En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Vincent Degraël, un joven profesor de Letras, se encuentra por azar con un extraño libro titulado El viaje de invierno, obra de Hugo Vernier, un autor tan desconocido como genial. Degraël, que se halla preparando una tesis sobre la evolución de la poesía francesa desde el Parnasianismo hasta el Simbolismo, no tarda en descubrir un cierto parecido entre algunas de las frases del libro y otras contenidas en la obra de autores como Rimbaud, Léon Bloy, Mallarmé, Lautréamont, Verlaine y muchos otros...
"EL VIAJE DE INVIERNO"
GEORGES PEREC
Traducción: Adolfo García Ortega
En la última semana de agosto
de 1939, mientras los rumores de guerra invadían París, un joven profesor de
Letras, Vincent Degraël, fue invitado a pasar unos días en una casa de campo de
los alrededores de Le Havre que pertenecía a los padres de un colega suyo,
Denis Borrade. La víspera del día de regreso, explorando la biblioteca de sus
anfitriones en busca de uno de esos libros que se ha prometido siempre leer,
pero que por lo general apenas se tiene tiempo de hojearlos negligentemente
junto a la chimenea antes de echar la cuarta partida de bridge, Degraël cayó
sobre un delgado volumen titulado El viaje de invierno, cuyo autor,
Hugo Vernier, le era absolutamente desconocido, pero cuyas primeras páginas le
produjeron una impresión tan fuerte que le faltó tiempo para pedir disculpas a
su amigo y a los padres de éste antes de subir a leerlo a su habitación.
El viaje de invierno era una especie de relato escrito en primera
persona, y situado en una región medio imaginaria cuyos cielos pesados, bosques
umbríos, suaves colinas y canales cortados por esclusas verdinadas evocaban con
una insistencia insidiosa paisajes de Flandes o de las Ardenas. El libro estaba
dividido en dos partes. La primera, la más corta, describía sibilinamente un
viaje de cariz iniciático, cada una de cuyas etapas parecía estar marcada por
un fracaso, al término del cual el héroe anónimo, un hombre de quien todo hacía
suponer que fuera joven, llegaba a las orillas de un lago sumergido en una
bruma espesa; un barquero lo aguardaba allí para conducirlo hasta un islote
escarpado, en medio del que se elevaba un caserón alto y sombrío; apenas el
joven había puesto el pie sobre el estrecho pontón que constituía el
único acceso a la isla, hacía su aparición una extraña pareja: un viejo y una
vieja, ambos envueltos en largas capas negras; parecían surgir de la niebla, se
colocaban a cada lado de él, lo asían por los codos, y lo estrechaban lo más
posible contra sus flancos; casi soldados los unos a los otros, ascendían por
un sendero que se desmoronaba, penetraban en la casona, trepaban por una
escalera de madera y llegaban hasta una habitación. Allí, tan inexplicablemente
como habían aparecido, los viejos desaparecían, dejando al joven solo y en
mitad de la estancia. Ésta estaba someramente amueblada: una cama cubierta por
una cretona de flores, una mesa y una silla. Un fuego flameaba en la
chimenea. Encima de la mesa habían dispuesto una comida: sopa de habas y carne
de lomo. Por la alta ventana de la habitación, el joven miraba cómo la luna
llena emergía de entre las nubes; luego él se sentaba a la mesa y empezaba a
comer. Y con esa cena solitaria acababa la primera parte.
La segunda parte constituía
ella sola casi los cuatro quintos del libro y enseguida fue evidente que el
corto relato que la precedía tan sólo era su pretexto anecdótico. Se trataba de
una larga confesión de un lirismo exacerbado, entremezclada con poemas, máximas
enigmáticas y encantamientos blasfemos, Al poco de haber empezado la lectura,
Vincent Degraël experimentó una sensación de inquietud que le fue imposible
definir de modo concreto, pero que se acentuó a medida que pasaba las páginas
del volumen con una mano cada vez más temblorosa: era como si las frases
que tenía ante sus ojos se volviesen súbitamente familiares e irresistiblemente
le recordasen a algo; como si después de la lectura de cada una de esas frases
se impusiera, o mejor dicho se superpusiera, el recuerdo, preciso y vago a la
vez, de una frase casi idéntica y que él hubiese leído ya en otra ocasión; como
si aquellas palabras, más tiernas que una caricia o más pérfidas que el veneno,
aquellas palabras sucesivamente claras o herméticas, obscenas o cálidas,
deslumbrantes, laberínticas, que oscilaban sin cesar como la aguja alocada de
una brújula entre una violencia alucinada y una serenidad fabulosa, esbozasen
la configuración confusa en la que se creyese encontrar un barullo de Germain
Nouveau y Trintan Corbière, de Villiers y Banville, de Rimbaud y Verhaeren, de
Charles Cros y Léon Bloy.
Vincent Degraël, cuyo campo de
preocupaciones abarcaba precisamente a esos autores —desde hacía varios años
preparaba una tesis sobre "la evolución de la poesía francesa de los
Parnasianos a los Simbolistas"—, creyó en un primer momento que había podido,
efectivamente, leer ya ese libro de manera casual en una de sus muchas
investigaciones, pero luego, más verosímilmente, se sintió víctima de una
ilusión de lo conocido en la que, como cuando el simple sabor de un sorbo de té
le traslada a uno de golpe a Inglaterra treinta años atrás, había bastado una
pequeñez, un sonido, un olor, un gesto —quizás ese breve titubeo que había
sentido antes de sacar el libro de la balda en que estaba clasificado
entre Verhaeren y Vielé-Griffin, o bien el modo tan ávido con que había hojeado
las primeras páginas— para que el recuerdo falaz de una lectura anterior
viniera en sobreimpresión a perturbar, hasta hacerla imposible, la lectura que
estaba haciendo justo en ese instante. Pero muy pronto la duda desapareció y
Degraël hubo de rendirse a la evidencia: tal vez su memoria le jugaba una mala
pasada, tal vez no fuese más que algo azaroso el que Vernier pareciera tomar
prestado a Catulle Mendés su frase "chacal solitario que frecuenta
sepulcros de piedra", tal vez habría que tener en cuenta los encuentros
fortuitos, las influencias ostentosas, los homenajes voluntarios, las copias
inconscientes, la voluntad de pastiche, el gusto por las citas, las
coincidencias felices, tal vez habría que considerar que expresiones tales como
"la fugacidad del tiempo", "nieblas del invierno",
"oscuro horizonte", "grutas profundas", "vaporosas
fuentes", "luces inciertas de salvajes malezas", pertenecían a
todos los poetas, y que, por consecuente, era tan normal toparse con ellas en
un parágrafo de Hugo Vernier como en las estrofas de Jean Moréas, pero en
cambio era del todo imposible no reconocer, palabras por palabra o casi, al
azar de la lectura, un fragmento de Rimbaud por aquí ("Veía con claridad
una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores hecha por
ángeles") o de Mallarmé ("invierno lúcido, estación del arte
sereno"), o por allá uno de Lautréamont ("Miré en un espejo esta boca
homicida por mi propia voluntad") o de Gustave Kahn ("Deja expirar la
canción... mi corazón llora / Un humo negro se arrastra en torno a claridades.
Solemne / El silencio ha subido lentamente, amedrenta / A los ruidos familiares
del vacío personal") o, apenas modificado, de Verlaine ("en el
interminable hastío de la llanura, la nieve lucía como arena. El cielo era de
color cobrizo. El tren se deslizaba sin un murmullo..."), etc.
Eran las cuatro de la
madrugada cuando Degraël acabó la lectura de El viaje de invierno.
Había señalado una treintena de préstamos. Desde luego, había muchos más. El
libro de Hugo Vernier parecía ser una prodigiosa compilación de los poetas de
finales del siglo XIX, un centón desmesurado, un mosaico en el que se podía
decir que cada pieza era la obra de algún otro. Pero en el momento en que se
esforzaba en imaginar a ese autor ignoto que había querido extraer de los
libros de los demás la materia de su propio texto, en el momento en que trataba
de representarse hasta sus últimas consecuencias ese proyecto insensato y
admirable, Degraël sintió que en su interior nacía una sospecha enloquecedora:
acababa de recordar que al coger el libro de su estante, había anotado
maquinalmente la fecha, movido por ese reflejo de joven investigador que no consulta
nunca una obra sin apuntar los datos bibliográficos. Tal vez se hubiera
equivocado, pero estaba seguro de haber creído leer: 1864. Lo verificó, con el
corazón palpitando. Había leído bien: ¡eso quería decir que Vernier había
"citado" un verso de Mallarmé con dos años de antelación, plagiado a
Verlaine diez años antes de sus "Arias olvidadas", escrito lo mismo
que Gustave Kahn cerca de un cuarto de siglo antes que él! ¡Eso quería decir
que Lautréamont, Germain Nouveau, Rimbaud, Corbière y bastantes más eran simple
y llanamente los copistas de un poeta genial e ignorado que, en una obra única,
había sabido reunir la sustancia toda de la que iban a nutrirse después de él
tres o cuatro generaciones de autores!
A menos, claro, que la fecha
de impresión que figuraba en la obra estuviese equivocada. Pero Degraël
rechazaba afrontar esta hipótesis: su descubrimiento era demasiado bello,
demasiado evidente, demasiado necesario para no ser cierto, y ya se imaginaba
las consecuencias vertiginosas que iba a provocar: el escándalo prodigioso que
iba a entrañar la revelación pública de esa "antología premonitoria",
la amplitud de sus efectos, el enorme replanteamiento de todo lo que los
críticos y los historiadores de la literatura habían enseñado imperturbablemente
por los años de los años. Y su impaciencia era tal que, renunciando
definitivamente al sueño, se precipitó a la biblioteca para tratar de conocer
un poco más acerca de ese Vernier y de su obra.
No encontró nada. Los diversos
diccionarios y repertorios presentes en la biblioteca de los Borrade ignoraban
la existencia de Hugo Vernier. Ni los Borrade padres ni Denis pudieron
informarle de nada más: el libro había sido comprado con ocasión de una subasta
en Honfleur, y de eso hacía diez años; lo habían hojeado sin prestarle ninguna
atención.
Durante todo el día, con la
ayuda de Denis, Degraël procedió a un examen sistemático de la obra, yendo
a buscar en decenas de antologías y de colecciones los fragmentos que
surgían por doquier: llegaron a hallar unos trescientos cincuenta, repartidos
entre casi treinta autores: tanto los más célebres como los más oscuros poetas
de fin de siglo, y en ocasiones incluso algunos prosistas (Léon Bloy, Ernest
Hello), parecían haber hecho de El viaje de invierno la biblia
de donde habían sacado lo mejor de sí mismos: Banville, Richepin,
Huysmans, Charles Cros, Léon Valade se codeaban con Mallarmé y con Verlaine, y
también con otros en el presente caídos en el olvido, que se llamaban Charles
de Pomairoles, Hippolyte Vaillant, Maurice Rollinat (el ahijado de George Sand), Laprade, Albert Mérat, Charles Morice
o Antony Valabrègue.
Degraël apuntó cuidadosamente
en un carné la lista de los autores y la referencia de sus préstamos
literarios, y regresó a París, decidido en firme a proseguir desde el día
siguiente sus investigaciones en la Biblioteca Nacional. Pero los
acontecimientos no se lo permitieron. En París le esperaba su hoja de ruta
militar. Movilizado en Compiègne, se encontró, sin haber tenido en verdad
tiempo de comprender por qué, en San Juan de Luz, pasó a España y desde allí a
Inglaterra, de donde volvió a Francia al acabar 1945. Durante toda la guerra,
había llevado consigo su carné de notas y milagrosamente había logrado no
perderlo nunca. Sus investigaciones, como era lógico suponer, no habían
avanzado mucho, pero no obstante había hecho un descubrimiento para él capital:
en el British Museum había podido consultar el Catálogo general de la
librería francesa y la Bibliografía de Francia, y pudo
confirmar su formidable hipótesis: El viaje de invierno, de Vernier
(Hugo), había sido editado sin ninguna duda en 1864, en Valenciennes, por Hervé
Frères, Impresores-Libreros, y, sometido al depósito legal como todas la obras
publicadas en Francia, se ingresó en la Biblioteca Nacional, en donde le
atribuyeron la signatura Z-87912.
Nombrado profesor en Beauvais,
Vincent Degraël consagró desde entonces todos sus ratos libres a El
viaje de invierno.
Investigaciones exhaustivas en
los diarios íntimos y en las correspondencias epistolares de la mayoría de los
poetas de finales del siglo XIX, le persuadieron rápidamente de que Hugo
Vernier, en su tiempo, había conocido la celebridad que merecía:
anotaciones como "he recibido hoy una carta de Hugo", o
"he escrito una larga carta a Hugo", "leído a V.H. toda la
noche", o la célebre "Hugo, sólo Hugo" de Valentin Havercamp, no
se referían en absoluto a "Victor" Hugo, sino a ese poeta maldito
cuya obra breve había prendido, al parecer, en todos aquellos que la habían
tenido entre sus manos. Contradicciones clamorosas que ni la crítica ni la
historia literaria habían podido explicar nunca hallaban así su única solución
lógica, y por eso, evidentemente, pensando en Hugo Vernier y en lo que le
debían a su El viaje de invierno, Rimbaud había escrito "Yo es
otro" y Lautréamont "La poesía debe ser hecha por todos y no por
uno".
Pero cuanto más ponía de
relieve el lugar preponderante que Hugo Vernier debía ocupar por derecha
en la historia literaria de la Francia del último siglo, menos estaba en
condiciones de aportar pruebas tangibles: en realidad, no pudo nunca más volver
a tocar con sus manos ningún ejemplar de El viaje de invierno.
Aquel que había consultado fue destruido —al mismo tiempo que la villa entera—
cuando los bombardeos de Le Havre; el ejemplar depositado en la Biblioteca
Nacional no estaba en su puesto cuando él lo pidió y sólo al cabo de largas
gestiones consiguió saber que ese libro había sido enviado en 1926 a un
encuadernador que nunca lo había llegado a recibir. Todas las pesquisas que
mandó hacer a decenas y centenas de bibliotecarios, de archiveros y de libreros
se revelaron inútiles, y Degraël se convenció entonces de que los quinientos
ejemplares de la edición fueron destruidos adrede por aquellos mismos que se
inspiraron tan directamente en ellos.
Sobre la
vida de Hugo Vernier, Vincent Degraël no averiguó nada o casi nada. Por una
apostilla inesperada, descubierta en una oscura Biografía de hombres
notables del Norte de Francia y de Bélgica (Verviers, 1882) supo que
había nacido en Vimy (Pas-de-Calais) el 3 de septiembre de 1836. Pero las actas
de estado civil de la municipalidad de Vimy habían ardido en 1916, a la vez que
sus copias remitidas a la prefectura de Arras. Ninguna acta de defunción se
levantó jamás, por lo visto.
Durante cerca de treinta años,
Vincent Degraël se esforzó en vano por reunir pruebas de la existencia de ese
poeta y de su obra. Cuando él murió, en el hospital psiquiátrico de Verrières,
algunos de sus antiguos alumnos se propusieron clasificar el inmenso montón de
documentos y manuscritos que dejaba: entre ellos figuraba un grueso libro de
registro encuadernado en tela negra y en cuya etiqueta, cuidadosamente
caligrafiado, se leía: El viaje de invierno: las ocho primeras
páginas describían la historia de esas estériles investigaciones; las
trescientas noventa y dos restantes estaban en blanco.
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