Fragmentos de El escritor y sus fantasmas, de Ernesto Sabato, publicado por Seix Barral:
«AUTOBIOGRAFÍAS
«AUTOBIOGRAFÍAS
Dada la
naturaleza del hombre, una autobiografía es inevitablemente mentirosa. Y sólo
con máscaras, en el carnaval o en la literatura, los hombres se atreven a decir
sus (tremendas) verdades últimas».
Sobre Borges:
«Y Borges, el corporal Borges, el sentimental Borges, acaso dramáticamente sufridor de sus precariedades físicas, un ser que como muchos artistas (como muchos adolescentes) buscó el orden en el tumulto, la calma en la inquietud, la paz en la desdicha, de la mano de Platón intenta también acceder al universo incorruptible. Y entonces construye cuentos en que fantasmas que habitan en rombos o bibliotecas o laberintos no viven ni sufren sino de palabra, pues son ajenos al tiempo, y el sufrimiento es el tiempo y la muerte. Son apenas símbolo de ese marmóreo más allá. De pronto, parecería que para él lo único digno de una gran literatura fuese ese reino del espíritu puro. Cuando en verdad lo digno de una gran literatura es el espíritu impuro: es decir, el hombre, el hombre que vive en este confuso universo heracliteano, no el fantasma que reside en el cielo platónico. Puesto que lo peculiar del ser humano no es el espíritu puro sino esa oscura y desgarrada región intermedia del alma, esa región en que sucede lo más grave de la existencia: el amor y el odio, el mito y la ficción, la esperanza y el sueño, nada de lo cual es estrictamente espíritu sino una vehemente y turbulenta mezcla de ideas y sangre, de voluntad consciente y de ciegos impulsos. Ambigua y angustiada, el alma sufre entre la carne y la razón, dominada por las pasiones del cuerpo mortal y aspirando a la eternidad del espíritu, perpetuamente vacilante entre lo relativo y lo absoluto, entre la corrupción y la inmortalidad, entre lo diabólico y lo divino. El arte y la poesía surgen de esa confusa región y a causa de esa misma confusión: un dios no escribe novelas.
«Y Borges, el corporal Borges, el sentimental Borges, acaso dramáticamente sufridor de sus precariedades físicas, un ser que como muchos artistas (como muchos adolescentes) buscó el orden en el tumulto, la calma en la inquietud, la paz en la desdicha, de la mano de Platón intenta también acceder al universo incorruptible. Y entonces construye cuentos en que fantasmas que habitan en rombos o bibliotecas o laberintos no viven ni sufren sino de palabra, pues son ajenos al tiempo, y el sufrimiento es el tiempo y la muerte. Son apenas símbolo de ese marmóreo más allá. De pronto, parecería que para él lo único digno de una gran literatura fuese ese reino del espíritu puro. Cuando en verdad lo digno de una gran literatura es el espíritu impuro: es decir, el hombre, el hombre que vive en este confuso universo heracliteano, no el fantasma que reside en el cielo platónico. Puesto que lo peculiar del ser humano no es el espíritu puro sino esa oscura y desgarrada región intermedia del alma, esa región en que sucede lo más grave de la existencia: el amor y el odio, el mito y la ficción, la esperanza y el sueño, nada de lo cual es estrictamente espíritu sino una vehemente y turbulenta mezcla de ideas y sangre, de voluntad consciente y de ciegos impulsos. Ambigua y angustiada, el alma sufre entre la carne y la razón, dominada por las pasiones del cuerpo mortal y aspirando a la eternidad del espíritu, perpetuamente vacilante entre lo relativo y lo absoluto, entre la corrupción y la inmortalidad, entre lo diabólico y lo divino. El arte y la poesía surgen de esa confusa región y a causa de esa misma confusión: un dios no escribe novelas.
Y por eso
aquella suerte de opio platónico no nos sirve. Y termina pareciéndonos que todo
es un juego, un simulacro, una infantil evasión. Y que si aun aquel mundo fuera
el mundo verdadero, confirmado por la filosofía y la ciencia, este mundo de
aquí es para nosotros el solo verdadero, el único que nos da desdicha, pero
también plenitud: esta realidad de sangre y de fuego, de amor y de muerte en
que cotidianamente vive nuestra carne y el único espíritu que poseemos de
verdad: el espíritu encarnado.
Es el momento
en que Borges (bella y conmovedoramente) escribe, después de haber refutado el
tiempo: «And yet, and yet... Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el
universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos... El
tiempo es la substancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me
arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el
tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo,
desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges».
En esta
confesión final está el Borges que queremos rescatar y que de verdad es
rescatable: el poeta que alguna vez cantó cosas humildes y fugaces, pero
simplemente humanas: un crepúsculo de Buenos Aires, un patio de infancia, una
calle de suburbio. Éste es (me atrevo a profetizar) el Borges que quedará. El
Borges que después de su frívolo periplo por filosofías y teologías en las que
no cree vuelve a este mundo menos brillante pero que cree; este mundo en que nacernos,
sufrimos, amamos y morimos. No esa ciudad X cualquiera en que un simbólico Red
Scharlach comete sus crímenes geométricos, sino esta Buenos Aires real y
concreta, sucia y turbulenta, aborrecible y querida en que vivimos y
sufrimos».
«EL COMPROMISO
No hay otra
manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra forma de
llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia: el hoy y
aquí. La tarea del escritor sería la de entrever los valores eternos que están
implicados en el drama social y político de su tiempo y lugar».
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