Fragmento de la obra El corto verano de la anarquía.Vida y muerte de Durruti, de Hans Magnus Enzensberger, publicada por la Editorial Anagrama.
(Pág. 237)
Columna Durruti |
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La leyenda recoge anécdotas,
aventuras y secretos; busca lo que necesita y descarta lo que no le sirve; y de
este modo obtiene una concordancia que defiende tenazmente. El enemigo, que se
obstina en destruirla y «desenmascarar» al héroe, se estrella contra la
consistencia de esas narraciones colectivas, contra su carácter consecuente y su
densidad. La refutación científica de ciertos detalles afecta menos aun a la
historia de un héroe. Esta inmunidad otorga al héroe una extraña influencia
política, que incluso los más escaldados ajedrecistas de la política realista
tienen que tomar en cuenta; no se opondrán a él, sino que tratarán más bien de
explotar su autoridad, sobre todo cuando éste está muerto y no puede
defenderse.
La dramaturgia de la leyenda
heroica ya ha sido establecida en sus rasgos esenciales. Los orígenes del héroe
son modestos. Se destaca de su anonimato como luchador individual ejemplar. Su
gloria va unida a su valor, a su sinceridad y a su solidaridad. Sale airoso en
situaciones desesperadas, en la persecución y en el exilio. Donde otros caen él
siempre se escapa, como si fuera invulnerable. Sin embargo, sólo a través de su
muerte completará su ser. Una muerte así siempre tiene algo de enigmático. En
el fondo sólo puede explicarse por una traición. El fin del héroe parece un
presagio, pero también una consumación. En este preciso instante se cristaliza
la leyenda. Su entierro se convierte en manifestación. Se pone su nombre a las
calles, su retrato aparece en las paredes y en los carteles políticos; se
convierte en talismán. La victoria de su causa habría conducido a su canonización,
lo que casi siempre equivale a decir al abuso y la traición. Así, también
Durruti habría podido convertirse en un héroe oficial, en un héroe nacional. La
derrota de la revolución lo preservó de este destino. Así siguió siendo lo que
siempre fue: un héroe proletario, un defensor de los explotados, de los
oprimidos y perseguidos. Pertenece a la antihistoria que no figura en los
libros de texto. Su tumba se halla en los suburbios de Barcelona, a la sombra
de una fábrica. Sobre la blanca losa siempre hay flores. Ningún escultor ha
cincelado su nombre. Sólo quien se fije bien podrá leer lo que un desconocido
raspó con una navaja y mala letra sobre la piedra: la palabra Durruti.
(pág. 258)
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Es un mundo aparte, muy disperso
geográficamente, y sin embargo estrecho: un mundo con sus propias reglas, su
código de preferencias y aversiones, donde cada uno sabe lo que hace el otro,
incluso cuando pasan años sin verse. Este mundo de los viejos compañeros no
está exento de frustración y celos, de desavenencias y alienación, los estigmas
de la emigración. El promedio de edad es alto; los rumores y novedades se
difunden fácilmente y persisten con tenacidad; el recuerdo se ha solidificado
hace tiempo; todos saben de memoria cuál fue su papel durante los años decisivos;
también pagan su tributo a la obstinación y pérdida de la memoria típicas de la
vejez.
Pero esta revolución vencida y
envejecida no ha perdido su integridad. El anarquismo español, por el cual han
luchado toda su vida estos hombres y estas mujeres, nunca ha sido una secta al
margen de la sociedad, una moda intelectual ni un burgués «jugar con fuego».
Fue un movimiento proletario de masas, y tienen menos que ver con el
neoanarquismo de los grupos estudiantiles actuales, de lo que manifiestos y
consignas hacen suponer. Estos octogenarios contemplan con sentimientos
contradictorios el renacimiento que experimentaron sus ideas en el Mayo de
París y en otras partes. Casi todos han trabajado toda la vida con sus manos.
Muchos de ellos van aún hoy todos los días a las obras y a la fábrica. La
mayoría trabaja en pequeñas empresas. Declaran con cierto orgullo que no
dependen de nadie, que se ganan la vida por sí mismos; todos son expertos en su
especialidad. Las consignas de la «sociedad del tiempo libre» y las utopías del
ocio les son ajenas. En sus pequeñas viviendas no hay nada superfluo; no
conocen la disipación ni el fetichismo del consumo. Sólo cuenta lo que puede
usarse. Viven con una modestia que no los oprime. Ignoran tácitamente las
normas del consumo, sin entrar en polémicas.
Las relaciones de los jóvenes con
la cultura les inquieta. Les parece incomprensible el desprecio de los
situacionistas hacia todo lo que huele a «ilustración». Para estos viejos
trabajadores, la cultura es algo bueno. Esto no es nada sorprendente, ya que
ellos conquistaron el abecedario con sangre y sudor. En sus pequeñas
habitaciones oscuras no hay televisores, sino libros. Ni en sueños se les
ocurriría arrojar el arte y la ciencia por la borda, aunque sean de origen
burgués. Tampoco comprenden el analfabetismo de un «escenario» cuya conciencia
está determinada por los cómics y la música rock. Omiten sin comentarios la
liberación sexual, que copia al pie de la letra antiquísimas teorías
anarquistas.
Estos revolucionarios de otros
tiempos han envejecido, pero no parecen cansados. Ignoran lo que es la
irreflexión. Su moral es silenciosa, pero no permite la ambigüedad. Están
familiarizados con la violencia, pero miran con profunda desconfianza el gusto
por la violencia. Son solitarios y desconfiados; pero una vez traspasado el
umbral de su exilio, que nos separa de ellos, se abre un mundo de generosidad,
hospitalidad y solidaridad. Cuando uno los conoce, se sorprende al comprobar
cuán poca desorientación y amargura hay en ellos; mucho menos que en sus
jóvenes visitantes. No son melancólicos. Su amabilidad es proletaria. Tienen la
dignidad de las personas que nunca han capitulado. No tienen que agradecerle
nada a nadie. Nadie los ha «patrocinado». No han aceptado nada, ni han gozado
de becas. El bienestar no les interesa. Son incorruptibles. Su conciencia está
intacta. No son fracasados. Su estado físico es excelente. No son hombres
acabados ni neuróticos. No necesitan drogas. No se autocompadecen. No lamentan
nada. Sus derrotas no los han desengañado. Saben que han cometido errores, pero
no se vuelven atrás. Los viejos hombres de la revolución son más fuertes que el
mundo que los sucedió.
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