Fragmentos del ensayo Pornograffiti. Cuerpo y disidencia, de Jorge Fernández Gonzalo, publicado por Libros de Itaca (www.librosdeitaca.com).
«Un cuerpo tiene sus pasajes, sus
epicentros y desplomes, que poco o nada tienen que ver con la construcción
cultural de lo somático, con sus zonas erógenas preestablecidas y totalitarias,
con las letras ya diseñadas para cada curvatura, la línea de los hombros, la
fina piel alrededor de la axila o las comisuras del labio; cada segmento o
zonificación que, como si de un texto se tratara, se ha garabateado sobre la
carne y puede, una y otra vez, borrarse y reescribirse con el tacto. Rasgar un
libro como quien rasga un vestido. Cada instante de cuerpo que lleguemos a
gozar, más allá de los códigos eróticos y sus predicados normativos, es un modo
de revolución».
«La literatura es lo de ayer, con su
prestigio y sus demarcaciones, su mercado, sus géneros y entrecruzamientos de
obras, discursos, instituciones. La pornografía, por el contrario, carece de
tiempo, con su ageneridad, su falta de basamentos institucionales, sus formas
de no-discursividad, su condición de no-saber que aún no ha sido recodificado
por un modelo científico-epistémico de configuración de marcos disciplinarios.
Los signos del porno actúan como fuerzas de choque, signos flotantes que han
esquivado el acoso de las disciplinas: no «disciplinemos», por tanto, la
pornografía, no domestiquemos la espectacularidad de sus imágenes, no
pretendamos legalizarlo. Su condición marginal o su carácter alternativo le
permite reivindicar los espacios novedosos de la ruptura interdisciplinaria,
frente a la potencia reguladora que constituye la literatura y el discurso
literario con su aparato crítico, terminológico y archivístico. Cabría hablar,
incluso, de utilizar el porno como una estrategia de recodificación, así como
de la posibilidad delirante de ver porno en todo, incluso en la literatura
misma. Las palabras, nuestros comportamientos, la cultura y el arte, los
espacios urbanos, el dolor, los silencios. Cualquier cosa podría caer bajo una
ingeniería pornotopizadora. El porno actúa como una partícula desestabilizadora
que pone bajo cuestión los paradigmas de poder, las relaciones de dominación y
las instituciones disciplinarias. Escribir porno, descodificar desde el porno:
la noción de pornograffiti supondría
al mismo tiempo una escritura y una desescritura, un resorte imagoverbal de
subversión y sabotaje. Estaríamos ante una amenaza deconstructora, una
tecnología de contrapoder, con un eslogan definido: piensa en porno. Piensa en
porno las instituciones, las prácticas, las tradiciones, el poder, las
disciplinas teóricas, las relaciones socioafectivas, los parámetros de la moda,
la literatura. El porno como una gran corrida deconstructora sobre aquello que
habíamos dado por sentado».
«Pregunta: ¿por qué no se ha dejado de
producir porno?
Tal y como sugería George Steiner, ¿no
hemos visto ya todas las combinaciones, todas las tipologías somáticas, las
posturas, las perversiones, escenarios, disfraces, situaciones y fantasías? La
representación de los cuerpos no puede estar más saturada a través del arte, el
cine, la televisión, los cómics, la publicidad y los videojuegos. ¿Acaso no
hemos escrito ya todas las sutilezas de la carne? ¿No hemos filmado todas las
regionalidades, todos los ángulos, las intersecciones, tamaños y texturas
posibles? Si el porno no consiste en una narración, no merece la pena
compararlo con la literatura, que no ha dejado de producir libros durante
milenios, a pesar de sus limitaciones combinatorias relativamente escasas.
Quizá haya algo más en relación a los cuerpos, algo que no alcanzamos a ver y
que define la pornografía. Quizá sus intereses no pasen por una exaltación de
lo obsceno, ni de los propios cuerpos, del sexo o de las fantasías. Quizá se
trate, como ya adelantábamos, de la propia estructura del deseo, que descubre
en la repetición su fuente de goce, o más propiamente de una continua sensación de poder que hemos de
reescribir a cada instante: a través del porno rompemos la fina gasa de la
intimidad, entramos en el cuarto del otro, accedemos a la superficie de un
cuerpo, a las prácticas privadas, a un territorio siempre vedado y siempre a la
espera de ser nuevamente profanado. Del panóptico al voyeurismo: el que ve
porno tiene el poder de ver, de ver más allá del espacio, del tiempo, del
pudor. Sin embargo, hoy es la pornografía quien nos devuelve la mirada. Las pornostars no simulan gozar, sino que nos arrastran con el poder de sus cuerpos,
con la exuberancia imposible de sus implantes, sus tatuajes o su fastuosidad
obscena. El glamour de ciertas producciones pornográficas sitúa cara a cara dos
poderes que no se tocan, que no acaban por superponerse o enfrentarse: el poder
de aquel que mira y el poder de quien muestra».
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