Fragmentos de la obra El corto verano de la anarquía.Vida y muerte de Durruti, de Hans Magnus Enzensberger, publicada por la Editorial Anagrama.
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La biblioteca ideal
El gran sueño de Durruti y Ascaso
era fundar editoriales anarquistas en todas las grandes ciudades del mundo. La casa
matriz tendría su sede en París, el centro del mundo intelectual, y si era
posible en la plaza de la Ópera o de la Concorde. Allí se publicarían las obras
más importantes del pensamiento moderno en todas las lenguas del mundo. Con
este propósito se fundó la Biblioteca Internacional Anarquista, que editó numerosos
libros, folletos y revistas en varias lenguas. El gobierno francés persiguió
esta actividad con todos los medios policiales a su alcance, al igual que el
gobierno español y los demás gobiernos reaccionarios del mundo. No le gustó que
el grupo Durruti-Ascaso atrajera también la atención en el plano cultural.
Órdenes de detención y de destierro causaron finalmente la ruina de la
editorial. Estos hijos de don Quijote tuvieron que enterrar por el momento su
sueño favorito. Volvieron a echar mano a la pistola, como el Caballero de la
Triste Figura había empuñado su lanza, para «desfacer entuertos, salvar a los
menesterosos e instaurar el reino de la justicia en la tierra».
[Cánovas
Cervantes]
Durruti colaboró con medio millón
de francos para el mantenimiento de la Librairie International.
Después de la proclamación de la
República, los anarquistas quisieron trasladar la sede de la editorial a
Barcelona. Esta labor nos costó miles de pesetas. Pero en la aduana francesa de
Port-Bou, los gendarmes franceses
prendieron fuego a todo el material. Así se perdió el fruto de tantos gastos y
sacrificios
[Alejandro
Gilabert]
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La campaña
Yo dirigía, en nombre del comité
Sacco y Vanzetti, una larga y amplia campaña para salvar a esos dos anarquistas
americanos de la silla eléctrica; y un día me dijeron mis compañeros: «¿Y
Ascaso, Durruti y Jover? Deberías encargarte también de su defensa».
Estos tres anarquistas españoles
habían luchado políticamente en las filas de la CNT y habían huido a Argentina
después de que Martínez Anido, el verdugo de Cataluña, y Primo de Rivera, el
principal lacayo de Alfonso XIII, proscribieron esa organización. Después
regresaron a París para «encontrar» en la verdadera acepción de la palabra a
«su rey», que venía allí en visita oficial.
En Buenos Aires se había cometido
un crimen: el cajero de un banco había sido asesinado y robado. Un taxista,
presionado por la policía, dirigió las sospechas hacia Ascaso, Durruti y Jover.
Además, la precipitada partida de los «tres mosqueteros», como los llamaban en
España, había despertado un cierto recelo, aunque eran totalmente inocentes.
Argentina había solicitado su
extradición a las autoridades francesas y éstas habían accedido, en principio,
a este requerimiento. Pero Ascaso, Durruti y Jover debían cumplir previamente
una condena de seis meses de prisión que les había impuesto un tribunal parisiense
por tenencia ilícita de armas. Habían sido detenidos en un coche, donde
acechaban la llegada del rey de España con el fusil en posición de tiro.
Tenía que ocuparme
simultáneamente de dos casos diferentes y defender a cinco militantes. A veces
daba la impresión de que descuidaba mi actividad en el comité de derecho al
asilo político, que trabajaba a favor de los amigos españoles; entonces
escuchaba los reproches de los emigrados españoles. En cambio, cuando prestaba
menos atención al comité Sacco y Vanzetti, se inquietaban los italianos.
Además, tenía que hacer frente a los representantes de la «línea pura», a
quienes les parecía inadmisible que yo utilizara mis influencias para salvar a los
cinco implicados. Uno de esos «puros» llegó a escribir un par de versos entre
ridículos y desagradables que concluían así: «¡Qué importa la muerte! ¡Viva la
muerte!». No se trataba por supuesto de la muerte de ese «poeta»; y no era el
primero ni sería el último en hacer literatura a costa del pellejo de los
demás.
También la dictadura española
había pedido la extradición de Ascaso, Durruti y Jover (les echaba la culpa de
varios atentados políticos), pero en vano. El gobierno francés quería salvar su
fachada liberal. En realidad todo era una hipócrita comedia, una intriga
concertada entre el gobierno español y el argentino. Los tres se salvarían de
la pena del garrote vil español, pero en cambio los destinaban a prisión
perpetua en las terribles islas de Tierra del Fuego.
Las circunstancias bajo las
cuales emprendimos la defensa de los «tres mosqueteros» no eran precisamente
favorables. En aquella época la policía disponía de ilimitados poderes para decidir
la suerte de extranjeros «sospechosos» y decretar su expulsión. No había
posibilidades de apelación para los implicados. Sólo el gobierno podía vetar
las disposiciones de la policía. Pero el presidente era Poincaré y el ministro
del Interior, Barthou. Eran seres cobardes y habría sido imprudente confiar en
sus mejores sentimientos. Había que atemorizarles, agitar a la opinión pública.
Desde el principio pensé en conquistar para nuestros fines a la influyente Liga
de los Derechos Humanos, aunque la labor principal de esta organización de pusilánimes
era rehabilitar a los muertos de la Primera Guerra Mundial o interceder en
favor de algunos liberales que habían ido demasiado lejos. Pero ¿anarquistas?
¿Esos intrusos cuya sola mención causaba escalofríos a mucha gente?
Primero fui a ver a una grande
dame conocida mía: Mme. Séverine. Me recibió con benevolencia. «¿En qué
puedo ayudarle, Lecoin?». Le expliqué en pocas palabras de qué se trataba. Ella
no exigió ninguna prueba de la inocencia de los compañeros.
«Bien, Lecoin, le daré una esquela
para Mme. Mesnard- Dorian. Ella es todopoderosa en la Liga, y muy amable. Ya lo
verá».
Mme. Mesnard-Dorian habitaba en
un lujoso hotel particular en la rué de la Faisanderie. Su salón era
frecuentado por todas las personas distinguidas y famosas de la República. Ella
telefoneó enseguida al presidente de la Liga, Víctor Basch. Fui a verlo de
inmediato. La recepción fue bastante rara. «Son culpables, sus amigos», exclamó
Basch. «Estoy segura, el representante de la Liga en Buenos Aires me ha informado».
Le repliqué que él juzgaba con
más desaprensión que el peor de los jueces, es decir, sin antecedentes, con una
carpeta vacía. Entonces respondió inesperadamente: «¡Quisiera ver a los
anarquistas al frente de un gobierno!».
«¡Ese anhelo evidencia su
absoluto desconocimiento del pensamiento anarquista!», le contesté.
Esto le enfureció. Había olvidado
que era profesor en la Sorbona y que hacía unos años había publicado un libro
sobre el anarquismo.
Cuando me fui no se había calmado
todavía. Estábamos convencidos de haber hecho un fiasco. Pero nos habíamos equivocado.
Esa misma tarde me llamó Guernut, el secretario general de la Liga, y me pidió
que le diera los antecedentes sobre el caso «Ascaso y Co.». Ese «y Co.» no me
parecía muy halagüeño, pero de todos modos la Liga era una palanca que necesitábamos
imperiosamente. La sola mención de que la Liga nos apoyaba nos abrió todas las
puertas.
El ministro del Interior fue a
visitar personalmente a Basch y a Guernut, para prevenirlos en contra nuestra.
Sostuvo que la culpabilidad de los tres españoles era incuestionable y que la Liga
sería utilizada impropiamente y contra sus propias convicciones.
Fui citado por Basch y Guernut.
Todavía me parece escuchar sus voces: «¡Díganos la verdad, Lecoin! ¡Reconozca
que sus amigos no son inocentes! ¡No comprometa a la Liga si no está
absolutamente seguro!».
Entretanto, cinco o seis
periódicos se habían puesto a favor nuestra. También los demás diarios
insertaban noticias sobre nuestras actividades. El comité de defensa del
derecho de asilo se había convertido en una potencia, y la extradición de Ascaso,
Durruti y Jover en una cuestión de Estado que comprometía al gobierno. Mientras
tanto los tres detenidos habían emprendido una huelga de hambre. Se los trasladó
al hospital militar de Fresnes. Estaban muy agotados, pero Barthou tuvo que
ceder y prometió un examen judicial. Me dirigí a Fresnes, portador de esa
noticia. El director de la cárcel y sus subordinados me recibieron formando
fila; fue la única vez en mi vida que entré en marcha triunfal a una cárcel.
Encontré a los tres contestatarios en la cama, cada uno en una habitación
individual. Se alegraron mucho al verme.
Se los condujo ante el juez
competente. Pero éste se escudó en sus artículos, se negó a abordar el asunto y
se limitó al problema formal de si la demanda de extradición era procedente. A
pesar de los alegatos de cuatro distinguidos abogados (Corcos, Guernut, Berthon
y Torrés), el juez sostuvo que sí era procedente. Parecía que el ministro del
Interior había ganado la partida. El subjefe de la policía de Buenos Aires ya
había llegado a París para hacerse cargo de los detenidos, y se frotaba las manos
con satisfacción.
La causa parecía perdida. Redoblé
mis esfuerzos. Se reunieron seis mil personas en un acto en la sala de baile
Bullier. Se decidió enviar una delegación a los ministros Painlevé y Herriot.
Painlevé se mostró perplejo y farfulló: «¡Cómo no!... ¡Claro!». Merecía tanta
confianza como un puente podrido. La actitud de Herriot fue mejor. Pidió que le
trajeran en 48 horas los antecedentes disponibles del caso, y prometió
presentar el asunto ante el gabinete. Consiguió que la decisión se postergara
hasta otro examen ulterior. El subjefe de la policía de Buenos Aires emprendió
enojado el regreso. La prensa argentina publicó con grandes titulares: «¡El
gobierno francés anulado por una banda de gángsters!».
Si de la opinión pública hubiese
dependido, Ascaso y Durruti habrían sido liberados de inmediato. Pero el
gobierno estaba bajo la presión de la casa real española. Pretirió ceder otra
vez y aprobó en última instancia la extradición.
Sólo una crisis gubernamental
podía echar por tierra esta decisión, y sólo el parlamento podía desencadenar
una crisis gubernamental. Tratamos de entrar en contacto con diputados influyentes,
que estuviesen dispuestos a formular una moción perentoria ante la Asamblea
Nacional.
Conseguí pase sin fecha para
entrar en la Asamblea Nacional, y allí establecí mi centro de operaciones.
Cinco diputados apoyaban ya la interpelación. Representaban doscientos votos. Me
faltaban cincuenta más, que debía arrancar de la mayoría gubernamental. Eso
exigía cuidadosas preparaciones. ¡Al fin y al cabo para esta clase de
actividades no hay nadie mejor que un enemigo inveterado del parlamentarismo!
Mientras tanto, en toda Francia
no se hablaba más que de Ascaso, Durruti y Jover. Argentina ya había enviado un
buque de guerra para trasladar a los prisioneros. El acorazado se hallaba
varado con una avería en medio del Atlántico. El plazo de la extradición había
vencido. Pero los «tres mosqueteros» seguían detenidos en la Conciergerie.
Invocamos las disposiciones legales y solicitamos su inmediata liberación. Se
burlaron de nosotros, claro.
Llegó por fin el día de la
interpelación. Algunos diputados querían que se hiciera justicia; otros querían
aprovechar la ocasión para derribar al gobierno de Poincaré. Esto podía ocurrir
fácilmente si el gobierno pedía un voto de confianza. En los pasillos cundían
los rumores y las especulaciones. Pero Poincaré, que no era ningún novato,
previó el resultado, y poco antes del descanso de mediodía me envió un
mediador, su fiel mastín y confidente Malvy, el presidente de la comisión de
Hacienda.
-A ver, Lecoin, ¿qué quiere
usted? —preguntó—. ¿Tanto le interesa la caída del gobierno?
-No, en absoluto, sólo pedimos
una cosa: la libertad de Ascaso, Durruti y Jover.
-Enseguida voy a ver al
presidente. Vuelva a las dos, por favor. Le comunicaré su decisión.
La votación no se llevó a cabo.
Barthou y Poincaré prefirieron capitular. Era julio de 1927.
Al día siguiente nos presentamos
ante el portal de la Conciergerie, en el Quai des Orfévres, rodeados por una
jauría de periodistas y fotógrafos. La puerta se abrió. Allí estaban Ascaso,
Durruti y Jover.
[Louis Lecoin]
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