En sus novelas Roberto Bolaño
acostumbra a incrustar de vez en cuando alguna historia que se sale un poco o
mucho de la trama principal, pero que no deja de ser interesante o, como en
este caso, divertida. Está sacada de 2666 (Edit. Anagrama), de la página 708:
«Pero luego me cansé y volví a
sentarme en el sillón de la habitación y por no verle la cara al presentador
volví a contemplar la tele, en donde un tipo contaba que tenía en su poder, lo
decía con esas palabras, en su poder, como si estuviera refiriendo una historia
medieval o una historia política, el récord de expulsiones de los Estados
Unidos. ¿Saben cuántas veces había entrado ilegal a los Estados Unidos?
¡Trescientas cuarentaicinco veces! Y trescientas cuarentaicinco veces había
sido detenido y deportado a México. Y todo en el lapso de cuatro años. La
verdad es que de pronto se me despertó el interés. Lo imaginé en mi programa.
Imaginé las preguntas que yo le haría. Me puse a cavilar cómo entrar en
contacto con él, porque la historia, eso no me lo puede negar nadie, era muy
interesante. El de la tele de Tijuana le hizo una pregunta clave: ¿de dónde
sacaba dinero para pagar a los polleros que lo llevaban al otro lado? Porque
estaba claro, al ritmo desenfrenado de sus expulsiones, que en los Estados
Unidos no tenía materialmente tiempo para trabajar y ahorrar algo de lana. La
contestación del tipo fue alucinante. Dijo que al principio pagaba lo que le
pedían, pero que luego, digamos tras la décima deportación, regateaba y pedía
rebajas, y que tras la quincuagésima deportación los polleros y los coyotes lo
llevaban con ellos por amistad, y que tras la centésima deportación probablemente,
creía él, lo llevaban de lástima. Ahorita mismo, le dijo al presentador de
Tijuana, lo llevaban como amuleto, porque al entender de los polleros daba
suerte, pues su presencia, en cierta forma, aligeraba el estrés de los demás:
si caía alguien ese alguien iba a ser él, no los otros, al menos si los otros
sabían dejarlo de lado una vez cruzada la frontera. Digamos: se había
convertido en la carta marcada, en el billete marcado, según sus propias
palabras. Entonces el presentador, que era malo, le hizo la pregunta estúpida y
luego la pregunta buena. La estúpida fue preguntarle si pensaba inscribir su
récord en el libro Guiness de los récords. El tipo ni siquiera sabía de qué
chingados le hablaba, en su vida había oído hablar del Guiness. La buena fue preguntarle
si iba a seguir intentándolo. ¿Intentando qué?, dijo el tipo. Intentando pasar
al otro lado, dijo el presentador. El tipo dijo que, si Dios lo permitía y le
daba salud, en ningún momento se le había borrado de la cabeza la idea de vivir
en los Estados Unidos. ¿No estás cansado?, dijo el presentador. ¿No te dan
ganas de volverte a tu pueblo o de buscarte una chamba aquí en Tijuana? El tipo
sonrió como con vergüenza y dijo que cuando se le metía una idea en la cabeza
no había nada que hacerle»
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