Lo que sigue es una reflexión que hace Roberto Bolaño, en 2666 (Editorial Anagrama), sobre las obras maestras y sobre las obras menores (una imitación, según él, de obras maestras que las inspiran), sobre el sentido (o no) que tiene seguir escribiendo, sobre ese mundillo editorial y literario que procura que un torrente de obras menores acabe por ocultar esas gemas que son las obras maestras:
«Pobre mi padre mío. Fui escritor, fui escritor,
pero mi indolente cerebro voraz me comía las entrañas. Buitre de mi propio
Prometeo o Prometeo de mi propio buitre, un día me di cuenta de que podía
llegar a publicar excelentes artículos en las revistas y en los periódicos, e
incluso libros que no desmerecían el papel en que estaban impresos. Pero
también supe que jamás lograría acercarme o internarme en aquello que llamamos
una obra maestra. Me dirá usted que la literatura no consiste únicamente en
obras maestras sino que está poblada de obras, así llamadas, menores. Yo
también creía eso. La literatura es un vasto bosque y las obras maestras son
los lagos, los árboles inmensos o extrañísimos, las elocuentes flores preciosas
o las escondidas grutas, pero un bosque también está compuesto por árboles
comunes y corrientes, por yerbazales, por charcos, por plantas parásitas, por
hongos y por florecillas silvestres. Me equivocaba. Las obras menores, en
realidad, no existen. Quiero decir: el autor de una obra menor no se llama
fulanito o zutanito. Fulanito y zutanito existen, de eso no cabe duda, y sufren
y trabajan y publican en periódicos y revistas y de vez en cuando incluso
publican un libro que no desmerece el papel en el que está impreso, pero esos
libros o esos artículos, si usted se fija con atención, no están escritos por
ellos.
Toda obra menor tiene un autor secreto y todo autor
secreto es, por definición, un escritor de obras maestras. ¿Quién ha escrito
tal obra menor? Aparentemente un escritor menor. La mujer de este pobre
escritor lo puede atestiguar, ella lo ha visto sentado a la mesa, inclinado
sobre las páginas en blanco, retorciéndose y deslizando su pluma sobre el
papel. Parece un testigo irrebatible. Pero lo que ha visto es sólo la parte
exterior. El cascarón de la literatura. Una apariencia –le dijo el viejo ex
escritor a Archimboldi y Archimboldi recordó a Ansky–. Quien en verdad está
escribiendo esa obra menor es un escritor secreto que sólo acepta los dictados
de una obra maestra.
Nuestro buen artesano escribe. Está ensimismado en
aquello que va plasmando bien o mal en el papel. Su mujer, sin que él lo sepa,
lo observa. Efectivamente, es él quien escribe. Pero si su mujer tuviera una
vista de rayos X se daría cuenta de que no asiste propiamente a un ejercicio de
creación literaria sino más bien a una sesión de hipnotismo. En el interior del
hombre que está sentado escribiendo no hay nada. Nada que sea él, quiero decir.
Cuánto mejor haría ese pobre hombre dedicándose a la lectura. La lectura es
placer y alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es
conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío. En las
entrañas del hombre que escribe no hay nada. Nada, quiero decir, que su mujer,
en un momento dado, pueda reconocer. Escribe al dictado. Su novela o poemario,
decentes, decentitos, salen no por un ejercicio de estilo o voluntad, como el
pobre desgraciado cree, sino gracias a un ejercicio de ocultamiento. ¡Es
necesario que haya muchos libros, muchos pinos encantadores, para que velen de
miradas aviesas el libro que realmente importa, la jodida gruta de nuestra
desgracia, la flor mágica del invierno!
Disculpe las metáforas. A veces me excito y me
pongo romántico. Pero escuche. Toda obra que no sea una obra maestra es, cómo
se lo diría, una pieza de un vasto camuflaje. Usted ha sido soldado, me
imagino, y ya sabe a lo que me refiero. Todo
libro que no sea una obra maestra es carne de cañón, esforzada infantería,
pieza sacrificable dado que reproduce, de múltiples maneras, el esquema de la
obra maestra. Cuando comprendí esta verdad dejé de escribir. Mi mente, sin
embargo, no dejó de funcionar. Al contrario, al no escribir funcionaba mejor.
Me pregunté: ¿por qué una obra maestra necesita estar oculta?, ¿qué extrañas
fuerzas la arrastran hacia el secreto y el misterio?
Ya sabía que escribir era inútil. O que sólo
merecía la pena si uno está dispuesto a escribir una obra maestra. La mayor
parte de los escritores se equivocan o juegan. Tal vez equivocarse y jugar sea
lo mismo, las dos caras de la misma moneda. En realidad nunca dejamos de ser
niños, niños monstruosos llenos de pupas y de varices y de tumores y de manchas
en la piel, pero niños al fin y al cabo, es decir nunca dejamos de aferrarnos a
la vida puesto que somos vida. También se podría decir: somos teatro, somos
música. De igual manera, pocos son los escritores que renuncian. Jugamos a
creernos inmortales. Nos equivocamos en el juicio de nuestras propias obras y
en el juicio siempre impreciso de las obras de los demás. Nos vemos en el
Nobel, dicen los escritores, como quien dice: nos vemos en el infierno.
Una vez vi una película de gángsters
norteamericana. En una escena un detective mata a un malhechor y antes de
disparar el balazo mortal le dice: nos vemos en el infierno. Está jugando. El
detective está jugando y equivocándose. El malhechor, que lo mira y lo insulta
poco antes de morir, también está jugando y equivocándose, aunque su campo de juegos
y su campo de equívocos se ha reducido casi hasta el cero absoluto, puesto que
en el siguiente plano va a morir. El director de la película también juega. El guionista,
lo mismo. Nos vemos en el Nobel. Hemos hecho historia. El pueblo alemán nos lo
agradece. Una batalla heroica que será recordada por las generaciones
venideras. Un amor inmortal. Un nombre escrito en el mármol. La hora de las
musas. Incluso una frase aparentemente tan inocente como decir: ecos de una
prosa griega no contiene más que juego y equivocación.
El juego y la equivocación son la venda y son el
impulso de los escritores menores. También: son la promesa de su felicidad
futura. Un bosque que crece a una velocidad vertiginosa, un bosque al que nadie
le pone freno, ni siquiera las Academias, al contrario, las Academias se
encargan de que crezca sin problemas, y los empresarios y las universidades
(criaderos de atorrantes), y las oficinas estatales y los mecenas y las
asociaciones culturales y las declamadoras de poesía, todos contribuyen a que
el bosque crezca y oculte lo que tiene que ocultar, todos contribuyen a que el
bosque reproduzca lo que tiene que reproducir, puesto que es inevitable que así
lo haga, pero sin revelar nunca qué es aquello que reproduce, aquello que
mansamente refleja.
¿Un plagio, se dirá usted? Sí, un plagio, en el
sentido en que toda obra menor, toda obra salida de la pluma de un escritor
menor, no puede ser sino un plagio de cualquier obra maestra. La pequeña
diferencia es que aquí hablamos de un plagio consentido. Un plagio que es un camuflaje que es una pieza en un
escenario abigarrado que es una charada que probablemente nos conduzca al vacío»
(pág. 982).
«-Jesús es la obra maestra. Los ladrones son las
obras menores. ¿Por qué están allí? No para realzar la crucifixión, como
algunas almas cándidas creen, sino para ocultarla» (pág. 989)
No hay comentarios:
Publicar un comentario