«La
huelga de los electores»
Octave
Mirbeau
(Le
Figaro, 28 Noviembre 1888)
Una cosa que me asombra prodigiosamente —me
atrevería a decir que estoy estupefacto— es que en el momento científico en que
estoy escribiendo, tras las innumerables experiencias y los escándalos
periodísticos, pueda todavía existir en nuestra querida Francia (como dicen en
la Comisión presupuestaria) un elector, un solo elector, ese animal irracional,
inorgánico, alucinante, que consienta abandonar sus negocios, sus ilusiones o
sus placeres, para votar a favor de alguien o de algo. Si se piensa un solo
momento, ¿no está ese sorprendente fenómeno hecho para despistar a los
filósofos más sutiles y confundir la razón?
¿Dónde está ese Balzac que nos ofrezca la
psicología del elector moderno? ¿Y el Charcot que nos explique la anatomía y
mentalidades de ese demente incurable?
Lo estamos esperando. Comprendo que un
estafador encuentre siempre accionista, que la Censura encuentre defensores, la
ópera cómica a su público, el Constitucional a sus abonados, el señor Carnot a
pintores que celebren su triunfal y rígida entrada en una ciudad languedociana;
comprendo también que Chantavoine se empeñe en buscar rimas; lo comprendo todo.
Pero que un diputado, o un senador, o un presidente de la República, o el que
sea, entre todos los farsantes que reclaman una función electiva, cualquiera
que sea, encuentre a un elector, es decir, a un ser fantástico, al mártir
improbable que os alimenta con su pan, os viste con su lana, os engorda con su
carne, os enriquece con su dinero, con la sola perspectiva de recibir, a cambio
de esas prodigalidades, golpes en la cabeza o patadas en el culo, cuando no son
golpes de fusil en el pecho, verdaderamente, todo eso supera las nociones, ya
muy pesimistas, que tengo sobre la estupidez humana en general, y la estupidez
francesa en particular, nuestra querida e inmortal estupidez.
Está claro que hablo en este caso del elector
avisado, convencido, del elector teórico, del que se imagina, pobre diablo, que
actúa como un ciudadano libre, expresando su soberanía, sus opiniones, o
imponiendo —locura admirable y desconcertante— programas políticos y
reivindicaciones sociales; no me refiero pues al elector "que se las
sabe" y que se burla, al que ve en "los resultados de su omnipotencia"
nada más que una burla a la charcutería monárquica, o una francachela al vino
republicano. Su soberanía consiste en emborracharse a costa del sufragio
universal. Él conoce la verdad, porque sólo a él le importa, y se despreocupa
del resto. Sabe lo que se hace. Pero ¿y los demás?
¡Ah, sí! ¡Los demás! Los serios, los austeros,
el pueblo soberano, los que sienten una embriaguez al mirarse y decirse:
"¡Soy elector!" Todo se hace por mí. Yo soy la base de la sociedad
moderna. Por mi propia voluntad, Floquet hace las leyes a las que se ciñen
treinta y seis millones de hombres, y Baudry d'Asson también, y Pierre Alype
igualmente". ¿Cómo hay todavía gente de esta calaña? ¿Cómo, tan
orgullosos, cabezotas y paradójicos como son, no se han sentido, después de
tanto tiempo, descorazonados y avergonzados de su obra? ¿Cómo puede ser que
exista en cualquier parte, incluso en el fondo de las landas más perdidas de
Bretaña, o en las inaccesibles cavernas de Cévennes y de los Pirineos, un
bonachón tan tonto, tan poco razonable, tan ciego ante lo que ve y tan sordo
ante lo que se dice, que vote azul, blanco o rojo, sin que nadie le obligue,
sin que nadie le haya pagado o le haya emborrachado?
¿A qué barroco sentimiento, a qué misteriosa
sugestión puede obedecer ese bípedo pensante, dotado de una voluntad, orgulloso
de su derecho, seguro de cumplir con un deber, cuando deposita en una urna
electoral cualquiera una papeleta cualquiera, igual da el nombre que lleve
escrito en ella? ¿Qué se dirá a sí mismo, para sí, que justifique o simplemente
explique ese acto tan extravagante? ¿Qué es lo que espera? Porque, en fin, para
consentir que se le entregue a dueños tan ávidos, que le engañan y golpean,
será necesario que se le diga y que espere algo extraordinario que nosotros no
nos imaginamos. Será necesario que, gracias a poderosos desvíos cerebrales, las
ideas del diputado se traduzcan en él como ideas de ciencia, de justicia, de
entrega, de trabajo y de probidad; será necesario que en los nombres de Barbe y
Baïhaut, no menos que en los de Rouvier y Wilson, descubra una magia especial y
que vea, a través de un espejismo, florecer y expandirse en Vergoin y en
Hubbard promesas de felicidad futura y de consuelo inmediato. Y esto es lo
verdaderamente horrible. Nada le sirve de lección, ni las comedias más
burlescas, ni las más siniestras tragedias.
Sin embargo, por muchos siglos que dure el
mundo y que se desarrollen y sucedan las sociedades, iguales unas a otras, un
hecho único domina todas las historias: la protección de los grandes y el
aplastamiento de los pequeños. No puede llegar a comprender que hay una razón
de ser histórica, la de pagar por un montón de cosas de las que no disfrutará
jamás, y morir por unas combinaciones políticas que no le atañen en absoluto.
¿Qué importa que sea Pedro o Juan el que
le pida el dinero o la vida, si está obligado a desprenderse de uno y entregar
la otra? ¡Pues, vaya! Entre sus ladrones y sus verdugos, él tiene sus
preferencias, y vota a los más rapaces y feroces. Ha votado ayer y votará
mañana y siempre. Los corderos van al matadero. No se dicen nada ni esperan
nada. Pero al menos no votan por el matarife que los sacrificará ni por el
burgués que se los comerá. Más bestia que las bestias, más cordero que los corderos,
el elector designa a su matarife y elige a su burgués. Ha hecho revoluciones
para conquistar ese derecho.
Oh, buen elector, incomprensible
imbécil, pobre desgraciado, si en lugar de dejarte engañar por las cantinelas
absurdas que te cantan cada mañana, a cambio de un céntimo, los periódicos
grandes o pequeños, azules o negros, blancos o rojos, pagados para conseguir tu
pellejo; si en lugar de creer en esos quiméricos halagos que acarician tu
vanidad, que rodean tu lamentable soberanía andrajosa; si en lugar de pararte,
papanatas, ante las burdas engañifas de los programas; si leyeras alguna vez al
amor de la lumbre a Schopenhauer y a Max Nordau, dos filósofos que saben mucho
sobre tus dueños y sobre ti, puede que aprendieras cosas asombrosas y útiles.
Puede ser también que, después de haberlos leído, te vieras menos obligado a
adoptar ese aire grave y esa elegante levita para correr hacia las urnas
homicidas en las que, metas el nombre que metas, estás dando el nombre de tu
más mortal enemigo. Los filósofos te dirían, como buenos conocedores de la
humanidad, que la política es una mentira abominable, que todo va contra el
buen sentido, contra la justicia y el derecho, y que tú no tienes nada que ver,
pues tus cuentas ya están ajustadas en el gran libro de los destinos humanos.
Sueña después de esto, si así lo deseas,
con paraísos de luces y perfumes, con fraternidades imposibles, con felicidades
irreales. Es bueno soñar, y calma el sufrimiento. Pero no mezcles nunca al
hombre en tus sueños, porque allí donde está el hombre está el dolor, el odio y
la muerte. Sobre todo, acuérdate de que el hombre que solicita tu voto es, por
ese hecho, un hombre deshonesto, porque a cambio de la situación y la fortuna a
la que tú lo lanzas, él te promete un montón de cosas maravillosas que no te
dará y que, por otra parte, tampoco podría darte. El hombre al que tu elevas no
representa ni a tu miseria, ni tus aspiraciones, ni a nada tuyo; no representa
más que a sus propias pasiones y sus propios intereses, que son contrarios a
los tuyos. Para reconfortarte y animarte con esperanzas que pronto se verán
defraudadas, no vayas a imaginarte que el espectáculo desolador al que asistes
hoy día es propio de una época o de un régimen, y que todo pasará. Todas las
épocas y todos los regímenes son equiparables, es decir, que no valen nada. Así
que, vuelve a tu casa, buen hombre, y ponte en huelga contra el sufragio
universal. No tienes nada que perder, te lo digo yo; y eso podrá divertirte por
algún tiempo. En el umbral de tu puerta, cerrada a los solicitantes de limosnas
políticas, verás desfilar a la muchedumbre, mientras te fumas tranquilamente
una pipa.
Y si existiera, en algún lugar
desconocido, un hombre honrado capaz de gobernarte y amarte, no lo eches en
falta. Sería demasiado celoso de su dignidad como para enfangarse en una lucha
de partidos, demasiado orgulloso para recibir cualquier orden de ti si no la
diriges a la audacia cínica, el insulto y la mentira.
Ya te lo he dicho, buen hombre, vete a
casa y ponte en huelga.
jeje, a cada cerdo le gusta su lodazal.
ResponderEliminar