Fragmento de la obra El corto verano de la anarquía.Vida y muerte de Durruti, de Hans Magnus Enzensberger, publicada por la Editorial Anagrama. Este fragmento corresponde a uno de los varios que aparecen en el libro en los que la historia no está contada desde puntos de vista diversos, sino que es el autor, Hans Magnus Enzensberger, el que desliza su propio punto de vista; en este caso expone cuáles fueron, a su entender, las razones del fracaso de la revolución anarquista.
(pág. 191)
(pág. 191)
QUINTO COMENTARIO
EL ENEMIGO
¿Dónde está el enemigo? En esta
historia sólo aparece al margen del campo visual: es una mancha movediza en una
ventana detrás de la ametralladora, una sombra del otro lado de la barricada,
un anciano en una oficina, una silueta en las trincheras. Es casi siempre
anónimo. Pero al mismo tiempo ubicuo. No es una imaginación ilusoria. La
revolución y la guerra son dos cosas distintas. Quien desee no sólo vencer a un
adversario militar, sino también revolucionar la sociedad en la que vive, para
ese no existe un frente principal en el cual amigos y enemigos puedan
reconocerse visiblemente a lo lejos.
La revolución española no sólo se
enfrentó con Franco y el ejército que estaba bajo su mando. Sus enemigos actuaban
también desde el primer día dentro del propio campo de la revolución. En julio
de 1936 los anarquistas se hallaron comprimidos en una coalición con sus
enemigos hereditarios. La inconsistencia de esta unión era evidente. La CNT-FAI
luchaba contra los fascistas, lado a lado con los restos de un ejército y una
policía que poco antes había organizado batidas en contra suya. Lluís Companys
se sentaba en su palacio gubernamental frente a unos hombres a quienes había
ordenado encarcelar durante años. La República española alardeó durante toda la
Guerra Civil de su legitimidad y su fidelidad a la constitución; se distinguía
entre «rebeldes», o sea los generales golpistas, y leales», es decir los
defensores de la República. Sin embargo, la fuerza principal de la resistencia,
los anarquistas, eran totalmente ajenos a esa lealtad a un Estado al cual antes
bien habían despreciado con todo su corazón y combatido con todas sus fuerzas.
Sólo para los auténticos «republicanos», es decir los partidos burgueses de
centro y sus aliados, los socialdemócratas, era la disputa armada una guerra
defensiva: ellos querían mantener el statu quo anterior, y el poder del
Estado en sus manos, y con ello también el dominio de clase, por el cual
respondían contra las pretensiones de los fascistas. Sin embargo no se oponían
totalmente a un compromiso o acuerdo con el enemigo. En cambio, la CNT-FAI,
como vanguardia organizada del proletariado urbano y rural, quería hacer
cuentas claras. Su lucha era ofensiva. Su objetivo era una nueva sociedad. Para
lograr este objetivo había que desembarazarse del Estado débil y
manifiestamente desahuciado de la pequeña burguesía y sus partidos. Fieles a
sus principios, los anarquistas se proponían abolir al Estado como tal, y
erigir en España un reino de libertad. Para ello no podían contar, por
supuesto, con el pequeño Partido Comunista español; desde el principio éste se
había puesto resueltamente al lado de los republicanos burgueses. Las
contradicciones en el propio campo eran irreconciliables; la guerra civil
dentro de la Guerra Civil era una amenaza permanente. En cambio, Franco logró
disimular y reprimir las oposiciones existentes en su sector (entre la junta
militar y la Falange, y entre los partidarios de los Borbones y los carlistas).
Exteriormente aparecía la imagen de una unidad monolítica: «Un Estado. Un país.
Un caudillo».
Los generales descartaban la
posibilidad de que el pueblo español emprendiera una guerra contra ellos. Su
confianza se basaba en la superioridad material del ejército. Todo recuento de
tropas y medios económicos, fusiles y municiones, aviones y tanques, conducía a
la misma conclusión: que la resistencia contra Franco era inútil. Pero todas
las revoluciones tienen que enfrentar a un enemigo militarmente superior. El
pueblo que resuelve derribar violentamente el poder estatal se enfrenta siempre
a un ejército incomparablemente mejor adiestrado y armado. Mientras las tropas
permanezcan «leales» y obedezcan a sus superiores, no hay probabilidades de
éxito. La fuerza política es decisiva para el resultado de la lucha. «Es
indudable que el destino de toda revolución se decide, en cierta etapa, a
través de un cambio en la moral del ejército», dice Trotski en su Historia de
la Revolución Rusa. «Los soldados en su mayoría son tanto más capaces de dar la
vuelta a sus bayonetas o de pasarse con ellas al pueblo, cuanto más convencidos
estén que los insurrectos se han levantado de verdad; que no se trata sólo de
una manifestación, después de la cual hay que regresar al cuartel a rendir cuentas;
que es una lucha de vida o muerte y que el pueblo está en condiciones de vencer
si se unen a él».
De ello se deduce que la victoria
de Franco no se explica, o en todo caso no se explica únicamente, por su
superioridad material, la ayuda de potencias extranjeras y el terror y la
violencia en el interior. Es evidente que el fascismo puso en acción, también
en España, fuertes motivaciones ideológicas. El papel que desempeñó este factor
en la derrota de la revolución española ha sido subestimado con frecuencia.
Pero es preciso tomarlo en cuenta.
La plataforma ideológica de los
anarquistas era simple hasta el primitivismo, era comprensible a primera vista
para quienes vivían de su propio trabajo, y tan racional que se ofrecía al
examen de la práctica; no sólo permitía una crítica inmediata, sino que la
estimulaba del modo más ingenuo. Los anarquistas siempre estuvieron alejados de
la tradicional cautela de los marxistas, que contaban con incalculables e
ininteligibles periodos de transformación. Su convicción absoluta y la
espontaneidad con que prometen saltar al reino de la libertad, los fortalece y
da alas a la fantasía de sus adeptos, mientras no haya pasado el examen de la
práctica. Pero tan pronto como la revolución obtiene sus primeras victorias y
tropieza con las interminables dificultades de la construcción, se demuestra su
debilidad política. La confianza de las masas se convierte en desmoralización
cuando la gran promesa no puede ser cumplida, cuando la práctica falsifica a la
ideología.
La firmeza de principios de los
anarquistas se vuelve entonces contra ellos. Los dirigentes de la CNT-FAI no
eran corruptos; esto es evidente. La mayoría de ellos eran obreros; la
organización no les pagaba; eran todo lo contrario del jerarca, del capitulador
o del burócrata. Pero la moral incondicional que se exigían a sí mismos y al
movimiento, contribuyó a su ruina. Ésta se volvió contra ellos en forma de
dudas corrosivas y escrupulosas demoras tan pronto como se les exigió que
dieran el primer paso táctico en el camino del poder. Eran incapaces de
desarrollar una política de alianzas. Se enredaron en las alternativas
inexorables de su propia ideología.
En cambio, las promesas del
fascismo estaban más allá de toda práctica posible, desde el principio. Se
excluía un conflicto con la realidad social. ¿Quién podría definir
racionalmente lo que exige el honor de la nación española o a qué aspiran los deseos
de la Santa Virgen? El cielo no suele desautorizar a sus beneficiarios
ideológicos. Cuanto más trascendentales son los valores que invoca una
ideología, tanto más grande suele ser la falta de escrúpulos de sus defensores.
El cristianismo de Franco fue, en efecto, uno de los puntales ideológicos más
firmes de la España franquista; el otro fue el «nacionalismo», que se manifestó
al internacionalizarse la guerra. En tercer lugar, el bando nacional supo
también enarbolar el atractivo señuelo de la tradición, del pasado glorioso,
que procuró traer al presente actualizando gran parte de sus sofismas o de sus
innegables realidades.
Fue precisamente la total
irracionalidad de sus consignas lo que favoreció la fascinación ideológica del
fascismo. En España, como antes lo había hecho en Italia y en Alemania, el
fascismo activó fuerzas inconscientes en cuya existencia la izquierda no había
reparado: temores y resentimientos que existían también en el seno de la clase
obrera. Lo que los anarquistas prometían y no pudieron realizar era un mundo
completamente terrenal, un mundo enteramente futuro en el cual desaparecían el
Estado y la Iglesia, la familia y la propiedad. Estas instituciones eran
odiadas, pero también se estaba familiarizado con ellas, y el futuro de la
anarquía no sólo evocaba anhelos, sino también recónditos temores llenos de
fuerza elemental. En cambio, el fascismo ofrecía el pasado como refugio, un
pasado que naturalmente nunca había existido. El odio contra el mundo moderno,
que tan mal había tratado a España desde el Siglo de las Luces, pudo
encastillarse en una Edad Media ficticia, y la identidad amenazada se aferró a las
rejas institucionales del Estado autoritario.
Los teóricos anarquistas eran
incapaces de comprender esos mecanismos. Su horizonte se limitaba a la próxima
barricada. No comprendían la estructura interna del fascismo ni la dinámica
internacional dentro de la cual éste operaba. Aunque ya desde la época de
Bakunin venían hablando de la revolución mundial y se sentían internacionalistas,
observaron estupefactos e irritados cómo las democracias occidentales, en
acuerdo tácito con Mussolini y Hitler, representaban la comedia de la no
intervención. Habían leído en sus folletos acerca de la organización
internacional del capital, pero no contaban con las consecuencias; ellos mismos
habían sucumbido, hasta cierto punto, a una mistificación nacional. Al fin y al
cabo sus experiencias de lucha se habían limitado durante décadas a sus propios
pueblos, a la fábrica y al barrio que conocían. La forma organizativa
extremadamente descentralizada que poseían redundó con frecuencia en su
beneficio; pero la pagaron a cambio de una considerable restricción de su radio
de acción. Los anarquistas contemplaron desamparados las maniobras de la
política soviética, que hacía tiempo había aprendido a calcular a escala
mundial. El suministro de armas de la Unión Soviética a la España republicana
fue en realidad muy limitado; sin embargo tuvo, en determinados momentos, una
importancia decisiva. El precio político que exigían y que hubo que pagar fue
astronómico. La influencia del Partido Comunista aumentó diariamente, aunque
nunca había tenido arraigo en el proletariado español; aparecieron comisarios y
agentes soviéticos en Madrid, Valencia y Barcelona, y asumieron funciones de
«consejeros» en el aparato militar y policial. Stalin manipuló la revolución
española como si fuera una pieza de ajedrez. La convirtió en un instrumento de
la política exterior rusa. Los anarquistas se enfrentaron sobresaltados a un tipo
muy especial de internacionalismo. Cuando se dieron cuenta, ya era demasiado
tarde. La CNT-FAI fue arrinconada, no sólo en el plano militar, sino también
político; cuando una revolución se deja desarmar ideológicamente y pasa a la
defensiva, es que ha llegado el principio de su fin.
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