«En el espacio y el tiempo de un cuento, con su tema o idea, con su pequeña anécdota, su breve argumento, sus fulgurantes personajes, sus hechos reales y también su belleza formal, debe tener cabida toda la filosofía de la vida y el concepto del mundo propios del autor. Así es que en los diez minutos que se tardan en leer las breves páginas de una de estas obras literarias, el autor debe haber comunicado a su lector su propio entusiasmo vital o su depresiva angustia, debe haberle confirmado en su creencia en Dios o haberle despertado de pronto la más honda sospecha de que Dios no existe, debe haberle comunicado su misma desesperación por ese hombre humillado o haberle despertado su solidaridad para la burla hacia ese otro humillador. Y todo esto de una manera casi física, de forma que casi llegue a sentirse tanto dentro del corazón, apretado, como sobre la piel, estremecida, fría y sudorosa.
Todo lo cual resulta bastante difícil, y casi nunca se logra, ésa es la verdad» (…)
«Después de leer un buen cuento no se puede leer otro por un momento, no se puede leer nada hasta que pase algo de tiempo. Hay que respirar hondo, cerrar el libro durante unos minutos, los ojos también, tal vez, y ponerse a pensar. Pensar profusamente hasta desentrañar el profundo sentido de las cinco, de las diez páginas compactas, enteras, completas, sin concesiones ni figuras, sin fugas ni engaños que acaban de leerse.
En eso se distingue un buen cuento, creo yo: y cuando un libro de cuentos se lee de un tirón, sin pararse a meditar siquiera sea un segundo al acabar de leer cada uno de ellos, malo» (Mis divagaciones sobre el cuento, Daniel Sueiro)
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