«Hoy somos incapaces de imaginar un mundo alternativo a este, de distinguir el neoliberalismo de fenómenos como los amaneceres o la lluvia. La política ha perdido por completo su autonomía, quedando relegada a un juego de seducción frente a unos ciudadanos que compiten identitariamente por verse representados en ella, que compiten en sus trabajos, que compiten en su vida cotidiana contra otras personas y contra ellos mismos, en una carrera angustiosa y desesperada. La izquierda, presa de este mercado, cosificada también como una mercancía, presenta su seducción a través de las políticas de la diversidad. Una vez que se ha visto incapaz de alterar el sistema, de cambiar las reglas del juego, las acepta y, creyendo aún desempeñar un papel transformador, su única función es resaltar lo minoritario, lo específico, exagerar las diferencias, proporcionar una representación no sólo a mujeres, homosexuales o minorías raciales, sino a toda la clase media aspiracional. Terry Eagleton hace un buen resumen de la situación, de lo que en este libro hemos llamado la trampa de la diversidad y de las consecuencias que ha tenido para la política de izquierda:
En lo cultural se nos debe tratar a todos con el mismo respeto, pero en lo económico la distancia entre los clientes de los bancos de alimentos y los clientes de los bancos de inversión no deja de crecer. [La izquierda] habla el lenguaje del género, la identidad, la marginalidad, la diversidad y la opresión, pero con mucha menos frecuencia el idioma del Estado, de la propiedad, la lucha de clases, la ideología o la explotación [...] Como señala Marx, ningún modo de producción en la historia humana ha sido tan híbrido, diverso, inclusivo y heterogéneo como el capitalismo, que ha borrado fronteras, derrumbado polaridades, mezclado categorías fijas y reunido promiscuamente una diversidad de formas de vida. Nada es más generosamente inclusivo que la mercancía, que, con su desdén por las distinciones de rango, clase, raza y género, no desprecia a nadie siempre que tenga con qué comprarla».
«Lo aspiracional es el combustible para que esta trampa funcione».
«Si la izquierda, hasta los años setenta, no fue especialmente cuidadosa con las políticas de representación, con notables excepciones en el aspecto del feminismo en los países socialistas, ahora padece, como hemos visto a lo largo del libro, una sobrerrepresentación de la diversidad. Mientras que los movimientos sociales revolucionarios intentaron durante el siglo XX buscar qué era lo que relacionaba a grupos diferentes, el activismo del siglo XXI es adicto a exagerar las diferencias entre los individuos. ¿Qué era pues lo que relacionaba a grupos diferentes? La clase social, la construcción de una identidad sobre algo existente que tomaba conciencia de sí misma. Basándose en el papel que desempeñaban los trabajadores en el sistema productivo, se construía una potencialidad revolucionaria que atravesaba transversalmente nacionalidades, géneros, orientaciones sexuales y razas. Y esto, cabe recordarlo, no fue una simple proposición teórica, sino una mecanismo que dio resultados tangibles. No hubo una década en todo el siglo XX que no contara con una revolución, a menudo varias. Además esta ola no se circunscribió a un territorio o una cultura, sino que encontró eco, más allá de especificidades culturales, en los lugares más diversos y distantes del mundo».
«Toda lucha por la diversidad que no tenga un pie en lo material, que no piense cómo articular sus reivindicaciones hacia cuestiones económicas, es susceptible de ser apropiada por socioliberales, utilizada como cuña y parapeto por los ultras y, sobre todo, ser manejada por el neoliberalismo para sus intereses».
«Durante el siglo XX la política era un acontecimiento social transversal a todas las clases, a todas las nacionalidades, a todos los géneros y las razas. La llevaba a cabo el senador desde su tribuna legislando, la ponía en práctica el gran industrial comprando voluntades, pero también era propiedad del sindicalista, del estudiante, del último cuadro del partido en el pueblo más recóndito. Hacía política la profesora, la escritora, la madre educando a sus hijos. La política no era algo ajeno a la vida cotidiana, algo puntual que se daba en la jornada electoral, algo esotérico que sólo comprendía un conciliábulo de expertos.
El gran triunfo del neoliberalismo no fue ni siquiera poner a hablar a la izquierda en su lenguaje, a pensar en sus términos. Fue lograr que el hecho político desapareciera de la vida cotidiana de la gente, conseguir que se viera como algo indigno practicado por unos profesionales decadentes entre el susurro y la componenda, conseguir envasarla, transformarla en un producto que consumiríamos como otro estilo de vida, como otro entretenimiento».
«La política de izquierdas hoy no compite contra la política de derechas, sino contra todo un sistema de ocio planificado que coloniza cualquier tiempo muerto del que los trabajadores disponen. La política de izquierdas compite contra una idea que se repite desde hace más de 40 años y que ha calado profundo hasta en ella misma, la de no hay alternativa. Ser de izquierdas es, entre otras cosas, una identidad. Pero no puede quedar reducida tan sólo a eso. Si no ser de izquierdas entrará, como ya lo hace de hecho, en la misma categoría que ser aficionado al aeromodelismo, la filatelia o la repostería creativa. Y ahí, cuando la acción política colectiva queda reducida a una mera actitud personal, a un Value & Lifestyle tiene su derrota asegurada.
La política no puede quedar confinada en un edificio, de la misma forma que no puede ser un objeto amable y consumible que el votante, cada cierto tiempo, compra en un mercado electoral»
«La izquierda no puede ganar al neoliberalismo en su propio terreno de juego, con sus reglas, mediante atajos del lenguaje, fantasías tecnoutopistas y análisis de datos. Ahí es donde llevamos desde mediados de los noventa y es algo que sólo ha servido para vaciar los partidos, los sindicatos y los programas ideológicos. Para dejar nuestra identidad tiritando o, peor aún, sustituida por un doble funcional al sentido común dominante».
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