos de Jim (en algunas aparece con ese rostro entrado en kilos de sus últimos años, cuando residía en París y pretendía vivir de la poesía): alguien le desea feliz cumpleaños 2000. También hay un cuadro con un retrato suyo, pintado a lápiz, inspirado en una de esas fotografías de Jim que han llegado a convertirse en un icono de varias generaciones. Hay también un espejo bajo el que se lee una pintada: "I am the Lizard King, I can do anything". Soy el Rey Lagarto y puedo hacerlo todo. Más abajo hay un mueble de madera sobre el que descansan unos ceniceros y unos vasos de plástico. Miro en el cristal del espejo, temeroso de que la imagen reflejada no sea la mía sino la de otro hombre. No sucede nada. El interior del armario empotrado tiene la misma decoración: paredes blancas llenas de frases y de poemas sórdidos, y un par de perchas de plástico blanco, cimbreándose sobre el vacío.
Esta es la habitación donde, el 5 julio de 1968, Jim se encontró con Mick Jagger. Donde hablaron sin que el Stone, que se había presentado sin previo aviso, supiera que en el baño Tim Hardin, amigo de Jim, se estaba metiendo un pico. Donde se intercambiaron consejos sobre cómo comportarse sobre las tablas ante una multitud expectante. También se dice que fue esta la habitación en la que Jagger regaló un tripi a Jim, hedonista insaciable. Cuando Tim Hardin salió del baño no se creía nada de todo esto. Claro que, ¿quién puede creerlo?
Esta es la habitación donde Jim humillaba a algunas de sus amantes, a las que llamaba por teléfono para que cuando llegaran allí lo pillaran en la cama en brazos de otra.
¿Por qué prefería los moteles? La vida errante, anónima, la perpetua fuga; la ausencia de domicilio fijo, la desolación, los colores brillantes de los neones, la carencia de posesiones más allá de una tarjeta de crédito y un carné de conducir... En una palabra: desaparecer.
Entro en el cuarto de baño. Una ventana entreabierta permite colarse el murmullo del tráfico. La historia se repite. Incluso en la ducha, en la parte alta, la que queda más arriba de los azulejos blancos, se pueden leer las dedicatorias, los poemas. Miro hacia el suelo de la ducha, buscando, como si necesitara encontrar alguna prueba fehaciente, algún cabello, uno largo, ondulado, algún amasijo de pelos atrapado junto al desagüe... Mi mirada se posa sobre el lavabo, por si quedaran restos de las papelinas de heroína que se metían los amigos de Jim (quién sabe si él también lo hacía). No hay nada de todo eso y Jim no está. Tampoco hay restos de coca.
Regreso al dormitorio y descorro la colcha y luego la sábana. Tampoco allí. Sobre la funda blanca de la almohada encuentro un pelo, uno largo. ¿Será de él?, ¿o será de alguno de esos que firmaron sobre las paredes? La ropa de la cama huele a limpio, imposible que éstas fueran sus sábanas. Hace calor. Dudo entre encender el aparato de aire acondicionado -¿funcionará?- o esperar un poco. Estoy cansado. Me tumbo sobre la cama, como haría Jim. Vuelvo a mirar las paredes y me pregunto cuánta gente habrá repetido este ritual. Intuyo que mis sueños versarán sobre Jim y The Doors. Mañana buscaré un hueco entre esas paredes y trataré, como ellos, de escribir algo original.
Abro la puerta, con cuidado, como si no quisiera molestar a alguien que está durmiendo o como si pretendiera pillar, in fraganti, a alguien, no sé, tal vez a alguna novia o al mismo Jim. Enciendo la luz. La habitación es amplia y ruidosa, también desoladora. Huele a ambientador barato y reciente. Por la ventana entra algo de brisa y el rumor procedente de la calle. El mobiliario es el imprescindible. El único detalle de lujo es un televisor sujeto a la pared por un brazo metálico y un viejo aparato de aire acondicionado, de esos de tipo industrial, que intuyo debe producir un ruido espantoso e industrial, uno de esos ruidos que provocan dilemas y que al final no te dejan pegar ojo: ruido o calor. La cama es grande y está cubierta con una colcha estampada, con un dibujo diferente al de las cortinas, también estampadas. Las paredes serían blancas, y el techo también, si no estuvieran cubiertas absolutamente por graffitis escritos a mano por gente de todo el mundo, como si de una cueva paleolítica se tratase, con todo su contenido mortuorio, ritual y artístico. La caligrafía lo cubre todo, incluso la tulipa de las lámparas. Dedicatorias a Jim, fragmentos de sus poemas, de sus canciones, dibujos con su imagen... como en su domicilio fijo lejos de aquí, en Père Lachaise, donde la gente acude a cantar, a fumar drogas o beber vino, a encender velas, a hacer el amor o a declamar. Por la mañana, sobre la piedra parisina aparecen porros, maquetas de canciones, encendedores, condones (usados o sin usar), flores, fetiches... Sobre una de las paredes de la habitación número 32 del Alta Cienega hay un mural con fotos de Jim (en algunas aparece con ese rostro entrado en kilos de sus últimos años, cuando residía en París y pretendía vivir de la poesía): alguien le desea feliz cumpleaños 2000. También hay un cuadro con un retrato suyo, pintado a lápiz, inspirado en una de esas fotografías de Jim que han llegado a convertirse en un icono de varias generaciones. Hay también un espejo bajo el que se lee una pintada: "I am the Lizard King, I can do anything". Soy el Rey Lagarto y puedo hacerlo todo. Más abajo hay un mueble de madera sobre el que descansan unos ceniceros y unos vasos de plástico. Miro en el cristal del espejo, temeroso de que la imagen reflejada no sea la mía sino la de otro hombre. No sucede nada. El interior del armario empotrado tiene la misma decoración: paredes blancas llenas de frases y de poemas sórdidos, y un par de perchas de plástico blanco, cimbreándose sobre el vacío.
Esta es la habitación donde, el 5 julio de 1968, Jim se encontró con Mick Jagger. Donde hablaron sin que el Stone, que se había presentado sin previo aviso, supiera que en el baño Tim Hardin, amigo de Jim, se estaba metiendo un pico. Donde se intercambiaron consejos sobre cómo comportarse sobre las tablas ante una multitud expectante. También se dice que fue esta la habitación en la que Jagger regaló un tripi a Jim, hedonista insaciable. Cuando Tim Hardin salió del baño no se creía nada de todo esto. Claro que, ¿quién puede creerlo?
Esta es la habitación donde Jim humillaba a algunas de sus amantes, a las que llamaba por teléfono para que cuando llegaran allí lo pillaran en la cama en brazos de otra.
¿Por qué prefería los moteles? La vida errante, anónima, la perpetua fuga; la ausencia de domicilio fijo, la desolación, los colores brillantes de los neones, la carencia de posesiones más allá de una tarjeta de crédito y un carné de conducir... En una palabra: desaparecer.
Entro en el cuarto de baño. Una ventana entreabierta permite colarse el murmullo del tráfico. La historia se repite. Incluso en la ducha, en la parte alta, la que queda más arriba de los azulejos blancos, se pueden leer las dedicatorias, los poemas. Miro hacia el suelo de la ducha, buscando, como si necesitara encontrar alguna prueba fehaciente, algún cabello, uno largo, ondulado, algún amasijo de pelos atrapado junto al desagüe... Mi mirada se posa sobre el lavabo, por si quedaran restos de las papelinas de heroína que se metían los amigos de Jim (quién sabe si él también lo hacía). No hay nada de todo eso y Jim no está. Tampoco hay restos de coca.
Regreso al dormitorio y descorro la colcha y luego la sábana. Tampoco allí. Sobre la funda blanca de la almohada encuentro un pelo, uno largo. ¿Será de él?, ¿o será de alguno de esos que firmaron sobre las paredes? La ropa de la cama huele a limpio, imposible que éstas fueran sus sábanas. Hace calor. Dudo entre encender el aparato de aire acondicionado -¿funcionará?- o esperar un poco. Estoy cansado. Me tumbo sobre la cama, como haría Jim. Vuelvo a mirar las paredes y me pregunto cuánta gente habrá repetido este ritual. Intuyo que mis sueños versarán sobre Jim y The Doors. Mañana buscaré un hueco entre esas paredes y trataré, como ellos, de escribir algo original.
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