Cuento incluido en el libro Narda o el verano (1977).
En un día de verano, hace
más de tres mil quinientos años, el filósofo Pao Cheng se sentó a la orilla de
un arroyo a adivinar su destino en el caparazón de una tortuga. El calor y el
murmullo del agua pronto hicieron, sin embargo, vagar sus pensamientos, y
olvidándose poco a poco de las manchas del carey, Pao Cheng comenzó a inferir
la historia del mundo a partir de ese momento. “Como las ondas de este
arroyuelo, así corre el tiempo. Este pequeño cauce crece conforme fluye, pronto
se convierte en un caudal, hasta que desemboca en el mar, cruza el océano,
asciende en forma de vapor hacia las nubes, vuelve a caer sobre la montaña con
la lluvia y baja, finalmente, otra vez convertido en el mismo arroyo…”.
Este era, más o menos, el
curso de su pensamiento, y así, después de haber intuido la redondez de la
tierra, su movimiento en torno al sol, la traslación de los demás astros y la
propia rotación de la galaxia y del mundo, “¡Bah!”, exclamó, “este modo de
pensar me aleja de la Tierra de Han y de sus hombres, que son el centro
inamovible y el eje en torno al que giran todas la humanidades que en él
habitan…”. Y pensando nuevamente en el hombre, Pao Cheng pensó en la Historia.
Desentrañó, como si
estuvieran escritos en el caparazón de la tortuga, los grandes acontecimientos
futuros: las guerras, las migraciones, las pestes y las epopeyas de todos los
pueblos a lo largo de varios milenios. Ante los ojos de su imaginación caían
las grandes naciones y nacían las pequeñas que después se hacían grandes y
poderosas antes de ser abatidas a su vez. Surgieron también todas las razas y las
ciudades habitadas por ellas, que se alzaban un instante majestuosas y luego
caían por tierra para confundirse con la ruina y la escoria de innumerables
generaciones.
Una de estas ciudades
entre todas las que existían en ese futuro imaginado por Pao Cheng llamó
poderosamente su atención, y su divagación se hizo más precisa en cuanto a los
detalles que la componían, como si en ella estuviera encerrado un enigma
relacionado con su persona. Aguzó su mirada interior y trató de penetrar en los
resquicios de esa topografía increada. La fuerza de su imaginación era tal que
se sentía caminar por sus calles, levantando la vista azorado ante la grandeza
de las construcciones y la belleza de los monumentos.
Largo rato paseó Pao
Cheng por aquella ciudad mezclándose a los hombres ataviados con extrañas
vestiduras y que hablaban una lengua lentísima, incomprensible, hasta que
pronto se detuvo ante una casa en cuya fachada parecían estar inscritos los
signos indescifrables de un misterio que lo atraía irresistiblemente.
A través de una de las
ventanas pudo vislumbrar a un hombre que estaba escribiendo. En ese mismo
momento Pao Cheng sintió que allí se dirimía una cuestión que lo atañía
íntimamente. Cerró los ojos, y acariciándose la frente perlada de sudor con las
puntas de sus dedos alargados, trató de penetrar, con el pensamiento, en el
interior de la habitación en la que el hombre estaba escribiendo. Se elevó
volando del pavimento y su imaginación traspuso el reborde de la ventana que
estaba abierta y por la que se colaba una ráfaga fresca que hacía temblar las
cuartillas, cubiertas de incomprensibles caracteres, que yacían sobre la mesa.
Pao Cheng se acercó
cautelosamente al hombre y miró por encima de sus hombros, conteniendo la
respiración para que éste no notara su presencia. El hombre no lo hubiera
notado, pues parecía absorto en su tarea de cubrir aquellas hojas de papel con
esos signos cuyo contenido todavía escapaba al entendimiento de Pao Cheng. De
vez en cuando el hombre se detenía, miraba pensativo por la ventana, aspiraba
un pequeño cilindro blanco y arrojaba una bocanada de humo azulado por la boca
y por las narices; luego volvía a escribir.
Pao Cheng miró las
cuartillas terminadas que yacían en desorden sobre un extremo de la mesa, y
conforme pudo ir descifrando el significado de las palabras que estaban
escritas en ellas, su rostro se fue nublando y un escalofrío de terror cruzó,
como la reptación de una serpiente venenosa, el fondo de su cuerpo. “Este
hombre está escribiendo un cuento”, se dijo. Pao Cheng volvió a leer las
palabras escritas sobre las cuartillas. “El cuento se llama ‘La Historia según
Pao Cheng’, y trata de un filósofo de la antigüedad que un día se sentó a la
orilla de un arroyo y se puso a pensar en… ¡Luego yo soy un recuerdo de ese
hombre y si ese hombre me olvida, moriré…!”.
El hombre, no bien había
escrito sobre el papel las palabras “…si ese hombre me olvida, moriré”, se
detuvo, volvió a aspirar el cigarrillo, y mientras dejaba escapar el humo por
la boca, su mirada se ensombreció como si ante él cruzara una nube cargada de
lluvia. Comprendió, en ese momento, que se había condenado a sí mismo, para
toda la eternidad, a seguir escribiendo la historia de Pao Cheng, pues si su
personaje era olvidado y moría, él, que no era más que un pensamiento de Pao
Cheng, también desaparecería.
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