(Traducción: Mercè López Arnabat)
(Extraído de "La seguridad de los objetos")
Estoy saliendo con Barbie. Tres tardes por semana, mientras mi hermana está en clase de ballet, se la quito a Ken. Hago prácticas para el día de mañana.
Al principio entraba en la habitación de mi hermana y me quedaba mirando a Barbie, que vivía con Ken en el tapete del tocador.
La miraba sin mirarla. Hasta que, de repente, me di cuenta de que era ella quien no me quitaba los ojos de encima.
Estaba sentada al lado de Ken, y él, como quien no quiere la cosa, le acariciaba la pierna desnuda con su muslo enfundado en tela caqui. Él la acariciaba, pero ella no me quitaba los ojos de encima.
--Hola --me dijo.
--¿Qué tal? --contesté.
--Me llamo Barbie --se presentó, y Ken dejó de acariciarle la pierna.
--Ya lo sé.
--Y tú eres el hermano de Jenny.
Asentí. La cabeza me iba arriba y abajo como a una marioneta.
--Tu hermana me cae muy bien --dijo Barbie--. Es muy cariñosa. Y muy buena chica. Además, últimamente va siempre tan mona... Hasta ha empezado a pintarse las uñas.
No sé si Barbie se había dado cuenta de que Miss Maravillas se mordía las uñas, y de que, cuando sonreía, descubría unos incisivos manchados de laca de uñas violeta. No sé si sabía que Jennifer disimulaba los mordiscos con rotulador violeta, y que a veces, como se chupaba los dedos, no sólo se manchaba los dientes, sino que tenía la lengua de un tono violeta de lo más raro.
--Oye --le dije--. ¿Te apetece salir un rato? ¿Tomar un poco el fresco, darte un garbeo por el jardín?
--Ya lo creo --aceptó.
La cogí por los pies. Así dicho suena raro, pero estaba tan azorado que no me atreví a cogerla por la cintura. Le sujeté los tobillos y me la llevé más tiesa que el palo de una piruleta.
Nada más salir al jardín, en cuanto nos sentamos en el porche de lo que yo solía denominar mi fuerte pero que mi hermana y mis padres llamaban la casa de juguete, me dio el telele. De repente me di cuenta de que había salido con Barbie. No sabía qué decir.
--¿Y tú qué clase de Barbie eres?
--¿Perdón?
--Bueno, por lo que cuenta Jennifer, hay una Barbie Día y Noche, una Barbie Flexibilidad, una Barbie Regalos, una Barbie Tropical, Mi Primera Barbie, y no sé cuántas más.
--Yo soy Tropical --dijo. Tropical, dicho con la misma naturalidad con la que alguien se declararía católico o judío--. Venía con un bañador de una pieza, un cepillo y un coletero multiuso --chirrió.
Chirrió, sí, en serio. Resultó que tenía ese defecto de nacimiento. Yo hice como si nada.
Hubo unos momentos de silencio. Entonces vi que una hoja más grande que Barbie se desprendía del arce que crecía al lado del fuerte, y la intercepté antes de que se le cayera encima. Casi me esperaba otro chirrido: «;Me has salvado la vida. Soy tuya. Para siempre.» Pero no, Barbie reaccionó con una voz de lo más normal:
--¡Caray, menudo pedazo de hoja!
La miré y me di cuenta de que tenía los ojos de un azul centelleante, el color del océano un día de calma. La miré y me di cuenta enseguida de que llevaba el mundo entero, el cosmos, dibujado con maquillaje alrededor de los ojos. Toda una galaxia, con sus nubes, sus estrellas, su sol y su mar pintados en la cara. Amarillo, azul, rosa y un millón de destellos plateados.
Nos sentamos sin dejar de mirarnos. Nos miramos, hablamos, dejamos de hablar, volvimos a mirarnos. Fue un comienzo entrecortado. Los dos dijimos un montón de cosas que no deberíamos haber dicho, cosas al azar, que enseguida nos arrepentimos de haber dicho.
Estaba claro que Barbie no confiaba en mí. Le pregunté si le apetecía beber algo.
--Una coca-cola light --me contestó. ¿Quién me mandaba a mí preguntar?
Entré en casa, subí al cuarto de baño de mis padres, abrí el botiquín, arramblé con un par de valiums y me tragué uno sin más. Pensé que, si conseguía aparecer tranquilo y sereno, Barbie se daría cuenta de que no tenía intención de causarle ningún daño. Rompí el segundo comprimido en mil añicos, añadí unas esquirlas a la coca-cola light de Barbie, y batí bien la mezcla. Supuse que, si podíamos estar tranquilos y serenos al mismo tiempo, Barbie tardaría menos en confiar en mí. Me estaba enamorando de una forma que no tenía nada que ver con el amor.
--Oye, y lo tuyo con Ken, ¿qué? --le pregunté más tarde, cuando ya nos habíamos relajado. Ella iba por la segunda ronda de coca-cola light y yo ya había hecho una segunda expedición al botiquín.
Barbie se rió.
--No, sólo somos buenos amigos.
--Pero ese Ken, ¿de qué va? A mí me lo puedes contar. El tío... ¿sí o no?
--¿El dío o la día? --dijo Barbie despacito, arrastrando las palabras. Estaba tan colocada que creo que, si hubiéramos tenido un alcoholímetro para valiums, lo habría fundido de un soplido.
Me arrepentí de haberle preparado la tercera coca-cola. Sobre todo porque, si la palmaba de una sobredosis, Jennifer se lo contaría a papá y a mamá.
--O sea, que es marica...
Barbie se echó a reír. Sentí ganas de darle un sopapo. Luego me miró a los ojos.
--Se muere de ganas de estar conmigo --dijo--. Cuando vuelvo a casa por la noche, sé que me estará esperando. Oye, ¿sabes que no lleva ropa interior? ¿Verdad que es rarísimo que no tenga ropa interior? Bueno, no es que no tenga, es que no la fabrican. Oí que Jennifer se le contaba a una amiga suya. En fin, que siempre me está esperando, y mira que yo le insisto: «;Ken, somos amigos, ¿vale? Amigos y nada más.» No sé si te habrás fijado alguna vez, pero tiene el pelo de plástico duro, pegado a la cabeza, de una sola pieza. ¿Te imaginas salir con un tipo así? Además, no creo que estuviera a la altura, tú ya me entiendes. Ken no está lo que se dice muy bien dotado... Sólo tiene un bultito de plástico, una especie de chepa. Ya me dirás qué demonios tiene una que hacer con eso.
Barbie me estaba contando cosas que yo no tenía por qué saber, pero cada vez me acercaba más a ella, como si la cercanía fuera a soltarle aún más la lengua. Capturaba cada una de sus palabras y las saboreaba durante un instante, les daba vueltas en mi cabeza como si me estuviera hablando en una lengua extraña. Barbie seguía y seguía. Yo desconecté al cabo de un rato.
El sol se puso tras la casa de juguete. Barbie sintió un escalofrío, pidió disculpas y echó a correr para vomitar en la parte de atrás. Cuando le pregunté si se encontraba bien, me dijo que sí, que sólo estaba un poco cansada. Igual había pillado la gripe o algo así. Le di un chicle y la llevé de vuelta a casa.
Mientras íbamos hacia el cuarto de Jennifer hice algo que Barbie estuvo a punto de no perdonarme. Algo que no sólo rompió el encanto de aquel momento, sino que casi dio al traste con cualquier posibilidad de un futuro en común para los dos.
Al llegar al rellano que había entre las escaleras y la habitación de mi hermana, me metí la cabeza de Barbie en la boca, como los domadores del circo, como los monstruos de las películas.
La cabeza entera. No contaba con que el pelo se le separaría hebra por hebra como un espumillón navideño y se me pegaría a la garganta hasta casi asfixiarme. Noté el sabor de varias capas de maquillaje: Revlon, Max Factor y Maybelline. Cerré la boca y sentí su aliento en el mío. Oí resonar sus gritos en mi garganta. Su televisiva dentadura Profidén se ensañó con mi lengua y con el interior de mis mejillas. Fue como si me hubiera mordido yo solo sin querer. Luego hice presa en su cuello y la sostuve en los aires mientras ella forcejeaba inútilmente.
Antes de soltarla, le clavé los dientes en el cuello. Barbie describió aquellas marcas superficiales como secuelas de una violación. A mí me parecieron cuentas de un collar new age de amor.
--Nunca... ¡nunca me habían tratado con tanta desconsideración! --protestó tan pronto como me la saqué de la boca.
Mentía. Yo sabía que a veces Jennifer le hacía cosas. Pero no quise recordarle que una vez la había visto colgada del ventilador que había en el techo del cuarto de Jennifer, describiendo grandes círculos en el aire cual émulo de Superman.
--Siento haberte asustado.
--¿Asustado? --chirrió.
Y así durante un rato. El chirrido de Barbie era un cruce entre el ruido que hace un globo al desincharse y el de una alarma de incendios con las pilas gastadas. Mientras Barbie chirriaba, empezó a darme vueltas por la cabeza la frase Más vale cabeza en boca que ciento volando. Sabía que la había oído en otro contexto, a propósito de otra cosa, pero no me la podía quitar de la cabeza. Más vale cabeza en boca que ciento volando. Así una y otra vez, como el eco de un chiste verde.
--Asustado. Asustado. ¡Asustado! --Barbie chirrió y chirrió cada vez más fuerte hasta que volví a prestarle atención--. ¿Has estado alguna vez atrapado en la oscura caverna del cuerpo de otro?
No. Qué bien le había quedado la frase.
--Típico --dijo--. Típica reacción machista. No me lo puedo creer.
Durante un instante me sentí orgulloso de mí mismo.
--¿Por qué tenéis que hacer cosas que sabéis que no debéis hacer? Peor aún: ¿por qué las hacéis con ese brillo en los ojos, como si el hacerlas os proporcionara un extraño placer que sólo podéis compartir con vuestros congéneres? Sois todos iguales --me espetó--. Réplicas de Jack Nicholson.
Me negué a devolverla al cuarto de Jennifer si antes no me perdonaba, si no comprendía que yo había actuado movido por un sentimiento sincero y sin intención alguna de hacerle daño.
--Sabes de sobra que me interesas de verdad --le dije.
--Lo mismo digo --replicó, y me llevó unos instantes decidir si se refería al interés que yo sentía por ella o al que ella podía sentir por sí misma.
--Esto habrá que repetirlo --sugerí. Barbie asintió.
Me incliné para besarla. Me la podría haber acercado a los labios, pero no me pareció correcto. Por eso me incliné para besarla. Entonces me encontré con su nariz en la boca. Me sentí como un San Bernardo.
Por más delicado que intentara ser, siempre acababa lamiéndole la cara. Y no me refiero a meterle la lengua en la oreja o en la garganta; quiero decir que tenía que hacer auténticos esfuerzos para no asfixiarla. La besé dando la espalda a Ken. Luego me volví y la dejé sobre el tapete, a su lado. Tuve la tentación de dejarla caer en su regazo, de aplastarla contra él, pero me contuve.
--Me he divertido mucho --dijo Barbie. Jennifer acababa de poner los pies en el recibidor.
--Hasta luego --me despedí.
Jennifer entró en la habitación y se me quedó mirando.
--¿Qué pasa? --pregunté.
--Que estás en mi habitación --contestó.
--Es que había una abeja. He entrado para matarla.
--¿Una abeja? Soy alérgica a las abejas. ¡Mamá, mamá! gritó--. ¡Hay una abeja!
--Mamá no está. Y ya he matado la abeja.
--¿Y si hay otra?
--Pues me avisas y la mato.
--Pero si me pica podría morirme. --Me encogí de hombros y me fui. Noté que Barbie me seguía con la mirada.
Al viernes siguiente me tomé un valium veinte minutos antes de pasar a buscarla. Para cuando entré en el cuarto de Jennifer, todo me parecía más fácil.
--¿Qué hay? --dije al llegar junto al tocador.
Barbie estaba en el tapete, con Ken. Estaban sentados espalda contra espalda, apoyados el uno en el otro, con las piernas estiradas sobre el mueble.
Ken no se dignó mirarme. Peor para él.
--¿Lista para salir? --pregunté. Barbie asintió--. He pensado que igual tenías sed. --Le pasé la coca-cola light que le había preparado.
Había llegado a la conclusión de que el límite de Barbie era la octava parte de un valium. A partir de ahí empezaba a chochear. De hecho, lo que utilizaba eran migas de valium, porque no había manera humana de dividir la pastilla en porciones tan pequeñas.
Barbie cogió la coca-cola y se la bebió delante de Ken. Yo esperaba que él me dedicara una de esas miradas que significan «;sé lo que te traes entre manos y no me gusta un pelo», una mirada como las que me dedica mi padre cuando entra en mi habitación sin llamar y se da cuenta de que me ha sobresaltado.
Ken, en cambio, se comportó como si no se hubiera percatado de mi presencia. No lo tragaba.
--Esta tarde no puedo andar mucho --dijo Barbie.
Asentí. No me pareció que fuera un gran impedimento porque, de todas formas, era yo quien la llevaba de acá para allá.
--Tengo los pies hechos polvo --me explicó.
Yo seguía pensando en Ken.
--¿No tienes otros zapatos?
En mi familia lo de los zapatos era una obsesión. Para solucionar cualquier problema, mi padre siempre sugería un cambio de zapatos. Creía que para el calzado, igual que para los neumáticos, había que seguir un sistema de rotación.
--El problema no son los zapatos --dijo--, sino los dedos.
--¿Te los has aplastado sin querer? --El valium no estaba surtiendo efecto. Me costaba horrores darle conversación. Necesitaba otra dosis.
--Jennifer me los muerde.
--¿Qué?
--Que me muerde los dedos de los pies.
--¿Y tú se lo consientes?
No entendía lo que quería decirme. Seguía pensando en mi bloqueo, en que necesitaba otro valium o tal vez dos, un par de caramelos Pez amarillos y no autorizados para menores.
--¿Te gusta? --pregunté.
--Me hinca los dientes en los pies como si fueran falda de ternera --dijo Barbie--. Ojalá me los arrancara de un mordisco y acabáramos de una vez. Si no, esto puede durar eternamente. Muerde que te muerde. Cualquiera diría que me quiere roer.
--No volverá a pasar. Le compraré chicle, o tabaco, o lo que sea. Un lápiz que pueda mordisquear.
--No, no le digas nada, por favor. No te lo hubiera dicho si...
--Pero te está haciendo daño.
--Es un asunto entre ella y yo.
--¿Hasta dónde crees que puede llegar?
--No más allá del empeine, espero. Cuando llegue al hueso y se dé cuenta de que ya ha mordido la parte blanda, lo dejará.
--¿Y cómo te las arreglarás para andar sin dedos?
--Tengo los pies muy largos.
Me senté al borde de la cama de mi hermana, con la cabeza entre las manos. Mi hermana se estaba comiendo a mordiscos los pies de Barbie y a Barbie parecía no importarle. No le guardaba rencor. En cierto modo, me gustaba que así fuera. Me gustaba el hecho de que entendiera que todos tenemos costumbres secretas que a nosotros nos parecen normales pero que nos guardamos muy mucho de confesar en voz alta. ¿Y a mí? ¿Hasta dónde me dejaría llegar?
--Sácame de aquí --me pidió. Le quité los zapatos y vi que, efectivamente, alguien había estado royéndole los dedos. Los del pie izquierdo estaban a punto de desprenderse, y la mitad de los del derecho ya brillaban por su ausencia. Tenía señales de mordiscos hasta en los tobillos.
--No hablemos más del tema --dijo.
Cuando la cogí, Ken se cayó de espaldas, y ella me obligó a enderezarlo antes de salir.
--Saber que sólo tiene un bulto no te autoriza a maltratarlo --me reprendió en voz baja.
Coloqué a Ken en su sitio y recorrí el trecho de pasillo que separaba la habitación de mi hermana y la mía. Una vez en mi cuarto, levanté a Barbie hacia el techo, eché la cabeza atrás y me metí sus pies en la boca. Me sentí como un joven tragasables practicando antes de su debut. Me metí los pies y las piernas de Barbie en la boca y se las empecé a chupar. Olían a Jennifer, a polvo y a plástico. Le chupé los muñones, y ella me dijo que le gustaba.
--Eres mejor que un baño caliente --dijo Barbie. La dejé sobre la almohada y bajé a preparar las bebidas.
Luego nos echamos en la cama, acurrucados, entrelazados, ella en la almohada y yo de costado, mirándola. Barbie hablaba de los hombres, y yo intentaba ser todo lo que ella quería. Dijo que no le gustaban los hombres que tenían miedo de sí mismos, e intenté ser valiente, parecer audaz y aplomado, ladear la cabeza de un modo especial. Al parecer, no lo hice del todo mal. Luego dijo que no le gustaban los hombres que tenían miedo de la feminidad, y me hice un lío.
--Los hombres siempre tienen que demostrar lo machos que son --dijo.
Pensé en Jennifer y en cómo se esforzaba por parecer femenina, en sus vestidos, sus uñas pintadas, su maquillaje, y en ese sujetador cuyo uso no iba a poder justificar hasta al cabo de al menos cincuenta años.
--Te ríes de Ken porque él se muestra tal como es. No esconde nada.
--En su caso no hay mucho que esconder --dije--. Tiene el pelo de plástico duro y un bulto en lugar de pene.
--No debería haberte contado lo del bulto.
Me acosté boca arriba. Barbie se volvió hacia mí y cambió la almohada por mi pecho. Su cuerpo era tan largo como el espacio comprendido entre mi pezón y mi ombligo. Sentí el cosquilleo de sus manos sobre mi piel.
--Barbie --dije.
--¿Mmm?
--¿Qué sientes por mí?
Barbie tardó un instante en responder.
--No te preocupes por eso --dijo, e introdujo su mano entre dos botones de mi camisa.
Sus dedos eran como palillos afilados en manos de un antiguo torturador, pasos de una danza matriarcal de la muerte ejecutada sobre mi pecho. Barbie reptaba como un insecto atiborrado de Raid.
Bajo la ropa, debajo de la superficie, me estaba volviendo loco. Entre otras cosas, porque los calzoncillos me estaban jugando una mala pasada y no sabía cómo solucionar el problema sin llamar demasiado la atención.
Con Barbie aún aferrada a mi camisa, me di la vuelta como un transbordador espacial durante una maniobra de acoplamiento. Me puse boca abajo, y Barbie quedó atrapada entre mi estómago y la sábana. Con toda la lentitud y la discreción de que fui capaz, fue descansando todo mi peso sobre el colchón. Al principio, con la esperanza de que el desajuste se arreglara solo; luego compulsivamente, atrapado en una espiral de dolor y placer.
--¿Es una cama de agua? --preguntó Barbie.
Le puse la mano sobre el pecho. O, mejor dicho, el dedo índice. Barbie ahogó un grito, un chirrido invertido. Chirrió al revés y luego guardó silencio. Yo me quedé tal como estaba, con la mano sobre su pecho, y me puse a pensar por qué estaba siempre cruzando las fronteras que separan a los ricos de los desposeídos, los buenos de los malos, los hombres de las fieras, sin poder hacer nada por evitarlo.
Barbie se había sentado en mi paquete, con las piernas dobladas hacia atrás en una postura inhumana.
Y llegó un momento en que no pude más. El pene se me había puesto azul; de puro asfixiado, que conste. Nada más hacer los honores, el bueno de Richard salió disparado como un preso fugado de una cárcel de máxima seguridad.
--Nunca había visto nada tan grande --exclamó Barbie. ¿Qué hombre no ha soñado con oír esa frase? Por desgracia, teniendo en cuenta la clase de gente que frecuentaba Barbie, y me refiero concretamente a Don Bulto, el comentario no me sorprendió demasiado.
Barbie se puso de pie junto a mi pene erecto y hundió sus pies descalzos en mi vello púbico. Richard era casi tan alto como ella. Bueno, tal vez exagero, pero no mucho. Y el tamaño no era el único atributo que compartían; también tenían la misma expresión de sorpresa dibujada en el rostro.
Viéndola sobre mí, no pude contener el deseo de penetrarla. La puse boca arriba sobre el colchón y me coloqué encima de ella, completamente ajeno al hecho de que podía estar poniendo su vida en peligro. Barbie me clavó las manos en el estómago hasta hacer que me sintiera como un paciente sometido a una apendicectomía.
Estaba encima de ella, tratando de abrirme paso entre sus piernas, dispuesto a partirla en dos. Pero allí no había nada, nada donde meter excepto una línea que separaba simbólicamente sus nalgas.
Me concentré en esa línea, le acaricié la parte posterior de los muslos y también la entrepierna. Y la coloqué de espaldas a mí para poder hacerlo sin verle la cara.
Me corrí enseguida. Encima de Barbie, de su cuerpo y de su cabello. Me corrí sobre ella, y fue la experiencia más traumática de mi vida. Porque no se le quedó pegada. La leche no se adhiere al plástico. Me sentí acabado. Tenía entre las manos una Barbie cubierta de semen y estaba poniendo cara de no haber roto nunca un plato.
--No pares --dijo Barbie, aunque puede que sólo me lo pareciera porque había leído una escena similar en alguna parte. Ya no lo sé. No tenía valor para escucharla. Ni siquiera para mirarla. Me limpié con un calcetín, me vestí y llevé a Barbie al cuarto de baño.
Durante la cena me di cuenta de que Jennifer alternaba los bocados de pasta y atún con fragmentos de sus cutículas. Le pregunté si le estaban saliendo los dientes. Entonces le dio un ataque de tos y se atragantó, no sé si por culpa de una uña, de una patata frita mal masticada, o de un trocito de pie de Barbie que se le hubiera pegado a los dientes. Mi madre le preguntó si se encontraba bien.
--Me he tragado algo que pincha --dijo Jennifer entre toses, con un estilo que delataba claramente la influencia de las clases de arte dramático recibidas durante el verano anterior.
--¿Te pasa algo? --insistí.
--Deja en paz a tu hermana --me advirtió mi madre.
--Si hay que hacerle alguna pregunta, ya se la haremos nosotros --apostilló mi padre.
--¿Va todo bien? --preguntó mi madre a Jennifer. Mi hermana asintió--. Me parece que ya es hora de comprarte otros vaqueros --añadió--. Te estás quedando sin ropa de batalla.
--¿Cambiar de tema? --dije mientras trataba de encontrar la manera de evitar que Jennifer se comiera viva a Barbie--. Dios me libre.
--Yo no llevo pantalones --protestó Jennifer--. Los pantalones son para los chicos.
--Tu abuela lleva pantalones --la informó mi padre.
--La abuela no es ninguna chica.
Mi padre se rió entre dientes. Así es, entre dientes. Mi padre es la única persona que he conocido jamás capaz de reírse entre dientes.
--Guárdale el secreto --se carcajeó.
--No le veo la gracia --dije yo.
--Además, la abuela los lleva elásticos --insistió Jennifer--. Sin bragueta. Para llevar bragueta hace falta tener pene.
--Jennifer --intervino mi madre--, basta ya.
Decidí comprar un regalo para Barbie. Había alcanzado ese extraño punto de la relación en que me sentía capaz de hacer cualquier cosa por ella. Tuve que coger dos autobuses y andar más de un kilómetro y medio para llegar a Toys 'R' Us.
La sección Barbie ocupaba el pasillo 14C. Yo estaba hecho polvo. Me imaginé rodeado de un millón de Barbies y obligado a tirármelas a todas. Me imaginé follando con una, dejándola de lado, escogiendo otra, tirándomela y añadiéndola al número creciente de Barbies usadas que se iban acumulando en un rincón de mi habitación. Ímproba tarea donde las hubiera. Me vi convertido en un esclavo de Barbie. ¿Cuántas Barbies Tropical debían de fabricarse cada año? Estuve a punto de desmayarme.
Había estanterías y más estanterías repletas de Barbies, Kens y Skippers. Barbie Diversión, Ken Tesoro Secreto, Barbie Baila el Rock Ritmo A Tope... Vi que también había varios ejemplares de Barbie Flexibilidad, y me sorprendí a mí mismo examinándolos de cerca con aire seductor, preguntándome si sabrían abrirse de piernas. «;Dale al interruptor y verás cómo se mueve», decía en la caja. Barbie me guiñó un ojo mientras leía.
Lo único tropical que encontré fue un Ken Tropical de raza negra. Aunque a simple vista nunca habría dicho que era negro. Negro en el sentido en que lo son los negros, quiero decir. Ken Tropical era de color pasa, pasa aplastada y sin arrugas. Llevaba una especie de peinado afro muy corto que más que un peinado parecía un casco, una peluca que hubiera aterrizado sobre su cabeza por casualidad y ya no se le hubiera despegado. ¿Sería aquel Ken negro un Ken blanco cubierto por una gruesa capa de pintura de color pasa?
Cogí ocho Kens negros de una estantería y los coloqué en fila. A través de su ventana de celofán Ken Tropical me dijo que su ambición era llegar a ser dentista. Los ocho hablaban a la vez. Por suerte, decían lo mismo y al mismo tiempo. Decían que les gustaban mucho los dientes. Ken sonrió. Tenía la misma sonrisa dentífrica y televisiva que Barbie y su Ken blanco. Eso me hizo pensar que toda la familia Mattel debía de cuidarse mucho. Tal vez fueran los únicos americanos que aún se cepillaban los dientes después de cada comida y antes de acostarse.
No sabía qué regalo escoger. Ken Tropical me recomendó una prenda de vestir, un abrigo de piel, por ejemplo. Yo quería algo realmente especial. Un regalo maravilloso que nos hiciera sentir el uno muy cerca del otro.
Consideré la posibilidad de comprarle un set de terraza y piscina, pero el riesgo de provocarle un ataque de nostalgia me hizo desistir. ¿Y un equipo completo de vacaciones alpinas, con refugio, chimenea, motonieve y trineo incluidos? ¿Y si utilizaba nuestro nido de amor para invitar a Ken a pasar el fin de semana? El plató de telediario también era bonito, pero dada la tendencia de Barbie a emitir chirridos, su porvenir como presentadora me parecía limitado. Un gimnasio, un sofá cama con mesita auxiliar, un balneario, un dormitorio... Al final me decidí por el piano de cola. Costaba trece dólares. Siempre había ido con cuidado de no gastarme más de diez dólares en nadie, pero, teniendo en cuenta las circunstancias, valía la pena tirar la casa por la ventana. Al fin y al cabo, uno no compra un piano de cola todos los días.
--Para regalo --dije en la caja.
Desde la ventana de mi cuarto se veía el jardín. Jennifer, ataviada con su tutú, daba brincos de un lado a otro de la terraza. Era muy arriesgado colarse en su habitación y coger a Barbie, pero no podía soportar la idea de tener un piano de cola escondido en el armario y no contárselo a nadie.
--Empiezo a creer que te gusto de verdad --dijo Barbie después de desenvolver el regalo.
Asentí. Barbie llevaba puesto un equipo completo de esquí. Estábamos a finales de agosto, y en el exterior la temperatura era de 26 grados centígrados. Barbie se sentó rápidamente en la banqueta y se puso a tocar «;Chopsticks».
Eché un vistazo por la ventana. Jennifer estaba cogiendo carrerilla para subirse de un salto a lo alto de la barandilla. Después volvería a la posición inicial, muy parecida a la de esos caballos voladores de color rojos que aún se ven en las viejas gasolineras Mobil. La primera vez le salió bien. La segunda tropezó con la barandilla y fue a parar de bruces al otro lado. Al cabo de un momento reapareció cojeando en una esquina, con el tutú sucio y rasgado y sendos tomates en las rodillas de sus mallas rosa. Arranqué a Barbie del piano y la devolví a toda prisa a la habitación de Jennifer.
--Sólo estaba entrando en calor --dijo--. Sé tocar mucho mejor.
Jennifer subía las escaleras llorando.
--Viene Jennifer --dije antes de dejar a Barbie sobre el tocador. Entonces me di cuenta de que Ken no estaba.
--¿Dónde está Ken? --pregunté.
--Ha salido con Jennifer --respondió Barbie.
Salí a recibir a mi hermana.
--¿Estás bien? --le pregunté, y empezó a berrear aún más fuerte--. He visto cómo te caías.
--¿Y por qué no has hecho algo? --protestó.
--¿Para evitar que te cayeras?
Jennifer asintió y me mostró las rodillas.
--Una vez has perdido el equilibrio ya no había nada que hacer. --Me di cuenta de que llevaba a Ken sujeto a la cinturilla del tutú.
--Excepto cogerme en el aire --dijo Jennifer.
Estuve a punto de decirle que era peligroso ir por ahí dando saltos con un Ken sujeto a la falda, pero no se puede reñir a alguien que ya está llorando.
La acompañé al cuarto de baño y busqué el agua oxigenada. Yo era un experto en primeros auxilios. La clase de tío que va por la calle esperando que a alguien le dé un ataque al corazón para poder practicar la maniobra de resucitación cardiopulmonar.
--Siéntate --le dije.
Jennifer se sentó en el inodoro sin bajar la tapa. Ken se le clavaba por todas partes, pero, en vez de sacárselo de encima, mi hermana se revolvía buscando una postura cómoda, como si no hubiera otra solución. Así pues, tuve que ser yo quien se lo quitara. Jennifer me miró cómo si acabara de practicarle una operación quirúrgica.
--Es mío --dijo.
--Quítate los leotardos --le ordené.
--No.
--¿No ves que están hechos trizas? Quítatelos.
Jennifer se quitó las zapatillas de ballet y las mallas. Llevaba unos calzoncillos que habían sido míos. Bajo el tutú deshilachado, asomaba un estampado poblado de superhéroes como Spiderman, Superman y Batman. Opté por mantener la boca cerrada, pero resultaba de lo más curioso ver unos calzoncillos sin paquete debajo. Ésa debía de ser la razón de que los fabricantes de Ken no se tomaran la molestia de hacerle ropa interior: de todas formas, iba a resultar demasiado raro.
Rocié las rodillas ensangrentadas de agua oxigenada. Jennifer me chilló al oído. Luego se agachó para examinar la herida y se tocó la piel desgarrada con sus dedos color violeta. El tutú se levantó de repente y le arañó la cara. Yo me dediqué a limpiarle la herida de guijarros y briznas de hierba.
Jennifer se echó a llorar otra vez.
--No es nada --la tranquilicé--. De ésta no te vas a morir. --Jennifer ni se inmutó--. ¿Quieres que te traiga algo? --le pregunté en un ataque de amabilidad.
--A Barbie --contestó.
Era la primera vez que una tercera persona nos veía juntos. La cogí como si fuera una perfecta desconocida y se la di a Jennifer. Ella la agarró por el pelo. Estuve a punto de protestar, pero no lo hice. Barbie me miró y se encogió de hombros. Entonces bajé a preparar un coca-cola light especial para Jennifer.
--Tómate esto --le dije. Mi hermana apuró la bebida en cuatro tragos. Inmediatamente sentí remordimientos por haber utilizado un valium entero.
--¿Por qué no le das un sorbo a tu Barbie? --sugerí--. Seguro que también tiene sed.
Cuando Barbie me guiñó un ojo, tuve que reprimir el impulso de asesinarla. ¿Cómo se le ocurría hacerlo delante de Jennifer? ¿Y a qué venía hacerlo porque sí?
Volví a mi cuarto y escondí el piano. Mientras lo guardara en su caja de cartón --supuse--, no había por qué preocuparse. En caso de ser descubierto, siempre podía decir que lo había comprado para regalárselo a mi hermana.
El miércoles Ken y Barbie aparecieron con las cabezas intercambiadas. Cuando entré a recoger a Barbie, encontré a los dos híbridos sobre el tocador: el cuerpo de Ken coronado por la cabeza de Barbie y viceversa. Al principio creí que se trataba de una alucinación.
--Hola --me saludó la cabeza de Barbie.
No me salían las palabras de la boca. Barbie tenía el cuerpo de Ken, y eso me hizo ver a Ken con otros ojos.
Cuando fui a coger el cuerpo de Ken con cabeza de Barbie, la cabeza de Barbie se desprendió, rodó por el tocador, atravesó el tapete, sorteó la colección de gatitos de cerámica de Jennifer y ¡pum! cayó al suelo. Vi cómo la cabeza de Barbie se desprendía del cuerpo, rodaba, se acercaba al borde del tocador y, finalmente, caía al vacío, pero fui incapaz de hacer nada por evitarlo: estaba petrificado, paralizado. Mi mano izquierda sostenía el cuerpo acéfalo de Ken.
En el suelo, la cabeza de Barbie reposaba sobre sus cabellos desordenados como lo habría hecho sobre las alas de un ángel desplegadas en la nieve. Habrá sangre --me dije--, un gran charco, o al menos un reguerillo saliéndole de la oreja, la nariz o la boca. Pero no. Al bajar la vista sólo encontré unos ojos cósmicos que me miraban fijamente. Creí que Barbie había muerto.
--¡Menudo porrazo! --exclamó entonces--. Sólo me faltaba esto. ¡Con el dolor de cabeza que me dan estos pendientes!
Barbie llevaba unos botones en el lóbulo de las orejas.
--Es que me atraviesan el cráneo, ¿sabes? Supongo que es cuestión de acostumbrarse --se resignó.
Sobre el tocador, al lado del híbrido con cuerpo de Barbie y cabeza de Ken, reconocí el acerico de mi madre. Tenía clavados cientos de alfileres: algunos plateados y con la cabeza plana, y otros rematados por bolitas rojas, amarillas y azules.
--¡Llevas dos alfileres clavados! --le dije a la cabeza de Barbie, que seguía en el suelo.
--Como autor de piropos, dejas mucho que desear.
Barbie empezaba a caerme gorda. Yo me expresaba con una claridad diáfana y ella no se enteraba de nada.
Volví la vista hacia Ken. Lo tenía en la mano izquierda, agarrado por la cintura. Al mirarlo me di cuenta de que le estaba tocando el bulto con el pulgar. De que le estaba tocando la bragueta con el pulgar. Y nada más pensarlo se me puso dura. Fue una de esas erecciones con las que uno se encuentra de repente, sin saber de dónde han salido. Empecé a acariciarle el bulto. Mi pulgar parecía salido de una película porno proyectada en pantalla gigante.
--¿A qué esperas? --preguntó la cabeza de Barbie--. Levántame del suelo. Ayúdame.
Deslicé el dedo bajo el traje de baño de Ken y seguí acariciándole el bulto. O la chepa. Estaba en la habitación de mi hermana, de pie, con los pantalones bajados.
--¿Es que no piensas ayudarme? --insistió Barbie--. ¿Es que no piensas ayudarme?
Un segundo antes de correrme, coloqué el hueco correspondiente al cuello de Ken frente a mí, cabeza abajo, justo encima de mi pene, y me corrí en su interior como nunca había podido hacer con Barbie.
Me corrí dentro del cuerpo de Ken, y tan pronto como terminé sentí ganas de volverlo a hacer. Quería llenarlo y después colocar la cabeza en su sitio, como si fuera el tapón de un frasco de perfume. Deseaba que Ken fuera el recipiente de mi secreto. Me corrí dentro de Ken, y entonces me acordé de que no era mío. Lo llevé enseguida al cuarto de baño y lo sumergí en una mezcla de agua caliente y líquido desinfectante. Luego lo limpié bien por dentro con el cepillo de dientes de Jennifer y lo dejé un rato en remojo en agua fría.
--¿Pero es que no piensas ayudarme? --insistió Barbie.
El accidente debía de haberle causado daños irreparables en el cerebro. Recogí la cabeza del suelo.
--¿Por qué has tardado tanto? --preguntó.
--Tenía que ocuparme de Ken.
--¿Se encuentra bien?
--Se recuperará. Lo he dejado en remojo en el cuarto de baño. --Tenía en la mano la cabeza de Barbie.
--¿Qué piensas hacer?
--¿Qué quieres decir? --pregunté.
¿Debía interpretar que aquel pequeño incidente, aquel momento de intimidad con Ken, me obligaba a tomar una decisión inmediata sobre mi futuro como objeto de deseo de los homosexuales?
--Esta tarde. ¿Adónde iremos? ¿Qué haremos? Te echo mucho de menos cuando no te veo --dijo.
--Pero si me ves todos los días.
--En realidad, no. Sólo te veo pasar de lejos desde el tocador. Vamos a tu cuarto.
Volví al baño, aclaré a Ken, lo sequé con el secador de mi madre, y me puse a jugar con él otra vez. Cosas de chicos. Al fin y al cabo, eso es lo que éramos. Consideré la posibilidad de jugar algún partido con él, de salir los dos sin Barbie.
--Los he visto más rápidos --dijo Barbie cuando regresé a la habitación.
Dejé a Ken en el tocador, recogí el cuerpo de Barbie, le arranqué la cabeza de Ken y, sin ningún miramiento, coloqué la de Barbie en su lugar.
--No quiero pelearme contigo --dijo Barbie mientras la llevaba a mi cuarto--. No podemos desperdiciar el poco tiempo que tenemos en peleas. Follemos --propuso.
No me apetecía. Seguía pensando en follar con Ken y en que Ken era un chico. Seguía pensando en Barbie y en que Barbie era una chica. En Jennifer, que cambiaba las cabezas de sitio, se comía los pies de Barbie, la colgaba del ventilador del techo y Dios sabe cuántas cosas más.
--Follemos --repitió.
Le arranqué la ropa. Jennifer le había pintado un triángulo invertido de vello púbico entre las piernas. Se lo había dibujado del revés, de manera que parecía más un surtidor que cualquier otra cosa. Lancé un certero escupitajo y utilicé el pulgar y el dedo índice para borrar la mancha de tinta por simple fricción. Barbie soltó un gemido.
--¿Por qué dejas que te haga estas cosas?
--Jennifer es mi dueña --gimió.
Jennifer es mi dueña. Y lo decía así, como si nada, casi con gusto. Sentí celos de mi hermana. Jennifer era la dueña de Barbie y eso me ponía furioso. Estaba claro que era una de esas relaciones que sólo pueden darse entre mujeres. Jennifer podía ser la dueña de Barbie porque eso no importaba. Jennifer no la deseaba. Jennifer la poseía.
--Eres perfecta.
--Me estoy poniendo como una foca --dijo ella.
Se movía sobre mí como un reptil. ¿Sabía Jennifer que Barbie era ninfómana? ¿Sabía Jennifer qué clase de ninfómana era Barbie?
--No deberías andar entre niñas pequeñas --dije.
Barbie hizo caso omiso de mis palabras.
Tenía arañazos en el pecho y en el abdomen, pero, como ella no hizo ningún comentario al respecto, al principio fingí que no lo había notado. Al acariciarla me di cuenta de que eran cortes profundos, tajos de contorno irregular que detenían el avance de los dedos. Imposible no sentir curiosidad.
--¿Jennifer? --adiviné mientras le lamía las heridas como si mi lengua, a modo de papel de lija, pudiera borrar las marcas. Barbie asintió.
Confieso que la posibilidad de usar papel de lija me pasó por la imaginación. Lo difícil era encontrar la manera de explicárselo a ella: estáte quieta mientras yo te froto muy fuerte con esta especie de toalla empapada en cemento. A lo mejor hasta le gustaba que la esposara y convirtiera aquello en una sesión de sadomaso.
Le lamí las esquirlas, las palabras copyright 1966 Mattel Inc. que llevaba tatuadas en la espalda. Ella se puso como loca. Dijo no sé qué de la hipersensibilidad y las cicatrices.
Barbie se aferraba a mí, me hacía sentir sus heridas sobre mi piel. Yo pensaba en Jennifer y en que mi hermana era muy capaz de matar a Barbie. Sin querer, cualquier día podía pasarse de la raya. No sabía si Barbie se daría cuenta a tiempo, ni si, llegado el caso, trataría de detenerla.
Y follamos. Ésa es la palabra que yo utilizaba, follar. Al principio, Barbie decía que no le gustaba, y por eso precisamente a mí me gustaba todavía más. Ella la encontraba demasiado fuerte, demasiado sonora, y decía que no estábamos follando sino haciendo el amor. Yo le decía que debía de estar de guasa.
--Follemos --dijo, y aquella tarde me di cuenta de que el fin estaba cerca--. Follemos --dijo. No me gustó cómo sonaba la palabra.
El viernes, cuando entré en la habitación de Jennifer, noté algo extraño en el ambiente. El aire olía a laboratorio, a fuego, a experimento fracasado.
Barbie llevaba un vestido de noche amarillo con escote palabra de honor, y el pelo recogido en un moño alto que parecía más un pastel de boda que algo salido de la batidora de Betty Crooker. Sobre su cabeza había un torbellino imaginario de fibras de algodón. Llevaba sendos alfileres amarillos clavados en las orejas y unos zapatos dorados de pelandusca a juego con el cinturón. Durante un instante me concentré en el cinturón e imaginé otras maneras de utilizarlo; pero no precisamente para maniatarla: prefería atarle el cinturón alrededor de la cabeza, amordazarla.
Al mirarla de nuevo me di cuenta de que le asomaba una mancha grande y oscura, como una cicatriz, por encima del escote. La cogí y le bajé la parte delantera del vestido.
--¿Qué pasa, grandullón? --me dijo--. ¿No vas a decirme hola primero?
Alguien le había cortado los pechos con un cuchillo. Un cuchillo que, a juzgar por las decenas de cicatrices, podría haber tenido cinco hileras de dientes, igual que la boca de un tiburón. Y, por si eso fuera poco, la habían derretido. Había estado en contacto con llamas azules y amarillas hasta fundirse, hasta convertirse en el mismo fuego que la consumía. El plástico derretido había sido trabajado posteriormente con la punta de un lápiz o de un bolígrafo. Al enfriarse, la carne fundida de Barbie había vuelto a endurecerse, y el plástico formaba espirales negras y rosas en el cráter que Jennifer había excavado en sus pechos.
La examiné de cerca, como habría hecho un científico, un patólogo, un forense. Estudié las quemaduras, la zona rebajada, como si la cercanía pudiera proporcionarme una explicación, una salida.
Noté un sabor desagradable, como si me hubiera metido una pila en la boca. Fue algo que me subió al paladar desde el estómago y que luego regresó a él, dejándome en la boca el sabor amargo y metálico de la saliva agria. Tosí y me eché un escupitajo en la manga de la camisa. Luego me remangué para esconder la mancha de humedad.
Toqué el borde del cráter con el dedo índice. Lo rocé, apenas. Al contacto de mi piel, sin embargo, la parte exterior de la cicatriz se desprendió. Tuve que hacer un esfuerzo para no soltarla.
--No es más que una reducción --dijo Barbie--. Ahora Jennifer y yo estamos empatadas.
Barbie sonreía. Su cara tenía la misma expresión que me había enamorado el primer día. La misma expresión de siempre. Aquello era insoportable. Sonreía, y estaba carbonizada. Sonreía, y estaba destrozada. Le coloqué bien el vestido para que no se le viera la cicatriz. Luego la dejé con cuidado sobre el tapete del tocador e hice ademán de salir.
--¿Qué pasa? --dijo Barbie--. ¿Hoy no vamos a jugar?
(Extraído de "La seguridad de los objetos")
Estoy saliendo con Barbie. Tres tardes por semana, mientras mi hermana está en clase de ballet, se la quito a Ken. Hago prácticas para el día de mañana.
Al principio entraba en la habitación de mi hermana y me quedaba mirando a Barbie, que vivía con Ken en el tapete del tocador.
La miraba sin mirarla. Hasta que, de repente, me di cuenta de que era ella quien no me quitaba los ojos de encima.
Estaba sentada al lado de Ken, y él, como quien no quiere la cosa, le acariciaba la pierna desnuda con su muslo enfundado en tela caqui. Él la acariciaba, pero ella no me quitaba los ojos de encima.
--Hola --me dijo.
--¿Qué tal? --contesté.
--Me llamo Barbie --se presentó, y Ken dejó de acariciarle la pierna.
--Ya lo sé.
--Y tú eres el hermano de Jenny.
Asentí. La cabeza me iba arriba y abajo como a una marioneta.
--Tu hermana me cae muy bien --dijo Barbie--. Es muy cariñosa. Y muy buena chica. Además, últimamente va siempre tan mona... Hasta ha empezado a pintarse las uñas.
No sé si Barbie se había dado cuenta de que Miss Maravillas se mordía las uñas, y de que, cuando sonreía, descubría unos incisivos manchados de laca de uñas violeta. No sé si sabía que Jennifer disimulaba los mordiscos con rotulador violeta, y que a veces, como se chupaba los dedos, no sólo se manchaba los dientes, sino que tenía la lengua de un tono violeta de lo más raro.
--Oye --le dije--. ¿Te apetece salir un rato? ¿Tomar un poco el fresco, darte un garbeo por el jardín?
--Ya lo creo --aceptó.
La cogí por los pies. Así dicho suena raro, pero estaba tan azorado que no me atreví a cogerla por la cintura. Le sujeté los tobillos y me la llevé más tiesa que el palo de una piruleta.
Nada más salir al jardín, en cuanto nos sentamos en el porche de lo que yo solía denominar mi fuerte pero que mi hermana y mis padres llamaban la casa de juguete, me dio el telele. De repente me di cuenta de que había salido con Barbie. No sabía qué decir.
--¿Y tú qué clase de Barbie eres?
--¿Perdón?
--Bueno, por lo que cuenta Jennifer, hay una Barbie Día y Noche, una Barbie Flexibilidad, una Barbie Regalos, una Barbie Tropical, Mi Primera Barbie, y no sé cuántas más.
--Yo soy Tropical --dijo. Tropical, dicho con la misma naturalidad con la que alguien se declararía católico o judío--. Venía con un bañador de una pieza, un cepillo y un coletero multiuso --chirrió.
Chirrió, sí, en serio. Resultó que tenía ese defecto de nacimiento. Yo hice como si nada.
Hubo unos momentos de silencio. Entonces vi que una hoja más grande que Barbie se desprendía del arce que crecía al lado del fuerte, y la intercepté antes de que se le cayera encima. Casi me esperaba otro chirrido: «;Me has salvado la vida. Soy tuya. Para siempre.» Pero no, Barbie reaccionó con una voz de lo más normal:
--¡Caray, menudo pedazo de hoja!
La miré y me di cuenta de que tenía los ojos de un azul centelleante, el color del océano un día de calma. La miré y me di cuenta enseguida de que llevaba el mundo entero, el cosmos, dibujado con maquillaje alrededor de los ojos. Toda una galaxia, con sus nubes, sus estrellas, su sol y su mar pintados en la cara. Amarillo, azul, rosa y un millón de destellos plateados.
Nos sentamos sin dejar de mirarnos. Nos miramos, hablamos, dejamos de hablar, volvimos a mirarnos. Fue un comienzo entrecortado. Los dos dijimos un montón de cosas que no deberíamos haber dicho, cosas al azar, que enseguida nos arrepentimos de haber dicho.
Estaba claro que Barbie no confiaba en mí. Le pregunté si le apetecía beber algo.
--Una coca-cola light --me contestó. ¿Quién me mandaba a mí preguntar?
Entré en casa, subí al cuarto de baño de mis padres, abrí el botiquín, arramblé con un par de valiums y me tragué uno sin más. Pensé que, si conseguía aparecer tranquilo y sereno, Barbie se daría cuenta de que no tenía intención de causarle ningún daño. Rompí el segundo comprimido en mil añicos, añadí unas esquirlas a la coca-cola light de Barbie, y batí bien la mezcla. Supuse que, si podíamos estar tranquilos y serenos al mismo tiempo, Barbie tardaría menos en confiar en mí. Me estaba enamorando de una forma que no tenía nada que ver con el amor.
--Oye, y lo tuyo con Ken, ¿qué? --le pregunté más tarde, cuando ya nos habíamos relajado. Ella iba por la segunda ronda de coca-cola light y yo ya había hecho una segunda expedición al botiquín.
Barbie se rió.
--No, sólo somos buenos amigos.
--Pero ese Ken, ¿de qué va? A mí me lo puedes contar. El tío... ¿sí o no?
--¿El dío o la día? --dijo Barbie despacito, arrastrando las palabras. Estaba tan colocada que creo que, si hubiéramos tenido un alcoholímetro para valiums, lo habría fundido de un soplido.
Me arrepentí de haberle preparado la tercera coca-cola. Sobre todo porque, si la palmaba de una sobredosis, Jennifer se lo contaría a papá y a mamá.
--O sea, que es marica...
Barbie se echó a reír. Sentí ganas de darle un sopapo. Luego me miró a los ojos.
--Se muere de ganas de estar conmigo --dijo--. Cuando vuelvo a casa por la noche, sé que me estará esperando. Oye, ¿sabes que no lleva ropa interior? ¿Verdad que es rarísimo que no tenga ropa interior? Bueno, no es que no tenga, es que no la fabrican. Oí que Jennifer se le contaba a una amiga suya. En fin, que siempre me está esperando, y mira que yo le insisto: «;Ken, somos amigos, ¿vale? Amigos y nada más.» No sé si te habrás fijado alguna vez, pero tiene el pelo de plástico duro, pegado a la cabeza, de una sola pieza. ¿Te imaginas salir con un tipo así? Además, no creo que estuviera a la altura, tú ya me entiendes. Ken no está lo que se dice muy bien dotado... Sólo tiene un bultito de plástico, una especie de chepa. Ya me dirás qué demonios tiene una que hacer con eso.
Barbie me estaba contando cosas que yo no tenía por qué saber, pero cada vez me acercaba más a ella, como si la cercanía fuera a soltarle aún más la lengua. Capturaba cada una de sus palabras y las saboreaba durante un instante, les daba vueltas en mi cabeza como si me estuviera hablando en una lengua extraña. Barbie seguía y seguía. Yo desconecté al cabo de un rato.
El sol se puso tras la casa de juguete. Barbie sintió un escalofrío, pidió disculpas y echó a correr para vomitar en la parte de atrás. Cuando le pregunté si se encontraba bien, me dijo que sí, que sólo estaba un poco cansada. Igual había pillado la gripe o algo así. Le di un chicle y la llevé de vuelta a casa.
Mientras íbamos hacia el cuarto de Jennifer hice algo que Barbie estuvo a punto de no perdonarme. Algo que no sólo rompió el encanto de aquel momento, sino que casi dio al traste con cualquier posibilidad de un futuro en común para los dos.
Al llegar al rellano que había entre las escaleras y la habitación de mi hermana, me metí la cabeza de Barbie en la boca, como los domadores del circo, como los monstruos de las películas.
La cabeza entera. No contaba con que el pelo se le separaría hebra por hebra como un espumillón navideño y se me pegaría a la garganta hasta casi asfixiarme. Noté el sabor de varias capas de maquillaje: Revlon, Max Factor y Maybelline. Cerré la boca y sentí su aliento en el mío. Oí resonar sus gritos en mi garganta. Su televisiva dentadura Profidén se ensañó con mi lengua y con el interior de mis mejillas. Fue como si me hubiera mordido yo solo sin querer. Luego hice presa en su cuello y la sostuve en los aires mientras ella forcejeaba inútilmente.
Antes de soltarla, le clavé los dientes en el cuello. Barbie describió aquellas marcas superficiales como secuelas de una violación. A mí me parecieron cuentas de un collar new age de amor.
--Nunca... ¡nunca me habían tratado con tanta desconsideración! --protestó tan pronto como me la saqué de la boca.
Mentía. Yo sabía que a veces Jennifer le hacía cosas. Pero no quise recordarle que una vez la había visto colgada del ventilador que había en el techo del cuarto de Jennifer, describiendo grandes círculos en el aire cual émulo de Superman.
--Siento haberte asustado.
--¿Asustado? --chirrió.
Y así durante un rato. El chirrido de Barbie era un cruce entre el ruido que hace un globo al desincharse y el de una alarma de incendios con las pilas gastadas. Mientras Barbie chirriaba, empezó a darme vueltas por la cabeza la frase Más vale cabeza en boca que ciento volando. Sabía que la había oído en otro contexto, a propósito de otra cosa, pero no me la podía quitar de la cabeza. Más vale cabeza en boca que ciento volando. Así una y otra vez, como el eco de un chiste verde.
--Asustado. Asustado. ¡Asustado! --Barbie chirrió y chirrió cada vez más fuerte hasta que volví a prestarle atención--. ¿Has estado alguna vez atrapado en la oscura caverna del cuerpo de otro?
No. Qué bien le había quedado la frase.
--Típico --dijo--. Típica reacción machista. No me lo puedo creer.
Durante un instante me sentí orgulloso de mí mismo.
--¿Por qué tenéis que hacer cosas que sabéis que no debéis hacer? Peor aún: ¿por qué las hacéis con ese brillo en los ojos, como si el hacerlas os proporcionara un extraño placer que sólo podéis compartir con vuestros congéneres? Sois todos iguales --me espetó--. Réplicas de Jack Nicholson.
Me negué a devolverla al cuarto de Jennifer si antes no me perdonaba, si no comprendía que yo había actuado movido por un sentimiento sincero y sin intención alguna de hacerle daño.
--Sabes de sobra que me interesas de verdad --le dije.
--Lo mismo digo --replicó, y me llevó unos instantes decidir si se refería al interés que yo sentía por ella o al que ella podía sentir por sí misma.
--Esto habrá que repetirlo --sugerí. Barbie asintió.
Me incliné para besarla. Me la podría haber acercado a los labios, pero no me pareció correcto. Por eso me incliné para besarla. Entonces me encontré con su nariz en la boca. Me sentí como un San Bernardo.
Por más delicado que intentara ser, siempre acababa lamiéndole la cara. Y no me refiero a meterle la lengua en la oreja o en la garganta; quiero decir que tenía que hacer auténticos esfuerzos para no asfixiarla. La besé dando la espalda a Ken. Luego me volví y la dejé sobre el tapete, a su lado. Tuve la tentación de dejarla caer en su regazo, de aplastarla contra él, pero me contuve.
--Me he divertido mucho --dijo Barbie. Jennifer acababa de poner los pies en el recibidor.
--Hasta luego --me despedí.
Jennifer entró en la habitación y se me quedó mirando.
--¿Qué pasa? --pregunté.
--Que estás en mi habitación --contestó.
--Es que había una abeja. He entrado para matarla.
--¿Una abeja? Soy alérgica a las abejas. ¡Mamá, mamá! gritó--. ¡Hay una abeja!
--Mamá no está. Y ya he matado la abeja.
--¿Y si hay otra?
--Pues me avisas y la mato.
--Pero si me pica podría morirme. --Me encogí de hombros y me fui. Noté que Barbie me seguía con la mirada.
Al viernes siguiente me tomé un valium veinte minutos antes de pasar a buscarla. Para cuando entré en el cuarto de Jennifer, todo me parecía más fácil.
--¿Qué hay? --dije al llegar junto al tocador.
Barbie estaba en el tapete, con Ken. Estaban sentados espalda contra espalda, apoyados el uno en el otro, con las piernas estiradas sobre el mueble.
Ken no se dignó mirarme. Peor para él.
--¿Lista para salir? --pregunté. Barbie asintió--. He pensado que igual tenías sed. --Le pasé la coca-cola light que le había preparado.
Había llegado a la conclusión de que el límite de Barbie era la octava parte de un valium. A partir de ahí empezaba a chochear. De hecho, lo que utilizaba eran migas de valium, porque no había manera humana de dividir la pastilla en porciones tan pequeñas.
Barbie cogió la coca-cola y se la bebió delante de Ken. Yo esperaba que él me dedicara una de esas miradas que significan «;sé lo que te traes entre manos y no me gusta un pelo», una mirada como las que me dedica mi padre cuando entra en mi habitación sin llamar y se da cuenta de que me ha sobresaltado.
Ken, en cambio, se comportó como si no se hubiera percatado de mi presencia. No lo tragaba.
--Esta tarde no puedo andar mucho --dijo Barbie.
Asentí. No me pareció que fuera un gran impedimento porque, de todas formas, era yo quien la llevaba de acá para allá.
--Tengo los pies hechos polvo --me explicó.
Yo seguía pensando en Ken.
--¿No tienes otros zapatos?
En mi familia lo de los zapatos era una obsesión. Para solucionar cualquier problema, mi padre siempre sugería un cambio de zapatos. Creía que para el calzado, igual que para los neumáticos, había que seguir un sistema de rotación.
--El problema no son los zapatos --dijo--, sino los dedos.
--¿Te los has aplastado sin querer? --El valium no estaba surtiendo efecto. Me costaba horrores darle conversación. Necesitaba otra dosis.
--Jennifer me los muerde.
--¿Qué?
--Que me muerde los dedos de los pies.
--¿Y tú se lo consientes?
No entendía lo que quería decirme. Seguía pensando en mi bloqueo, en que necesitaba otro valium o tal vez dos, un par de caramelos Pez amarillos y no autorizados para menores.
--¿Te gusta? --pregunté.
--Me hinca los dientes en los pies como si fueran falda de ternera --dijo Barbie--. Ojalá me los arrancara de un mordisco y acabáramos de una vez. Si no, esto puede durar eternamente. Muerde que te muerde. Cualquiera diría que me quiere roer.
--No volverá a pasar. Le compraré chicle, o tabaco, o lo que sea. Un lápiz que pueda mordisquear.
--No, no le digas nada, por favor. No te lo hubiera dicho si...
--Pero te está haciendo daño.
--Es un asunto entre ella y yo.
--¿Hasta dónde crees que puede llegar?
--No más allá del empeine, espero. Cuando llegue al hueso y se dé cuenta de que ya ha mordido la parte blanda, lo dejará.
--¿Y cómo te las arreglarás para andar sin dedos?
--Tengo los pies muy largos.
Me senté al borde de la cama de mi hermana, con la cabeza entre las manos. Mi hermana se estaba comiendo a mordiscos los pies de Barbie y a Barbie parecía no importarle. No le guardaba rencor. En cierto modo, me gustaba que así fuera. Me gustaba el hecho de que entendiera que todos tenemos costumbres secretas que a nosotros nos parecen normales pero que nos guardamos muy mucho de confesar en voz alta. ¿Y a mí? ¿Hasta dónde me dejaría llegar?
--Sácame de aquí --me pidió. Le quité los zapatos y vi que, efectivamente, alguien había estado royéndole los dedos. Los del pie izquierdo estaban a punto de desprenderse, y la mitad de los del derecho ya brillaban por su ausencia. Tenía señales de mordiscos hasta en los tobillos.
--No hablemos más del tema --dijo.
Cuando la cogí, Ken se cayó de espaldas, y ella me obligó a enderezarlo antes de salir.
--Saber que sólo tiene un bulto no te autoriza a maltratarlo --me reprendió en voz baja.
Coloqué a Ken en su sitio y recorrí el trecho de pasillo que separaba la habitación de mi hermana y la mía. Una vez en mi cuarto, levanté a Barbie hacia el techo, eché la cabeza atrás y me metí sus pies en la boca. Me sentí como un joven tragasables practicando antes de su debut. Me metí los pies y las piernas de Barbie en la boca y se las empecé a chupar. Olían a Jennifer, a polvo y a plástico. Le chupé los muñones, y ella me dijo que le gustaba.
--Eres mejor que un baño caliente --dijo Barbie. La dejé sobre la almohada y bajé a preparar las bebidas.
Luego nos echamos en la cama, acurrucados, entrelazados, ella en la almohada y yo de costado, mirándola. Barbie hablaba de los hombres, y yo intentaba ser todo lo que ella quería. Dijo que no le gustaban los hombres que tenían miedo de sí mismos, e intenté ser valiente, parecer audaz y aplomado, ladear la cabeza de un modo especial. Al parecer, no lo hice del todo mal. Luego dijo que no le gustaban los hombres que tenían miedo de la feminidad, y me hice un lío.
--Los hombres siempre tienen que demostrar lo machos que son --dijo.
Pensé en Jennifer y en cómo se esforzaba por parecer femenina, en sus vestidos, sus uñas pintadas, su maquillaje, y en ese sujetador cuyo uso no iba a poder justificar hasta al cabo de al menos cincuenta años.
--Te ríes de Ken porque él se muestra tal como es. No esconde nada.
--En su caso no hay mucho que esconder --dije--. Tiene el pelo de plástico duro y un bulto en lugar de pene.
--No debería haberte contado lo del bulto.
Me acosté boca arriba. Barbie se volvió hacia mí y cambió la almohada por mi pecho. Su cuerpo era tan largo como el espacio comprendido entre mi pezón y mi ombligo. Sentí el cosquilleo de sus manos sobre mi piel.
--Barbie --dije.
--¿Mmm?
--¿Qué sientes por mí?
Barbie tardó un instante en responder.
--No te preocupes por eso --dijo, e introdujo su mano entre dos botones de mi camisa.
Sus dedos eran como palillos afilados en manos de un antiguo torturador, pasos de una danza matriarcal de la muerte ejecutada sobre mi pecho. Barbie reptaba como un insecto atiborrado de Raid.
Bajo la ropa, debajo de la superficie, me estaba volviendo loco. Entre otras cosas, porque los calzoncillos me estaban jugando una mala pasada y no sabía cómo solucionar el problema sin llamar demasiado la atención.
Con Barbie aún aferrada a mi camisa, me di la vuelta como un transbordador espacial durante una maniobra de acoplamiento. Me puse boca abajo, y Barbie quedó atrapada entre mi estómago y la sábana. Con toda la lentitud y la discreción de que fui capaz, fue descansando todo mi peso sobre el colchón. Al principio, con la esperanza de que el desajuste se arreglara solo; luego compulsivamente, atrapado en una espiral de dolor y placer.
--¿Es una cama de agua? --preguntó Barbie.
Le puse la mano sobre el pecho. O, mejor dicho, el dedo índice. Barbie ahogó un grito, un chirrido invertido. Chirrió al revés y luego guardó silencio. Yo me quedé tal como estaba, con la mano sobre su pecho, y me puse a pensar por qué estaba siempre cruzando las fronteras que separan a los ricos de los desposeídos, los buenos de los malos, los hombres de las fieras, sin poder hacer nada por evitarlo.
Barbie se había sentado en mi paquete, con las piernas dobladas hacia atrás en una postura inhumana.
Y llegó un momento en que no pude más. El pene se me había puesto azul; de puro asfixiado, que conste. Nada más hacer los honores, el bueno de Richard salió disparado como un preso fugado de una cárcel de máxima seguridad.
--Nunca había visto nada tan grande --exclamó Barbie. ¿Qué hombre no ha soñado con oír esa frase? Por desgracia, teniendo en cuenta la clase de gente que frecuentaba Barbie, y me refiero concretamente a Don Bulto, el comentario no me sorprendió demasiado.
Barbie se puso de pie junto a mi pene erecto y hundió sus pies descalzos en mi vello púbico. Richard era casi tan alto como ella. Bueno, tal vez exagero, pero no mucho. Y el tamaño no era el único atributo que compartían; también tenían la misma expresión de sorpresa dibujada en el rostro.
Viéndola sobre mí, no pude contener el deseo de penetrarla. La puse boca arriba sobre el colchón y me coloqué encima de ella, completamente ajeno al hecho de que podía estar poniendo su vida en peligro. Barbie me clavó las manos en el estómago hasta hacer que me sintiera como un paciente sometido a una apendicectomía.
Estaba encima de ella, tratando de abrirme paso entre sus piernas, dispuesto a partirla en dos. Pero allí no había nada, nada donde meter excepto una línea que separaba simbólicamente sus nalgas.
Me concentré en esa línea, le acaricié la parte posterior de los muslos y también la entrepierna. Y la coloqué de espaldas a mí para poder hacerlo sin verle la cara.
Me corrí enseguida. Encima de Barbie, de su cuerpo y de su cabello. Me corrí sobre ella, y fue la experiencia más traumática de mi vida. Porque no se le quedó pegada. La leche no se adhiere al plástico. Me sentí acabado. Tenía entre las manos una Barbie cubierta de semen y estaba poniendo cara de no haber roto nunca un plato.
--No pares --dijo Barbie, aunque puede que sólo me lo pareciera porque había leído una escena similar en alguna parte. Ya no lo sé. No tenía valor para escucharla. Ni siquiera para mirarla. Me limpié con un calcetín, me vestí y llevé a Barbie al cuarto de baño.
Durante la cena me di cuenta de que Jennifer alternaba los bocados de pasta y atún con fragmentos de sus cutículas. Le pregunté si le estaban saliendo los dientes. Entonces le dio un ataque de tos y se atragantó, no sé si por culpa de una uña, de una patata frita mal masticada, o de un trocito de pie de Barbie que se le hubiera pegado a los dientes. Mi madre le preguntó si se encontraba bien.
--Me he tragado algo que pincha --dijo Jennifer entre toses, con un estilo que delataba claramente la influencia de las clases de arte dramático recibidas durante el verano anterior.
--¿Te pasa algo? --insistí.
--Deja en paz a tu hermana --me advirtió mi madre.
--Si hay que hacerle alguna pregunta, ya se la haremos nosotros --apostilló mi padre.
--¿Va todo bien? --preguntó mi madre a Jennifer. Mi hermana asintió--. Me parece que ya es hora de comprarte otros vaqueros --añadió--. Te estás quedando sin ropa de batalla.
--¿Cambiar de tema? --dije mientras trataba de encontrar la manera de evitar que Jennifer se comiera viva a Barbie--. Dios me libre.
--Yo no llevo pantalones --protestó Jennifer--. Los pantalones son para los chicos.
--Tu abuela lleva pantalones --la informó mi padre.
--La abuela no es ninguna chica.
Mi padre se rió entre dientes. Así es, entre dientes. Mi padre es la única persona que he conocido jamás capaz de reírse entre dientes.
--Guárdale el secreto --se carcajeó.
--No le veo la gracia --dije yo.
--Además, la abuela los lleva elásticos --insistió Jennifer--. Sin bragueta. Para llevar bragueta hace falta tener pene.
--Jennifer --intervino mi madre--, basta ya.
Decidí comprar un regalo para Barbie. Había alcanzado ese extraño punto de la relación en que me sentía capaz de hacer cualquier cosa por ella. Tuve que coger dos autobuses y andar más de un kilómetro y medio para llegar a Toys 'R' Us.
La sección Barbie ocupaba el pasillo 14C. Yo estaba hecho polvo. Me imaginé rodeado de un millón de Barbies y obligado a tirármelas a todas. Me imaginé follando con una, dejándola de lado, escogiendo otra, tirándomela y añadiéndola al número creciente de Barbies usadas que se iban acumulando en un rincón de mi habitación. Ímproba tarea donde las hubiera. Me vi convertido en un esclavo de Barbie. ¿Cuántas Barbies Tropical debían de fabricarse cada año? Estuve a punto de desmayarme.
Había estanterías y más estanterías repletas de Barbies, Kens y Skippers. Barbie Diversión, Ken Tesoro Secreto, Barbie Baila el Rock Ritmo A Tope... Vi que también había varios ejemplares de Barbie Flexibilidad, y me sorprendí a mí mismo examinándolos de cerca con aire seductor, preguntándome si sabrían abrirse de piernas. «;Dale al interruptor y verás cómo se mueve», decía en la caja. Barbie me guiñó un ojo mientras leía.
Lo único tropical que encontré fue un Ken Tropical de raza negra. Aunque a simple vista nunca habría dicho que era negro. Negro en el sentido en que lo son los negros, quiero decir. Ken Tropical era de color pasa, pasa aplastada y sin arrugas. Llevaba una especie de peinado afro muy corto que más que un peinado parecía un casco, una peluca que hubiera aterrizado sobre su cabeza por casualidad y ya no se le hubiera despegado. ¿Sería aquel Ken negro un Ken blanco cubierto por una gruesa capa de pintura de color pasa?
Cogí ocho Kens negros de una estantería y los coloqué en fila. A través de su ventana de celofán Ken Tropical me dijo que su ambición era llegar a ser dentista. Los ocho hablaban a la vez. Por suerte, decían lo mismo y al mismo tiempo. Decían que les gustaban mucho los dientes. Ken sonrió. Tenía la misma sonrisa dentífrica y televisiva que Barbie y su Ken blanco. Eso me hizo pensar que toda la familia Mattel debía de cuidarse mucho. Tal vez fueran los únicos americanos que aún se cepillaban los dientes después de cada comida y antes de acostarse.
No sabía qué regalo escoger. Ken Tropical me recomendó una prenda de vestir, un abrigo de piel, por ejemplo. Yo quería algo realmente especial. Un regalo maravilloso que nos hiciera sentir el uno muy cerca del otro.
Consideré la posibilidad de comprarle un set de terraza y piscina, pero el riesgo de provocarle un ataque de nostalgia me hizo desistir. ¿Y un equipo completo de vacaciones alpinas, con refugio, chimenea, motonieve y trineo incluidos? ¿Y si utilizaba nuestro nido de amor para invitar a Ken a pasar el fin de semana? El plató de telediario también era bonito, pero dada la tendencia de Barbie a emitir chirridos, su porvenir como presentadora me parecía limitado. Un gimnasio, un sofá cama con mesita auxiliar, un balneario, un dormitorio... Al final me decidí por el piano de cola. Costaba trece dólares. Siempre había ido con cuidado de no gastarme más de diez dólares en nadie, pero, teniendo en cuenta las circunstancias, valía la pena tirar la casa por la ventana. Al fin y al cabo, uno no compra un piano de cola todos los días.
--Para regalo --dije en la caja.
Desde la ventana de mi cuarto se veía el jardín. Jennifer, ataviada con su tutú, daba brincos de un lado a otro de la terraza. Era muy arriesgado colarse en su habitación y coger a Barbie, pero no podía soportar la idea de tener un piano de cola escondido en el armario y no contárselo a nadie.
--Empiezo a creer que te gusto de verdad --dijo Barbie después de desenvolver el regalo.
Asentí. Barbie llevaba puesto un equipo completo de esquí. Estábamos a finales de agosto, y en el exterior la temperatura era de 26 grados centígrados. Barbie se sentó rápidamente en la banqueta y se puso a tocar «;Chopsticks».
Eché un vistazo por la ventana. Jennifer estaba cogiendo carrerilla para subirse de un salto a lo alto de la barandilla. Después volvería a la posición inicial, muy parecida a la de esos caballos voladores de color rojos que aún se ven en las viejas gasolineras Mobil. La primera vez le salió bien. La segunda tropezó con la barandilla y fue a parar de bruces al otro lado. Al cabo de un momento reapareció cojeando en una esquina, con el tutú sucio y rasgado y sendos tomates en las rodillas de sus mallas rosa. Arranqué a Barbie del piano y la devolví a toda prisa a la habitación de Jennifer.
--Sólo estaba entrando en calor --dijo--. Sé tocar mucho mejor.
Jennifer subía las escaleras llorando.
--Viene Jennifer --dije antes de dejar a Barbie sobre el tocador. Entonces me di cuenta de que Ken no estaba.
--¿Dónde está Ken? --pregunté.
--Ha salido con Jennifer --respondió Barbie.
Salí a recibir a mi hermana.
--¿Estás bien? --le pregunté, y empezó a berrear aún más fuerte--. He visto cómo te caías.
--¿Y por qué no has hecho algo? --protestó.
--¿Para evitar que te cayeras?
Jennifer asintió y me mostró las rodillas.
--Una vez has perdido el equilibrio ya no había nada que hacer. --Me di cuenta de que llevaba a Ken sujeto a la cinturilla del tutú.
--Excepto cogerme en el aire --dijo Jennifer.
Estuve a punto de decirle que era peligroso ir por ahí dando saltos con un Ken sujeto a la falda, pero no se puede reñir a alguien que ya está llorando.
La acompañé al cuarto de baño y busqué el agua oxigenada. Yo era un experto en primeros auxilios. La clase de tío que va por la calle esperando que a alguien le dé un ataque al corazón para poder practicar la maniobra de resucitación cardiopulmonar.
--Siéntate --le dije.
Jennifer se sentó en el inodoro sin bajar la tapa. Ken se le clavaba por todas partes, pero, en vez de sacárselo de encima, mi hermana se revolvía buscando una postura cómoda, como si no hubiera otra solución. Así pues, tuve que ser yo quien se lo quitara. Jennifer me miró cómo si acabara de practicarle una operación quirúrgica.
--Es mío --dijo.
--Quítate los leotardos --le ordené.
--No.
--¿No ves que están hechos trizas? Quítatelos.
Jennifer se quitó las zapatillas de ballet y las mallas. Llevaba unos calzoncillos que habían sido míos. Bajo el tutú deshilachado, asomaba un estampado poblado de superhéroes como Spiderman, Superman y Batman. Opté por mantener la boca cerrada, pero resultaba de lo más curioso ver unos calzoncillos sin paquete debajo. Ésa debía de ser la razón de que los fabricantes de Ken no se tomaran la molestia de hacerle ropa interior: de todas formas, iba a resultar demasiado raro.
Rocié las rodillas ensangrentadas de agua oxigenada. Jennifer me chilló al oído. Luego se agachó para examinar la herida y se tocó la piel desgarrada con sus dedos color violeta. El tutú se levantó de repente y le arañó la cara. Yo me dediqué a limpiarle la herida de guijarros y briznas de hierba.
Jennifer se echó a llorar otra vez.
--No es nada --la tranquilicé--. De ésta no te vas a morir. --Jennifer ni se inmutó--. ¿Quieres que te traiga algo? --le pregunté en un ataque de amabilidad.
--A Barbie --contestó.
Era la primera vez que una tercera persona nos veía juntos. La cogí como si fuera una perfecta desconocida y se la di a Jennifer. Ella la agarró por el pelo. Estuve a punto de protestar, pero no lo hice. Barbie me miró y se encogió de hombros. Entonces bajé a preparar un coca-cola light especial para Jennifer.
--Tómate esto --le dije. Mi hermana apuró la bebida en cuatro tragos. Inmediatamente sentí remordimientos por haber utilizado un valium entero.
--¿Por qué no le das un sorbo a tu Barbie? --sugerí--. Seguro que también tiene sed.
Cuando Barbie me guiñó un ojo, tuve que reprimir el impulso de asesinarla. ¿Cómo se le ocurría hacerlo delante de Jennifer? ¿Y a qué venía hacerlo porque sí?
Volví a mi cuarto y escondí el piano. Mientras lo guardara en su caja de cartón --supuse--, no había por qué preocuparse. En caso de ser descubierto, siempre podía decir que lo había comprado para regalárselo a mi hermana.
El miércoles Ken y Barbie aparecieron con las cabezas intercambiadas. Cuando entré a recoger a Barbie, encontré a los dos híbridos sobre el tocador: el cuerpo de Ken coronado por la cabeza de Barbie y viceversa. Al principio creí que se trataba de una alucinación.
--Hola --me saludó la cabeza de Barbie.
No me salían las palabras de la boca. Barbie tenía el cuerpo de Ken, y eso me hizo ver a Ken con otros ojos.
Cuando fui a coger el cuerpo de Ken con cabeza de Barbie, la cabeza de Barbie se desprendió, rodó por el tocador, atravesó el tapete, sorteó la colección de gatitos de cerámica de Jennifer y ¡pum! cayó al suelo. Vi cómo la cabeza de Barbie se desprendía del cuerpo, rodaba, se acercaba al borde del tocador y, finalmente, caía al vacío, pero fui incapaz de hacer nada por evitarlo: estaba petrificado, paralizado. Mi mano izquierda sostenía el cuerpo acéfalo de Ken.
En el suelo, la cabeza de Barbie reposaba sobre sus cabellos desordenados como lo habría hecho sobre las alas de un ángel desplegadas en la nieve. Habrá sangre --me dije--, un gran charco, o al menos un reguerillo saliéndole de la oreja, la nariz o la boca. Pero no. Al bajar la vista sólo encontré unos ojos cósmicos que me miraban fijamente. Creí que Barbie había muerto.
--¡Menudo porrazo! --exclamó entonces--. Sólo me faltaba esto. ¡Con el dolor de cabeza que me dan estos pendientes!
Barbie llevaba unos botones en el lóbulo de las orejas.
--Es que me atraviesan el cráneo, ¿sabes? Supongo que es cuestión de acostumbrarse --se resignó.
Sobre el tocador, al lado del híbrido con cuerpo de Barbie y cabeza de Ken, reconocí el acerico de mi madre. Tenía clavados cientos de alfileres: algunos plateados y con la cabeza plana, y otros rematados por bolitas rojas, amarillas y azules.
--¡Llevas dos alfileres clavados! --le dije a la cabeza de Barbie, que seguía en el suelo.
--Como autor de piropos, dejas mucho que desear.
Barbie empezaba a caerme gorda. Yo me expresaba con una claridad diáfana y ella no se enteraba de nada.
Volví la vista hacia Ken. Lo tenía en la mano izquierda, agarrado por la cintura. Al mirarlo me di cuenta de que le estaba tocando el bulto con el pulgar. De que le estaba tocando la bragueta con el pulgar. Y nada más pensarlo se me puso dura. Fue una de esas erecciones con las que uno se encuentra de repente, sin saber de dónde han salido. Empecé a acariciarle el bulto. Mi pulgar parecía salido de una película porno proyectada en pantalla gigante.
--¿A qué esperas? --preguntó la cabeza de Barbie--. Levántame del suelo. Ayúdame.
Deslicé el dedo bajo el traje de baño de Ken y seguí acariciándole el bulto. O la chepa. Estaba en la habitación de mi hermana, de pie, con los pantalones bajados.
--¿Es que no piensas ayudarme? --insistió Barbie--. ¿Es que no piensas ayudarme?
Un segundo antes de correrme, coloqué el hueco correspondiente al cuello de Ken frente a mí, cabeza abajo, justo encima de mi pene, y me corrí en su interior como nunca había podido hacer con Barbie.
Me corrí dentro del cuerpo de Ken, y tan pronto como terminé sentí ganas de volverlo a hacer. Quería llenarlo y después colocar la cabeza en su sitio, como si fuera el tapón de un frasco de perfume. Deseaba que Ken fuera el recipiente de mi secreto. Me corrí dentro de Ken, y entonces me acordé de que no era mío. Lo llevé enseguida al cuarto de baño y lo sumergí en una mezcla de agua caliente y líquido desinfectante. Luego lo limpié bien por dentro con el cepillo de dientes de Jennifer y lo dejé un rato en remojo en agua fría.
--¿Pero es que no piensas ayudarme? --insistió Barbie.
El accidente debía de haberle causado daños irreparables en el cerebro. Recogí la cabeza del suelo.
--¿Por qué has tardado tanto? --preguntó.
--Tenía que ocuparme de Ken.
--¿Se encuentra bien?
--Se recuperará. Lo he dejado en remojo en el cuarto de baño. --Tenía en la mano la cabeza de Barbie.
--¿Qué piensas hacer?
--¿Qué quieres decir? --pregunté.
¿Debía interpretar que aquel pequeño incidente, aquel momento de intimidad con Ken, me obligaba a tomar una decisión inmediata sobre mi futuro como objeto de deseo de los homosexuales?
--Esta tarde. ¿Adónde iremos? ¿Qué haremos? Te echo mucho de menos cuando no te veo --dijo.
--Pero si me ves todos los días.
--En realidad, no. Sólo te veo pasar de lejos desde el tocador. Vamos a tu cuarto.
Volví al baño, aclaré a Ken, lo sequé con el secador de mi madre, y me puse a jugar con él otra vez. Cosas de chicos. Al fin y al cabo, eso es lo que éramos. Consideré la posibilidad de jugar algún partido con él, de salir los dos sin Barbie.
--Los he visto más rápidos --dijo Barbie cuando regresé a la habitación.
Dejé a Ken en el tocador, recogí el cuerpo de Barbie, le arranqué la cabeza de Ken y, sin ningún miramiento, coloqué la de Barbie en su lugar.
--No quiero pelearme contigo --dijo Barbie mientras la llevaba a mi cuarto--. No podemos desperdiciar el poco tiempo que tenemos en peleas. Follemos --propuso.
No me apetecía. Seguía pensando en follar con Ken y en que Ken era un chico. Seguía pensando en Barbie y en que Barbie era una chica. En Jennifer, que cambiaba las cabezas de sitio, se comía los pies de Barbie, la colgaba del ventilador del techo y Dios sabe cuántas cosas más.
--Follemos --repitió.
Le arranqué la ropa. Jennifer le había pintado un triángulo invertido de vello púbico entre las piernas. Se lo había dibujado del revés, de manera que parecía más un surtidor que cualquier otra cosa. Lancé un certero escupitajo y utilicé el pulgar y el dedo índice para borrar la mancha de tinta por simple fricción. Barbie soltó un gemido.
--¿Por qué dejas que te haga estas cosas?
--Jennifer es mi dueña --gimió.
Jennifer es mi dueña. Y lo decía así, como si nada, casi con gusto. Sentí celos de mi hermana. Jennifer era la dueña de Barbie y eso me ponía furioso. Estaba claro que era una de esas relaciones que sólo pueden darse entre mujeres. Jennifer podía ser la dueña de Barbie porque eso no importaba. Jennifer no la deseaba. Jennifer la poseía.
--Eres perfecta.
--Me estoy poniendo como una foca --dijo ella.
Se movía sobre mí como un reptil. ¿Sabía Jennifer que Barbie era ninfómana? ¿Sabía Jennifer qué clase de ninfómana era Barbie?
--No deberías andar entre niñas pequeñas --dije.
Barbie hizo caso omiso de mis palabras.
Tenía arañazos en el pecho y en el abdomen, pero, como ella no hizo ningún comentario al respecto, al principio fingí que no lo había notado. Al acariciarla me di cuenta de que eran cortes profundos, tajos de contorno irregular que detenían el avance de los dedos. Imposible no sentir curiosidad.
--¿Jennifer? --adiviné mientras le lamía las heridas como si mi lengua, a modo de papel de lija, pudiera borrar las marcas. Barbie asintió.
Confieso que la posibilidad de usar papel de lija me pasó por la imaginación. Lo difícil era encontrar la manera de explicárselo a ella: estáte quieta mientras yo te froto muy fuerte con esta especie de toalla empapada en cemento. A lo mejor hasta le gustaba que la esposara y convirtiera aquello en una sesión de sadomaso.
Le lamí las esquirlas, las palabras copyright 1966 Mattel Inc. que llevaba tatuadas en la espalda. Ella se puso como loca. Dijo no sé qué de la hipersensibilidad y las cicatrices.
Barbie se aferraba a mí, me hacía sentir sus heridas sobre mi piel. Yo pensaba en Jennifer y en que mi hermana era muy capaz de matar a Barbie. Sin querer, cualquier día podía pasarse de la raya. No sabía si Barbie se daría cuenta a tiempo, ni si, llegado el caso, trataría de detenerla.
Y follamos. Ésa es la palabra que yo utilizaba, follar. Al principio, Barbie decía que no le gustaba, y por eso precisamente a mí me gustaba todavía más. Ella la encontraba demasiado fuerte, demasiado sonora, y decía que no estábamos follando sino haciendo el amor. Yo le decía que debía de estar de guasa.
--Follemos --dijo, y aquella tarde me di cuenta de que el fin estaba cerca--. Follemos --dijo. No me gustó cómo sonaba la palabra.
El viernes, cuando entré en la habitación de Jennifer, noté algo extraño en el ambiente. El aire olía a laboratorio, a fuego, a experimento fracasado.
Barbie llevaba un vestido de noche amarillo con escote palabra de honor, y el pelo recogido en un moño alto que parecía más un pastel de boda que algo salido de la batidora de Betty Crooker. Sobre su cabeza había un torbellino imaginario de fibras de algodón. Llevaba sendos alfileres amarillos clavados en las orejas y unos zapatos dorados de pelandusca a juego con el cinturón. Durante un instante me concentré en el cinturón e imaginé otras maneras de utilizarlo; pero no precisamente para maniatarla: prefería atarle el cinturón alrededor de la cabeza, amordazarla.
Al mirarla de nuevo me di cuenta de que le asomaba una mancha grande y oscura, como una cicatriz, por encima del escote. La cogí y le bajé la parte delantera del vestido.
--¿Qué pasa, grandullón? --me dijo--. ¿No vas a decirme hola primero?
Alguien le había cortado los pechos con un cuchillo. Un cuchillo que, a juzgar por las decenas de cicatrices, podría haber tenido cinco hileras de dientes, igual que la boca de un tiburón. Y, por si eso fuera poco, la habían derretido. Había estado en contacto con llamas azules y amarillas hasta fundirse, hasta convertirse en el mismo fuego que la consumía. El plástico derretido había sido trabajado posteriormente con la punta de un lápiz o de un bolígrafo. Al enfriarse, la carne fundida de Barbie había vuelto a endurecerse, y el plástico formaba espirales negras y rosas en el cráter que Jennifer había excavado en sus pechos.
La examiné de cerca, como habría hecho un científico, un patólogo, un forense. Estudié las quemaduras, la zona rebajada, como si la cercanía pudiera proporcionarme una explicación, una salida.
Noté un sabor desagradable, como si me hubiera metido una pila en la boca. Fue algo que me subió al paladar desde el estómago y que luego regresó a él, dejándome en la boca el sabor amargo y metálico de la saliva agria. Tosí y me eché un escupitajo en la manga de la camisa. Luego me remangué para esconder la mancha de humedad.
Toqué el borde del cráter con el dedo índice. Lo rocé, apenas. Al contacto de mi piel, sin embargo, la parte exterior de la cicatriz se desprendió. Tuve que hacer un esfuerzo para no soltarla.
--No es más que una reducción --dijo Barbie--. Ahora Jennifer y yo estamos empatadas.
Barbie sonreía. Su cara tenía la misma expresión que me había enamorado el primer día. La misma expresión de siempre. Aquello era insoportable. Sonreía, y estaba carbonizada. Sonreía, y estaba destrozada. Le coloqué bien el vestido para que no se le viera la cicatriz. Luego la dejé con cuidado sobre el tapete del tocador e hice ademán de salir.
--¿Qué pasa? --dijo Barbie--. ¿Hoy no vamos a jugar?
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