Fragmentos de Ejercicios negativos, de Emil Cioran, publicado por Taurus y traducido por Alicia Martorell.
MILAGRO
VERTICAL
«Haber
conocido la tentación de todas las dudas, haber sentido cómo te corroen los
huesos y la carne lívida, complacerse en su infiltración mortífera y beber en
ella delicias depravadas. ¡Y a pesar de todo, permanecer en pie, y llevar a
cabo cada uno lo que le toque! La hazaña más osada y la menos previsible del
espíritu liberado de todo es su posición vertical, cuando el amasijo de
incertidumbre con el que carga su osamenta debería llevarlo a soñar con todas
las camas y todas las tumbas. Cuando todo invita a la caída, perseverar sobre
dos piernas, obstinarse en la postura ordinaria, implica un esfuerzo que va más
allá del heroísmo. Llegar al cabo de todas las dudas y no caer: ¿habrá algún
reto más temerario, cuando el suelo no es más seguro para nosotros que el cable
para el funambulista? Una vez alcanzado un punto dado, la vida no es más que
una acrobacia peligrosa y la posición habitual es una cuestión de equilibrio, y
todo acto no horizontal es un vértigo inminente. Y así es como un nuevo milagro
apunta en el horizonte de cada día: el milagro vertical».
«Un ser vivo
que solo se alimenta de la vida es un ser monstruoso, obtuso e impenetrable.
Abarrotado de esperanza, víctima de la salud, devorado por el futuro, le falta
la incertidumbre, que es el acervo de los que han convertido en mérito su
tránsito por los caminos entre las zonas irreductibles de existencia,
ciudadanos de la vida y de la muerte, buscadores de un único equilibrio: el
equilibrio que existe entre la piedad y el desprecio hacia todo lo que es… y
hacia sí mismos».
EL
HASTÍO INTERROGADO
«Nuestra
experiencia temporal se despliega entre el Hastío y el Éxtasis, dos modalidades
diferentes entre las cuales, una como punto de partida y otra como punto de
arribo, se desarrolla nuestra percepción del instante. Es la gama que va del
desasosiego a la felicidad, de una suspensión fría del tiempo a una suspensión
ardiente. Sin embargo, el desasosiego, por su frecuencia, por su estabilidad,
por su cualidad de fundamento de todos nuestros estados, se enseñorea de
nuestra atención y se impone en significado a los estremecimientos insólitos de
la felicidad.
Nuestras
enfermedades se asientan en nuestros órganos, y buscan en ellos el punto
de menor resistencia. Sabemos dónde están. Sin embargo, ¿dónde reside el
hastío, cuál es su lugar favorito y como predestinado? No tiene espacio local;
el cuerpo entero le pertenece, con todas las regiones del alma. Un vacío
infinitesimal bosteza en cada célula, una caverna invisible se abre en cada
parcela de nuestro ser, como si la materia de la que estamos hechos hubiera
sido insuficiente y estuviera mezclada con la nada para colmar sus
deficiencias. Desprovistos de densidad, arrastramos una herencia de Nada: somos
nosotros mismos y no somos nadie. Por la colección de todas estas vacuidades
que se dilatan en nuestra sustancia percibimos la ineficacia del tiempo. Un
péndulo que se detiene y que es consciente de que se ha detenido: tal es
nuestra condición de objetos incurablemente lúcidos. Y como la fatalidad de la
vida afectiva no permite imaginar que se pueda experimentar más estado que
aquel que se ha enseñorea-do de nosotros, o que existan seres ajenos al
tormento que nos aflige, llegamos a ver las cosas y los hechos únicamente a
través de las luces y las sombras cuya dosis fijó la visión deformante de un
solo sentimiento. Así es como el Hastío sólo se concibe a sí mismo, así es como
dispone de una visión sencilla y de una fórmula inteligible del sinsentido
temporal, de una filosofía que le parece la única válida, pero que sólo es un
caso más entre la diversidad de los puntos de vista. El júbilo exclama: ¿por
qué los hombres no se estremecen de júbilo? —¿Por qué no aúllan de
desesperación?, replica la desesperación. Y el quebranto más terrible rumia su
interrogante, su evidencia: ¿Por qué milagro no se mueren de Aburrimiento?»
«Sólo Dios —y
el gusano— tienen una posición clara: uno crea y el otro devora la
creación».
ESCATOLOGÍA
«El
conocimiento se anula, la conciencia expira. Ahora el sol disipará sus ardores
sobre la estupidez y sobre nuestros cadáveres. Ha llegado la era de las
excavaciones. Esperemos que el Diablo sea un buen arqueólogo.
Y así, cuanto
más avance el hombre por el tiempo, menos posibilidades tendrá de tararear
ingenuamente un canto de vida. Multiplicará sus conquistas, someterá a la Vida,
pero a cambio de la suya propia. Cuando sea materialmente el auténtico rey de
la tierra, su corona irradiará con un brillo mortal. Comprenderá demasiado
tarde que fue víctima de la voluntad y de la conciencia de vivir,
que se hizo más grande de lo que le permitía su sustancia, que ha perdido sus
propios límites abandonando la pasividad extática de las criaturas
displicentes. La inmensidad inútil de la historia —su creación— se volverá
contra él. Antes de apagarse, víctima del orgullo y del hastío, o de
aniquilarse violentamente, el mismo Vacío le parecerá un mensaje.
Y para
llenarlo, ya sólo será capaz de reflexionar sobre un punto, de sufrir una única
obsesión: de todas las modalidades de destruirme, ¿cuál es la mejor? Y será su
última sutileza».
EL
FIN DEL VERBO
«Si en virtud
de un prodigio las palabras se volatilizasen, nuestro estupor y nuestra
angustia se volverían intolerables. El mutismo súbito nos reduciría al suplicio
más cruel. El uso del concepto es lo que nos dispensa del contacto con los
terrores que recorren la vida. Decimos: la muerte, y esta abstracción nos
impide verla, ser conscientes de su infinitud y su horror. Bautizamos las cosas
y los hechos para eludir lo Inexplicable intrínseco y terrorífico. La actividad
del espíritu se convierte así en una trampa salutífera, un ejercicio
sistemático de prestidigitación. Nos permite circular en una realidad
suavizada, confortable e inexacta. Aprender a manejar los conceptos es
desaprender a mirar las cosas. La reflexión nace de un día de escapada. La
pompa verbal es su resultado. Sin embargo, cuando volvemos a nosotros mismos y
nos quedamos solos —sin la compañía de las palabras—redescubrimos el universo
incalificado, el objeto puro, el acontecimiento desnudo. ¿Dónde encontrar
audacia suficiente para hacer frente a este mundo inmediato? En lugar de
especular sobre la muerte, la contemplamos y somos la muerte; en lugar de
adornar la vida y de asignarle objetivos, retiramos el ornato de nobles
falsedades y vemos que sólo es un eufemismo para el mal. Las palabras
imponentes: destino, infortunio, desgracia, pierden su esplendor y apercibimos
la miserable criatura que lucha contra males concretos, órganos
desfallecientes, vencida y sollozante sobre una materia postrada y atónita.
Retiremos al hombre la mentira de la Desgracia, démosle el poder de mirar por
encima de este vocablo consolador y huero: no podrá soportar ni un instante su
propia desgracia. La abstracción impide que el hombre se hunda en la
desesperación y la demencia; lo salvan las sonoridades sin contenido,
dilapidadas y henchidas, no las religiones y los instintos».
«Cuando Adán
fue expulsado del Paraíso, en lugar de maldecir de su verdugo, se apresuró a
dar nombre a las cosas. Era la única forma de olvidarlas, el único acomodo
posible con ellas. Se sentaron así las bases del idealismo. Ni Platón, ni Kant,
ni Hegel inventaron nada; consagraron sutilmente el gesto del primer
Balbuceador. Convertimos en entidad hasta nuestro propio nombre: un sistema
para no estancarnos en nuestro accidente, en nuestra podredumbre. Desde el
momento en que nos llamamos Pierre o Paul ya no podemos morir. Y así nos
abandonamos a una ilusión de inmortalidad, porque al pensar en nuestro nombre
nos olvidamos de nosotros mismos. El místico que renuncia a la palabra renuncia
a todo: deja de ser criatura, es el final de una raza. Una vez desvanecida la
articulación, el hombre queda totalmente solo. Imaginémoslo sin verbo y sin fe,
místico nihilista, y tendremos el mejor ejemplo de culminación desastrosa de la
aventura humana. Lo natural es pensar que el hombre se hartará de las palabras
y, hastiado de manosear tiempos, desbautizará las cosas y arrojará sus nombres
y el suyo propio a la gran hoguera que devorará sus esperanzas sonoras. Todos
nos precipitamos hacia ese modelo final, hacia el hombre desvestido y asqueado,
hacia el hombre mudo y desnudo».
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