Fragmento de El escritor y sus fantasmas, de Ernesto Sabato, publicado por Seix Barral. En esta parte del libro Sabato aventura una teoría como respuesta a la pregunta que dio pie al libro: ¿por qué se escriben novelas?, y viene a ser una suerte de resumen de la obra.
«POR QUÉ SE
ESCRIBEN NOVELAS
El surgimiento
de la novela occidental coincide con la profunda crisis que se produce al
finalizar la época medieval, era religiosa en que los valores son nítidos y
firmes, para entrar en una era profana en que todo será puesto en tela de
juicio y en que la angustia y la soledad serán cada día más los atributos del
hombre enajenado. Si hemos de buscar una fecha más o menos definitiva, creo que
podemos fijarla en el siglo XIII, cuando comienza la desintegración del Sacro
Imperio y cuando el Papado como el Imperio empiezan a derrumbarse desde su
universalidad. Entre ambos poderes en declinación, cínicas y poderosas, las comunas
italianas inician la nueva era del hombre profano, y todo el Viejo Mundo
comenzará a ser derruido. Pronto el hombre estará listo para el surgimiento de
la novela: no hay una fe sólida, la burla y el descreimiento han reemplazado a
la religión, el hombre está de nuevo a la intemperie metafísica Y así nacerá
ese género curioso que hará el escrutinio de la condición humana en un mundo
donde Dios está ausente, o no existe, o está cuestionado. De Cervantes a Kafka,
éste será el gran terna de la novela y por eso será una creación estrictamente
moderna y europea; pues se necesitaba la conjunción de tres grandes
acontecimientos que no se dieron ni antes ni en ninguna otra parte del mundo:
el cristianismo, la ciencia y el capitalismo con su revolución industrial. El Quijote
constituye no sólo el primer ejemplo sino también su ejemplo más típico, ya que
en él los valores caballerescos del Medioevo son puestos en la picota del
ridículo, de donde no sólo la sensación de sátira sino el doloroso sentimiento
tragicómico, el tristísimo desgarramiento que evidentemente siente su creador y
que, a través de su grotesca máscara, transmite a todos sus lectores. Aquí
tenemos, precisamente, la prueba de que nuestra novela es algo más que una
simple sucesión de aventuras: es el testimonio trágico de un artista ante el
cual se han derrumbado los valores seguros de una comunidad sagrada. Y una
sociedad que entra en la crisis de sus ideales es como para el niño el fin de
su adolescencia: el absoluto se ha roto en pedazos y el alma queda ante la
desesperación o el nihilismo. Quizá por eso mismo el fin de una civilización es
más sentido por los jóvenes, que no quieren resignarse nunca al derrumbe de lo
absoluto, y por los artistas, que son los únicos que entre los adultos se
parecen a los adolescentes. Y así, este derrumbe de una civilización lo
testifican esos muchachos desgarrados que recorren los caminos de Occidente, y
esos artistas que en sus obras describen, indagan y poéticamente testimonian el
caos. La novela se situaría de este modo entre el comienzo de los Tiempos
Modernos y su declinación, ahora; corriendo paralelamente a esta creciente
profanación (¡qué significativa resulta esta palabra!) de la criatura humana, a
este pavoroso proceso de desmitificación del mundo. Entre estas dos grandes
crisis se forma, desarrolla y culmina la novela occidental. Y por eso es inútil
y ocioso estudiarla sin referencia a este formidable período, que no hay más
remedio que llamar «Los Tiempos Modernos». Sin el cristianismo que los precede,
no habría existido la conciencia intranquila y problemática; sin la técnica que
los tipifica no habría habido ni desmitificación, ni inseguridad cósmica, ni
alienación, ni soledad urbana. De ese modo, Europa inyecta en el viejo relato
legendario o en la simple aventura épica esa inquietud social y metafísica para
producir un género literario que describirá un territorio infinitamente más
fantástico que el de los países de leyenda: la conciencia del hombre. Y lo
llevará a sumergirse cada día más, a medida que el fin de la era se acerca, en
ese universo oscuro y enigmático que tanto tiene que ver con la realidad de los
sueños.
Sostiene
Jaspers que los grandes dramaturgos de la antigüedad vertían en sus obras un
saber trágico, que no sólo emocionaba a los espectadores sino que los
transformaba. De ese modo, eran educadores de su pueblo, profetas de su ethos.
Pero luego —dice— ese saber trágico se transmutó en fenómeno estético, y tanto
el auditorio como el poeta abandonaron su grave seriedad primitiva, para
proporcionar imágenes sin sangre. Es posible que el gran pensador alemán al
escribir estas palabras haya tenido presente cierto tipo de literatura
bizantina que se da en Occidente como se ha dado en todos los períodos de
refinamiento intelectual, porque, ¿cómo admitir que la obra de Kafka sea
metafísicamente menos grave que la de Sófocles? Al enfrentar el hombre esta
crisis total de la raza, la más compleja y profunda que haya enfrentado en su
entera historia, el saber trágico ha retomado aquella antigua y violenta
necesidad, a través de los grandes novelistas de nuestra época. Y aun cuando en
superficie se trate de guerras o revoluciones, en última instancia esas
catástrofes sirven para poner la criatura humana en las fronteras de su
condición, a través de la tortura y la muerte, la soledad o la demencia. Esos
extremos de la miseria y de la grandeza del hombre que únicamente se
manifiestan en los grandes cataclismos, permitiendo a los artistas que los
registran la revelación de los secretos últimos de la condición humana.
Ese hombre no
es el solo cuerpo, ya que por él apenas pertenecemos al reino de la zoología;
ni tampoco es el solo espíritu, que más bien es nuestra aspiración divina: lo
específicamente humano, lo que hay que salvar en medio de esta hecatombe es el
alma, ámbito desgarrado y ambiguo, sede de la perpetua lucha entre la
carnalidad y la pureza, entre lo nocturno y lo luminoso. Mediante el espíritu
puro, a través de la metafísica y la filosofía, el hombre intentó explorar el
universo platónico, invulnerable a los poderes del Tiempo; y quizá haya podido
hacerlo, si hay que creer a Platón, por el recuerdo que le queda de su
primigenia confraternidad con los Dioses. Pero su patria verdadera no es esa
sino esta región intermedia y terrena, esta dual y desgarrada región de donde
surgen los fantasmas de la ficción novelesca. Los hombres escriben ficciones
porque están encarnados, porque son imperfectos. Un Dios no escribe novelas».
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