«Lo que tienen en común todos los espectáculos que implican el amaestramiento del animal es la humillación. Ningún tigre saltaría a través de un círculo de fuego si no lo hubieran obligado durante largas sesiones para que reprimiera sus instintos y obedeciera a un amo que a cambio le dará comida o un latigazo para anular su voluntad. Durante la doma en cautividad no siempre se golpea a los animales, y en Francia, por lo general, reciben una alimentación correcta, pero las frustraciones y la obligación de exhibirse en números que, a veces, los ridiculizan, son un ultraje a su dignidad. La doma de animales de circo y la cautividad son contrarias al respeto a la dignidad del animal.
La doma es violencia también por otro motivo: revela el deseo humano de apropiarse de la fuerza salvaje, reduciendo a la fiera a la esclavitud. Esta violencia es compartida por el espectador que acude a admirar la belleza apresada, la fuerza domada, el animal vencido por el humano que ha sabido dominarle. Ir al circo para ver espectáculos con animales es consagrar la dominación, hacer de ella un arte. Los animales, aunque se diga que «trabajan», están ahí para poner en evidencia el poder humano. El precio que pagan estos animales carismáticos es una vida de privaciones, de aburrimiento, a veces de golpes, y la sensación constante de estar desnaturalizados, de deber su supervivencia y su comida a la voluntad de unos humanos que vulneran el derecho natural de todo ser sintiente: la libertad».
La doma es violencia también por otro motivo: revela el deseo humano de apropiarse de la fuerza salvaje, reduciendo a la fiera a la esclavitud. Esta violencia es compartida por el espectador que acude a admirar la belleza apresada, la fuerza domada, el animal vencido por el humano que ha sabido dominarle. Ir al circo para ver espectáculos con animales es consagrar la dominación, hacer de ella un arte. Los animales, aunque se diga que «trabajan», están ahí para poner en evidencia el poder humano. El precio que pagan estos animales carismáticos es una vida de privaciones, de aburrimiento, a veces de golpes, y la sensación constante de estar desnaturalizados, de deber su supervivencia y su comida a la voluntad de unos humanos que vulneran el derecho natural de todo ser sintiente: la libertad».
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«El placer que sienten los visitantes del zoo se debe a que tienen unos animales salvajes a su disposición, a que pueden observarlos sin correr ningún riesgo. Este espectáculo alienta la escisión, que impide sentir piedad. Es más, supone dicha escisión: solo quien está escindido puede gozar con el cautiverio de otro ser sintiente. Todo el dispositivo de los zoos obedece a este esquema dualista: el otro está encerrado y yo lo estoy viendo, sin ningún peligro, en un recinto de donde no puede escapar y donde no puede dar rienda suelta a sus instintos. El zoo expresa y refuerza el sentimiento de superioridad de los humanos sobre los animales. Un sentimiento semejante al que tuvieron antaño frente a otros humanos convertidos en fenómenos de feria y expuestos a la curiosidad pública, como Saartjie Baartman, apodada la Venus Hotentote debido a su figura, caracterizada por la hipertrofia de las caderas y las nalgas prominentes».
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«A diferencia de los espectáculos de delfines o de los circos, a los que acude un público que desconoce los sufrimientos de un animal querido, los aficionados pagan por disfrutar con el suplicio de un animal al que, además, consideran malvado. La corrida transmite una imagen equivocada de los toros, que no tienen una inclinación natural a atacar, sino a huir, como todos los herbívoros.
El arte de los toreros también es una mentira, pues es sabido que este animal, que goza de una amplia visión panorámica gracias a sus ojos separados a ambos lados de la cara, tiene una visión binocular frontal reducida. Las imágenes que percibe son borrosas y calcula mal las distancias. Su aparato ocular no está hecho para centrar su atención en un objeto concreto sino para discernir las formas y los movimientos. Cuando el torero mueve la capa y se pone de lado, juega con las características del toro, que solo embiste contra lo que está en movimiento. Asustado por las formas imprecisas y por sus movimientos, que lo desorientan, el animal embiste bajando la cabeza para llevar los cuernos por delante y luego la levanta para observar la situación.
El ardid del torero consiste en matarle lentamente: obligándolo a mantener la cabeza baja, secciona sus músculos dorsales con puyazos, lo debilita para limitar sus reacciones y lo sangra cortando con la espada las grandes venas del cuello. La desventaja de los toros es aún mayor cuando sufren mutilaciones antes de salir al ruedo, como el afeitado de los cuernos. Esta práctica consiste en serrarlos en vivo, sobre la materia inervada, para acortarlos varios centímetros. Para disimular esta mutilación, dirigida a minimizar el riesgo del torero y alterar la percepción espacial del toro, cuya embestida será imprecisa, se reconstruye la punta del cuerno con resina.
El placer que sienten los aficionados también se explica por el hecho de que la corrida ilustra el combate con un animal que simboliza la fuerza y la bravura. Al matarlo con «arte», el humano simula que se enfrenta a la muerte y vence a la animalidad. Una vez más, la belleza y majestuosidad de los animales son su perdición. Es difícil no ver en el placer por la aniquilación de un ser vivo con semejante presencia física la marca de un esquema viriloide que gobierna la expresión de la fuerza bruta y el dominio del cuerpo del otro.
Por todos estos motivos la abolición de las corridas de toros se impondrá en todos los países, y con ella la prohibición de las peleas entre animales. Cuando los animales no sirven para resaltar la fuerza de los humanos, su sufrimiento también produce grandes ganancias, como en el caso de animales criados en condiciones miserables, domados de manera violenta, salvajemente heridos y sacrificados de manera lamentable. Todo este sufrimiento solo aprovecha a un reducido número de personas.
El dinero que se gasta en organizar espectáculos de tauromaquia podría servir, durante algún tiempo, para ayudar a reciclarse a los ganaderos de reses bravas y a los toreros. Hay quien propone autorizar solo las corridas en las que el animal no muere, como en Portugal. Esta solución es inadecuada, porque esta práctica, que consagra el dominio del humano sobre el animal, también es muy violenta. La corrida portuguesa se hace a caballo (sin engualdrapar ni proteger) y sin picador. El jinete clava unas farpas (banderillas de arpón doble) en la cruz del toro. Cuando el animal está agotado por la sangre que ha perdido, ocho hombres (forcados) a pie entran en el ruedo y lo inmovilizan para el número final. El último de ellos le agarra la cola y lo sujeta. El toro es sacrificado fuera del ruedo con cuchillos. O le arrancan las banderillas sin anestesia y lo dejan agonizando hasta que abra el matadero, al día siguiente o a los dos días».
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«En cuanto al foie gras, consiste en un hígado enfermo obtenido cebando durante tres semanas patos mulares o gansos. Estas aves acumulan grasa de forma natural antes de la migración, pero lo hacen moderadamente, para tener buena salud durante el vuelo. En las granjas los obligan a tragar en pocos segundos 450 gramos de comida con un tubo de metal de 20 a 30 centímetros introducido en la garganta hasta el buche. Su hígado acaba alcanzando un tamaño diez veces mayor que el normal y desarrolla una enfermedad, la esteatosis hepática. Al debatirse cuando el tubo se hunde en su garganta o por la contracción de su esófago provocada por las ganas de vomitar, se ahogan, jadean y a menudo sufren perforaciones mortales en el cuello. Al final de la ceba son incapaces de andar y respiran a duras penas, porque los pulmones están comprimidos por el hígado. Si no los sacrificaran morirían igual. Muchos ni siquiera llegan a esta fase: el índice de mortalidad de los patos es de diez a veinte veces mayor durante la ceba»
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