Fragmentos de El escritor y sus fantasmas, de Ernesto Sabato, publicado por Seix Barral:
«En toda gran
novela, en toda gran tragedia, hay una cosmovisión inmanente. Así, Camus, con
razón, puede afirmar que los novelistas como Balzac, Sade, Melville, Stendhal,
Dostoievsky, Proust, Malraux y Kafka son novelistas filósofos. En cualquiera de
esos creadores capitales hay una Weltanschauung, aunque más justo sería
decir una «visión del mundo», una intuición del mundo y de la existencia del
hombre; pues a la inversa del pensador puro, que nos ofrece en sus tratados un
esqueleto meramente conceptual de la realidad, el poeta nos da una imagen
total, una imagen que difiere tanto de ese cuerpo conceptual como un ser
viviente de su solo cerebro. En esas poderosas novelas no se demuestra nada,
como en cambio hacen los filósofos o cientistas: se muestra una realidad. Pero
no una realidad cualquiera sino una elegida y estilizada por el artista, y
elegida y estilizada según su visión del mundo, de modo que su obra es de
alguna manera un mensaje, significa algo, es una forma que el artista tiene de
comunicarnos una verdad sobre el cielo y el infierno, la verdad que él advierte
y sufre. No nos da una prueba, ni demuestra una tesis, ni hace propaganda por
un partido o una iglesia: nos ofrece una significación. Significación que es
casi todo lo contrario de la tesis, pues en esas novelas el artista efectúa
algo que es casi diametralmente opuesto a lo que esos propagandistas ejecutan
en sus detestables productos. Pues esas grandes novelas no están destinadas a
moralizar ni a edificar, no tienen como fin adormecer a la criatura humana y
tranquilizarla en el seno de una iglesia o de un partido; por el contrario, son
poemas destinados a despertar al hombre, a sacudirlo de entre la algodonosa
maraña de los lugares comunes y las conveniencias están más bien inspiradas por
el Demonio que por la sacristía o el buró político» (…) «Y para esa síntesis
nada hay más adecuado en las actividades del espíritu humano que el arte, pues
en él se conjugan todas sus facultades, reino intermedio como es entre el sueño
y la realidad, entre lo inconsciente y lo consciente, entre la sensibilidad y
la inteligencia. El artista, en ese primer movimiento que se sume en las
profundidades tenebrosas de su ser, se entrega a las potencias de la magia y
del sueño, recorriendo para atrás y para adentro los territorios que retrotraen
al hombre hacia la infancia y hacia las regiones inmemoriales de la raza, allí
donde dominan los instintos básicos de la vida y de la muerte, donde el sexo y
el incesto, la paternidad y el parricidio, mueven sus fantasmas. Es allí donde
el artista encuentra los grandes temas de sus dramas. Luego, a diferencia del
sueño, que angustiosamente se ve obligado a permanecer en ese territorio
ambiguo y monstruoso, el arte retorna hacia el mundo luminoso del que se alejó,
movido por una fuerza ahora de expresión; momento en que aquellos materiales de
las tinieblas son elaborados con todas las facultades del creador, ya
plenamente despierto y lúcido, no ya hombre arcaico o mágico sino hombre de
hoy, habitante de un universo comunal, lector de libros, receptor de ideas
hechas, individuo con prejuicios ideológicos y con posición social y política.
Es el momento en que el parricida Dostoievsky cederá, parcial y ambiguamente,
lugar al cristiano Dostoievsky, al pensador que mezclará a esos monstruos
nocturnos que salen de su interior las ideas teológicas o políticas que
atormentan su cabeza; diálogos y pensamientos que sin embargo no tendrán nunca
esa pureza cristalina que ofrecen en los tratados de teólogos o filósofos, ya
que vienen promovidos y deformados por aquellas potencias oscuras, porque están
en boca de esos personajes que surgen de aquellas regiones irracionales, cuyas
pasiones tienen la fuerza feroz e irreductible de las pesadillas. Fuerzas que
no sólo empujan sino que deforman y tienden esas ideas que enuncian sus
personajes y que nunca, así, pueden identificarse con las ideas abstractas que
leemos en un tratado de ética o de teología. Porque nunca será lo mismo decir
en uno de esos tratados que «el hombre tiene derecho a matar» que oírlo en boca
de un estudiante fanático que está con un hierro en la mano, dominado por el
odio y el resentimiento; porque ese hierro, esa actitud, ese rostro
enloquecido, esa pasión malsana, ese fulgor demoníaco en los ojos, será lo que
diferenciará para siempre aquella mera proposición teórica de esta tremenda
manifestación concreta».
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