Título original: In den gängen
Intérpretes: Franz Rogowski, Sandra Huller, Peter
Kurth, Andreas Leupold, Michael Specht, Steffen Scheumann, Ramona Kunze-Libnow
Director: Thomas Stuber
Guionistas: Clemens Meyer, Thomas Stuber
Alemania, 125 minutos
El lacónico y solitario Christian entra a trabajar
en un hipermercado en algún lugar de la antigua Alemania del Este. Es ahí,
entre la hipnótica simetría de esos pasillos bañados por una luz amarillenta,
donde transcurren ahora sus días, o más bien sus noches, pues es precisamente
el turno de noche el que le ha correspondido al novato Christian, «manipulador
de existencias», tal y como reza la placa que luce sobre su bata azul, junto a
los cuatro bolígrafos. Christian desea dejar atrás un pasado oscuro, y que no
quiere mostrar como tampoco quiere mostrar los tatuajes que cubren su cuerpo, y
labrarse un futuro. Bruno, el encargado de Bebidas, lo acoge como si de un hijo
se tratase y se encarga de enseñarle los entresijos del oficio. Poco a poco, la
hostilidad inicial de sus compañeros se irá convirtiendo en fraternidad, al tiempo
que Christian se va enamorando de Marion, una mujer casada que lleva el
departamento de Dulces y que tiene una actitud ambivalente hacia él. El recién
llegado intenta acercarse a ella de una manera entre torpe y tímida.
Basada en un relato de 25 páginas incluido en la colección
de relatos Die Nacht, die Lichter (La noche, las luces), del escritor
alemán Clemens Meyer (co-guionista de la película), En los pasillos es
una historia ambientada en el mundo del trabajo. Sus protagonistas son trabajadores
reponedores de mirada apagada, grises personajes instalados en una edad en la
que ya han visto muchos trenes pasar por delante de sus narices, y que sólo
aspiran a esos quince minutos de descanso, a echarse un cigarrito, a
intercambiar algún chiste con los compañeros, a que llegue el fin de semana, o,
en el mejor de los casos, a mantener algún escarceo amoroso. Viven en un mundo
capitalista, ese que tantas expectativas creó para los alemanes del Este y que
tantas decepciones deparó después. Están tan inmersos, tan indisolublemente
encadenados a él como desencantados. Ambas partes se necesitan, pero una de
esas partes es más prescindible que la otra. El mundo del capital, ese mundo
feliz, es como el poster que hay en la cafetería del hipermercado, punto de
reunión de los empleados: unas palmeras en algún paraíso exótico y soleado.
Todos saben que nunca conocerán ese paraíso y sin embargo existe, ahí está la
foto.
Paradójicamente, es justo ese gran supermercado de
trabajos mal remunerados donde los personajes tienen un sentimiento de
pertenencia que dota de cierto sentido a sus vidas. Fuera de allí, lo que
ocurre en sus hogares es un completo enigma para sus compañeros y probablemente
para ellos mismos. Misterio que Christian intentará descifrar colándose en ese
puzle incompleto que es la casa de Marion.
El hipermercado, con su trazado regular y perfectamente
organizado, siempre atento a las necesidades de los clientes pero al mismo
tiempo despersonalizado, es un microcosmos en sí mismo, trasunto de una
Alemania reunificada pero también de cualquier otro país occidentalizado, donde
sus trabajadores, auténticos desheredados del sistema, aspiran a poder tomarse
una cerveza al llegar a casa, echar un polvo y dormirse cuanto antes, que
mañana hay que volver al tajo y reponer más productos. Es la lógica del
mercado: estantes siempre llenos; existencias limpias, frescas y bien
presentadas. Nada puede fallar, y si un trabajador falla, ya habrá otros que lo
sustituyan, pero el hecho es que la máquina no puede detenerse, «el espectáculo
debe continuar» en palabras del encargado. Y mientras tanto no faltan
empleados, como el protagonista, que hurgan a escondidas en los contenedores de
su propio lugar de trabajo, intentando hacerse con un poco de la misma comida
que ellos tiran a diario.
A juzgar por su expresión y por sus comentarios en
off, Christian no parece entusiasmado con su nuevo puesto de trabajo,
pero, como casi todo en esta vida, es sólo una cuestión de tiempo. A decir
verdad, lo único que parece interesarle (y hasta descolocarle en sus
quehaceres) es Marion, y ella no parece muy dispuesta a abandonar a un marido
que la maltrata.
El mundo del capital es también un mundo de la
tecnología, así que no podían faltar máquinas en En los pasillos. Máquinas
tragaperras que nos hacen soñar con la posibilidad de un cambio en nuestras
vidas; máquinas de café que hacen nuestra existencia más llevadera; máquinas
con ganchos-grúa para atrapar muñecos; máquinas que hacen sonar música en mitad
de la noche en el interior de los hipermercados; máquinas con ruedas que nos
trasladan de manera rutinaria desde el yugo de nuestros trabajos hasta nuestros
apartamentos; o, cómo no, carretillas elevadoras capaces de transportar palés y
en cuyos engranajes, si uno presta la atención debida, se puede escuchar algo
parecido al sonido del océano.
Valses de Strauss, blues de Son House, pero
también canciones de Timber Timbre, Son Lux… se escuchan en la película.
Magnífico trabajo interpretativo de su
protagonista, el actor y bailarín Franz Rogowski, en su papel del taciturno
Christian, así como el de Sandra Hüller (la protagonista de la comedia negra Toni
Erdmann), la chica del departamento de Dulces, y Peter Kurth haciendo de
Bruno, el encargado de Bebidas que se arrepiente de haber dejado su trabajo de
camionero en la antigua Alemania del Este y haber cambiado su camión por una vulgar
carretilla elevadora.
«¡Bienvenidos a la noche, colegas!», dice el
encargado al tiempo que baja la intensidad de las luces y pone un CD con la Orchestral
Suite No. 3 D-dur, de Johann Sebastian Bach. Asistimos a una coreografía de
carretillas elevadoras que se deslizan entre pasillos deshabitados. Mientras, en
los acuarios de esa gran superficie los peces se hacinan, ávidos de alimento y
de aire, lejos, muy lejos, del mar…
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