«EJERCICIOS NEGATIVOS» (3) - EMIL CIORAN

Fragmentos de Ejercicios negativos, de Emil Cioran, publicado por Taurus y traducido por Alicia Martorell.

MILAGRO VERTICAL
«Haber conocido la tentación de todas las dudas, haber sentido cómo te corroen los huesos y la carne lívida, complacerse en su infiltración mortífera y beber en ella delicias depravadas. ¡Y a pesar de todo, permanecer en pie, y llevar a cabo cada uno lo que le toque! La hazaña más osada y la menos previsible del espíritu liberado de todo es su posición vertical, cuando el amasijo de incertidumbre con el que carga su osamenta debería llevarlo a soñar con todas las camas y todas las tumbas. Cuando todo invita a la caída, perseverar sobre dos piernas, obstinarse en la postura ordinaria, implica un esfuerzo que va más allá del heroísmo. Llegar al cabo de todas las dudas y no caer: ¿habrá algún reto más temerario, cuando el suelo no es más seguro para nosotros que el cable para el funambulista? Una vez alcanzado un punto dado, la vida no es más que una acrobacia peligrosa y la posición habitual es una cuestión de equilibrio, y todo acto no horizontal es un vértigo inminente. Y así es como un nuevo milagro apunta en el horizonte de cada día: el milagro vertical».

«Un ser vivo que solo se alimenta de la vida es un ser monstruoso, obtuso e impenetrable. Abarrotado de esperanza, víctima de la salud, devorado por el futuro, le falta la incertidumbre, que es el acervo de los que han convertido en mérito su tránsito por los caminos entre las zonas irreductibles de existencia, ciudadanos de la vida y de la muerte, buscadores de un único equilibrio: el equilibrio que existe entre la piedad y el desprecio hacia todo lo que es… y hacia sí mismos».

EL HASTÍO INTERROGADO
«Nuestra experiencia temporal se despliega entre el Hastío y el Éxtasis, dos modalidades diferentes entre las cuales, una como punto de partida y otra como punto de arribo, se desarrolla nuestra percepción del instante. Es la gama que va del desasosiego a la felicidad, de una suspensión fría del tiempo a una suspensión ardiente. Sin embargo, el desasosiego, por su frecuencia, por su estabilidad, por su cualidad de fundamento de todos nuestros estados, se enseñorea de nuestra atención y se impone en significado a los estremecimientos insólitos de la felicidad.
Nuestras enfermedades se asientan en nuestros órganos, y buscan en ellos el punto de menor resistencia. Sabemos dónde están. Sin embargo, ¿dónde reside el hastío, cuál es su lugar favorito y como predestinado? No tiene espacio local; el cuerpo entero le pertenece, con todas las regiones del alma. Un vacío infinitesimal bosteza en cada célula, una caverna invisible se abre en cada parcela de nuestro ser, como si la materia de la que estamos hechos hubiera sido insuficiente y estuviera mezclada con la nada para colmar sus deficiencias. Desprovistos de densidad, arrastramos una herencia de Nada: somos nosotros mismos y no somos nadie. Por la colección de todas estas vacuidades que se dilatan en nuestra sustancia percibimos la ineficacia del tiempo. Un péndulo que se detiene y que es consciente de que se ha detenido: tal es nuestra condición de objetos incurablemente lúcidos. Y como la fatalidad de la vida afectiva no permite imaginar que se pueda experimentar más estado que aquel que se ha enseñorea-do de nosotros, o que existan seres ajenos al tormento que nos aflige, llegamos a ver las cosas y los hechos únicamente a través de las luces y las sombras cuya dosis fijó la visión deformante de un solo sentimiento. Así es como el Hastío sólo se concibe a sí mismo, así es como dispone de una visión sencilla y de una fórmula inteligible del sinsentido temporal, de una filosofía que le parece la única válida, pero que sólo es un caso más entre la diversidad de los puntos de vista. El júbilo exclama: ¿por qué los hombres no se estremecen de júbilo? —¿Por qué no aúllan de desesperación?, replica la desesperación. Y el quebranto más terrible rumia su interrogante, su evidencia: ¿Por qué milagro no se mueren de Aburrimiento?»

«Sólo Dios —y el gusano— tienen una posición clara: uno crea y el otro devora la creación».

ESCATOLOGÍA
«El conocimiento se anula, la conciencia expira. Ahora el sol disipará sus ardores sobre la estupidez y sobre nuestros cadáveres. Ha llegado la era de las excavaciones. Esperemos que el Diablo sea un buen arqueólogo.
Y así, cuanto más avance el hombre por el tiempo, menos posibilidades tendrá de tararear ingenuamente un canto de vida. Multiplicará sus conquistas, someterá a la Vida, pero a cambio de la suya propia. Cuando sea materialmente el auténtico rey de la tierra, su corona irradiará con un brillo mortal. Comprenderá demasiado tarde que fue víctima de la voluntad y de la conciencia de vivir, que se hizo más grande de lo que le permitía su sustancia, que ha perdido sus propios límites abandonando la pasividad extática de las criaturas displicentes. La inmensidad inútil de la historia —su creación— se volverá contra él. Antes de apagarse, víctima del orgullo y del hastío, o de aniquilarse violentamente, el mismo Vacío le parecerá un mensaje.
Y para llenarlo, ya sólo será capaz de reflexionar sobre un punto, de sufrir una única obsesión: de todas las modalidades de destruirme, ¿cuál es la mejor? Y será su última sutileza».

EL FIN DEL VERBO
«Si en virtud de un prodigio las palabras se volatilizasen, nuestro estupor y nuestra angustia se volverían intolerables. El mutismo súbito nos reduciría al suplicio más cruel. El uso del concepto es lo que nos dispensa del contacto con los terrores que recorren la vida. Decimos: la muerte, y esta abstracción nos impide verla, ser conscientes de su infinitud y su horror. Bautizamos las cosas y los hechos para eludir lo Inexplicable intrínseco y terrorífico. La actividad del espíritu se convierte así en una trampa salutífera, un ejercicio sistemático de prestidigitación. Nos permite circular en una realidad suavizada, confortable e inexacta. Aprender a manejar los conceptos es desaprender a mirar las cosas. La reflexión nace de un día de escapada. La pompa verbal es su resultado. Sin embargo, cuando volvemos a nosotros mismos y nos quedamos solos —sin la compañía de las palabras—redescubrimos el universo incalificado, el objeto puro, el acontecimiento desnudo. ¿Dónde encontrar audacia suficiente para hacer frente a este mundo inmediato? En lugar de especular sobre la muerte, la contemplamos y somos la muerte; en lugar de adornar la vida y de asignarle objetivos, retiramos el ornato de nobles falsedades y vemos que sólo es un eufemismo para el mal. Las palabras imponentes: destino, infortunio, desgracia, pierden su esplendor y apercibimos la miserable criatura que lucha contra males concretos, órganos desfallecientes, vencida y sollozante sobre una materia postrada y atónita. Retiremos al hombre la mentira de la Desgracia, démosle el poder de mirar por encima de este vocablo consolador y huero: no podrá soportar ni un instante su propia desgracia. La abstracción impide que el hombre se hunda en la desesperación y la demencia; lo salvan las sonoridades sin contenido, dilapidadas y henchidas, no las religiones y los instintos».

«Cuando Adán fue expulsado del Paraíso, en lugar de maldecir de su verdugo, se apresuró a dar nombre a las cosas. Era la única forma de olvidarlas, el único acomodo posible con ellas. Se sentaron así las bases del idealismo. Ni Platón, ni Kant, ni Hegel inventaron nada; consagraron sutilmente el gesto del primer Balbuceador. Convertimos en entidad hasta nuestro propio nombre: un sistema para no estancarnos en nuestro accidente, en nuestra podredumbre. Desde el momento en que nos llamamos Pierre o Paul ya no podemos morir. Y así nos abandonamos a una ilusión de inmortalidad, porque al pensar en nuestro nombre nos olvidamos de nosotros mismos. El místico que renuncia a la palabra renuncia a todo: deja de ser criatura, es el final de una raza. Una vez desvanecida la articulación, el hombre queda totalmente solo. Imaginémoslo sin verbo y sin fe, místico nihilista, y tendremos el mejor ejemplo de culminación desastrosa de la aventura humana. Lo natural es pensar que el hombre se hartará de las palabras y, hastiado de manosear tiempos, desbautizará las cosas y arrojará sus nombres y el suyo propio a la gran hoguera que devorará sus esperanzas sonoras. Todos nos precipitamos hacia ese modelo final, hacia el hombre desvestido y asqueado, hacia el hombre mudo y desnudo». 

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