Fragmento de Ejercicios negativos, de Emil Cioran, publicado por Taurus y traducido por Alicia Martorell.
LO IMPROBABLE
COMO SALVACIÓN
«En el fondo,
sólo vivimos porque no hay ningún argumento para vivir. La muerte es demasiado
exacta; tiene todas las razones de su parte. Sólo resulta misteriosa para
nuestros instintos. Sin embargo, para la tristeza que sigue a contrapelo las
pendientes de la opinión, la inexistencia tiene una limpidez sin prestigios,
sin el falso atractivo de lo desconocido. Sólo podemos tener realmente miedo de
lo que es. Y por esta misma razón, la vida da más miedo que la muerte, porque
ésta no significa nada, mientras que aquélla pretende significar algo. La vida
es la gran incógnita, está cargada con un peso incalculable de sinsentido y con
una masa aplastante de irracionalidad. ¿Quién puede escrutar sus elementos sin
inmovilizarse en el asombro que paraliza? Basta con seguir la trayectoria de un
solo ser para que un asco consciente nos libre a los efectos fosilizantes de
una desidia muda. ¿Son posibles tanto vacío y tanta incomprensibilidad al mismo
tiempo? ¿Dónde nos llevará tanto misterio insensato? Perseveramos en el ser
porque el deseo de morir es demasiado lógico, y, por ende, demasiado poco
eficaz. Si la vida tuviera un solo argumento a su favor —diferenciado,
indiscutible—, se aniquilaría; los instintos y los prejuicios ya no tendrían
nada que sostener; se relajarían, anegados por esta evidencia contra la que
luchan y cuya ausencia es claramente su única razón de existir. Todo lo que
respira se alimenta de lo inverificable; una gota más de lógica mataría a lo que
se divierte viviendo. ¿Dónde va lo que parece ser? Sin esta incógnita todo se
acabaría anulando. Demos un objetivo preciso a la vida y perderá
instantáneamente su terrible encanto. La inexactitud suprema de sus fines la
hace superior a la muerte. Un grano de precisión la reduce a la trivialidad de
las tumbas. Porque una ciencia positiva del sentido de la vida despoblaría la
tierra en un día, y si un insensato se obstinase, ni sus argucias ni su fuerza
podrían reanimar, en el corazón del desierto, las improbabilidades fecundas del
Deseo.
Todos estamos
hasta el cuello de barro. Incluso un espíritu noble sólo es de un barro más
pálido, una quintaesencia de miseria desvaída, de materia debilitada. Si no sucumbimos,
es porque no sabemos lo que somos; nuestros problemas y los de los demás nos
parecen igualmente imposibles de resolver. Si consiguiéramos enderezar, atenuar
el punto de interrogación que planea sobre cada uno de nosotros, si lográsemos
minimizar la perplejidad, si alcanzásemos la certidumbre de estar menos
asombrados, disminuiría en nosotros la embriaguez de vivir y nuestros impulsos
decaerían por el efecto de una locura permeable a la razón. Lo mejor que
podríamos esperar al cabo de nuestras reflexiones sería suspender este punto al
margen de nuestra vida; es lo que hace la mayor parte de los hombres, que sólo
respiran para eludir sus propias incertidumbres. Pero los que insisten en ser
ellos mismos no dudan en llevar hasta el límite las contradicciones que los
surcan; y si la prueba resulta estar por encima de su capacidad de resistencia,
hartos de tanto insoluble, ¡¿quién les impediría cortar el hilo de la espada,
para anular, de una vez por todas, tanto el interrogante como el alma que
interroga?!
Las
diferencias entre las épocas sólo lo son de grado: más crueles o más clementes,
más tumultuosas o más plácidas. Pero todas contienen virtualmente todas las
posibilidades, como las naciones, como los individuos. Un sabio no es más libre
ante la vida y la muerte que la criatura más ignara. Lo esencial es tan ajeno a
uno como a otro. Los libros no han enseñado a nadie a sobrellevar con mayor
ecuanimidad el estupor inefable de los instantes que pasan; las ideas no pueden
incidir en los actos decisivos, pues no es posible contacto alguno entre sus
naturalezas disímiles. ¿Cómo podría insertarse una idea en la sustancia
irreductible de nuestra experiencia de la vida y de la muerte? Somos víctimas
de fuerzas con las que sólo tenemos en común el viaje hacia una cosa que ya no
es nosotros mismos. Lo que aprendemos no pone ningún remedio a nuestro estado.
¿Qué significa tener mil ideas para una sola muerte, para la propia muerte?
Multiplicamos las palabras para una sola y misma realidad; bautizamos lo
indefinible; hacemos brillar con un barniz sonoro una cosa innominada e
innombrable. Estamos vulnerados y sufrimos en millares de fórmulas
deslumbrantes y vanas. Porque toda la ciencia de la que disponemos no sirve más
que para atemperar nuestras vehemencias y reducir nuestros gritos a una
monotonía silenciosa, consoladora para el espíritu en medio de sus derrotas.
¿Quién se
embarcaría en la sucesión de los actos sin arrogarse el derecho a la excepción
y conceder a su tiempo superioridad sobre todo lo que ha sido o será? Esta doblez
inconsciente, agresiva e irracional, explica el movimiento de la historia y la
sucesión de las generaciones, que se sacrifican para enriquecer un tesoro
improbable, resultado frágil de un esfuerzo en el que se entremezclan la audacia,
la estupidez y el dolor.
Si los hombres
están orgullosos de haberse embarcado en el devenir es porque desprecian más o
menos conscientemente a todos aquellos que los precedieron en el naufragio
temporal. Es cierto que cada época es una suma de naufragios, pero no seríamos
capaces de explicar esta verdad a la época en la que vivimos. Los seres humanos
sólo pueden embarcarse en la sucesión de los actos si se consideran una
excepción a esta regla que, en su opinión, sólo es fatal antes de ellos o
después de ellos: de modo que, bajo esta trampa lúcida u oscura, la historia cesaría,
ella que se mueve gracias al acoplamiento infinitamente reversible del valor y
de la estupidez. En efecto, hay que ser desesperadamente estúpido y valiente
para añadir a la suma del devenir la ínfima cantidad de nuestro óbolo y nuestra
ilusión. El tiempo nos mendiga un esfuerzo y nosotros desaparecemos en nuestra
limosna. Así se sacrifican las generaciones, así enriquecen un tesoro improbable.
Porque el sentido último de cada ser está en impedir que le sobreviva una sola
gota de sudor. Y después la historia lo rechaza, para que no pueda tomarse el
tiempo de pensar en la pereza que no soñó. ¿Cómo asistir a la gloria tan
equívoca de esta marcha, sin desear salir del círculo de los actos humanos?
¿Cómo vivir junto a este cementerio febril —imposible alejarse—excavando la
propia tumba en un instante idealmente neutral, mientras los hastíos
silenciosos y las fatigas mudas olvidan sus antiguos acentos?»
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