Año: 2017
Duración: 99 min.
País: Bélgica
Dirección: Jean Libon, Yves Hinant
Guión: Jean Libon, Yves Hinant
Fotografía: Didier Hill-Derive
Por Javier Serrano
La película
nos muestra en el periodo que va desde abril de 2013 hasta septiembre 2016 a la
jueza de instrucción belga Anne Gruwez en su quehacer diario.
Por su pequeño
juzgado desfilan representantes de toda la miseria humana que previamente, eso
sí, han firmado una autorización para que se puedan utilizar esas imágenes. Prostitución,
masoquismo, robos, violencia de género, infanticidios de madres que creen que
su hijo está poseído por el mismísimo diablo… Miserables que por hacerse con un
pequeño botín son capaces de crímenes nefandos.
Sin toga que
pueda cubrir el striptease, mostrando con sus gestos y sus comentarios su
superioridad moral sobre el delincuente, la jueza imparte su particular
justicia como se haría en un reality show. Y así puede ser como una
madre que reprende, solo reprende, a su polluelo y le dice que no lo vuelva a
hacer, o ponerse más dura y no temblarle el pulso a la hora de enviar a un
malhechor una temporada al trullo, para acto seguido ofrecer caramelos al
mensajero que viene a traerle unos paquetes. Pero cuidado: «La colère d’Allah,
ça sera rien à côté de moi», así que ojito con la jueza Gruwez, una mujer de
armas tomar que no se achica ante ningún delincuente, de hecho no dudaría en tirar
al suelo a uno de ellos, ahí en su propio despacho, con tal de obtener una muestra de ADN que el reticente
malhechor se niega a aportar.
Lejos de
morderse la lengua, la jueza da rienda suelta a sus prejuicios, a sus
comentarios políticamente incorrectos. De hecho, ahí reside buena parte del encanto
de la cinta, en esa transgresión que consiste en decir lo que uno, y mucho más si
uno es juez, debería callar, siquiera por prudencia. Quizás es justamente eso
lo que atrae al espectador, ese populismo, tan de moda en los últimos tiempos,
de atreverse a decir lo que todos piensan y todos callan, y que luego lleva a
los descalabros electorales por todos conocidos. Ahí, en la personalidad
egocéntrica de la jueza Gruwez, en su particular sentido del humor, en la provocación
de sus opiniones, en sus paseos con su viejo Citroën 2CV por las calles de
Bruselas, en lo extravagante de algunos casos y sus detalles escabrosos… ahí reside
el supuesto toque cómico de la cinta.
Por cierto,
todos esos delincuentes son de origen extranjero, a menudo magrebíes a los que
la jueza Gruwez no duda en amonestar por tener costumbres tan bárbaras como
casarse entre primos, con toda la degeneración genética y enfermedades que eso
conlleva. De hecho, uno de ellos, al que la jueza ha condenado a pasar una
temporada a la sombra, no duda en afirmar que en cuanto salga de la trena se
irá a Siria y abrazará la yihad.
Como era previsible en una película
que habla sobre la justicia, no podían faltar agentes del orden, polis de
inmaculada piel blanca que colaboran con la superjueza, de un blanco
deslumbrante también, en la incesante búsqueda de malhechores, y más
concretamente en un oscuro asesinato que quedó sin cerrar y que constituye el
levísimo hilo argumental de la película.
Yves Hinant y
Jean Libon, los directores del documental Ni juge, ni soumise, ya habían colaborado en el
insolente y vitriólico magacín televisivo franco-belga titulado Strip-tease.
¿Hasta qué punto un documental puede ser fiel a la realidad, puede ser creíble,
cuando los participantes —como en esas bodas horteras en las que el cámara va grabando,
uno por uno, a todos los asistentes y ellos, más que ebrios, fingen no darse
cuenta de su presencia— son conscientes de estar colaborando en algo parecido a
un juego de simulación?
Para darle un
toque de actualidad, no faltan planos en los que se ve a militares patrullando
por las calles de Bruselas con el arma en ristre. Sí, amigos, se trata una vez
más de la omnipresente amenaza yihadista, tan presente en países como Francia o
Bélgica. Pero tranquilos: ahí está la jueza Gruwez.
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