Fragmento extraído de En las cimas de la
desesperación, de Emil Cioran, publicada por Tusquets Editores y traducida
por Rafael Panizo. En él se habla sobre la inmanencia de la muerte en la vida, la
enfermedad como medio de conocimiento, la vida como agonía prolongada, el miedo
a la muerte, la imposibilidad de comprender el fenómeno de la muerte desde un
punto de vista racional… (la negrita del texto es mía).
«Algunos
problemas, cuando los meditamos, nos aíslan en la vida, nos destruyen incluso:
no tenemos entonces ya nada que perder, ni nada que ganar. La aventura
espiritual o el impulso indefinido hacia las formas múltiples de la vida, la
tentación de una realidad inaccesible, no son más que simples manifestaciones
de una sensibilidad exuberante, carente de la seriedad que caracteriza a quien
se plantea interrogaciones vertiginosas. No me refiero a la gravedad
superficial de aquellos que son considerados como personas serias, sino a una
tensión cuya locura exacerbada nos eleva, en cualquier momento, al nivel de la
eternidad. Vivir en la historia pierde entonces todo significado, pues el
instante es sentido tan intensamente que el tiempo se eclipsa ante la
eternidad. Algunos problemas puramente formales, por muy difíciles que sean, no
exigen en absoluto una seriedad puesto que, lejos de surgir de las profundidades
de nuestro ser, son únicamente producto de las incertidumbres de la
inteligencia. Sólo el pensador visceral es capaz de ese tipo de seriedad, en la
medida en que para él las verdades provienen de un suplicio interior más que de
una especulación gratuita. Al ser que piensa por el placer de pensar se opone
aquel que piensa bajo el efecto de un desequilibrio vital. Me gusta el
pensamiento que conserva un sabor de sangre y de carne, y a la abstracción
vacía prefiero con mucho una reflexión que proceda de un arrebato sensual o de
un desmoronamiento nervioso. Los seres humanos no han comprendido
todavía que la época de los entusiasmos superficiales está superada, y que un
grito de desesperación es mucho más revelador que la argucia más sutil, que una
lágrima tiene un origen más profundo que una sonrisa. ¿Por qué nos negamos a
aceptar el valor exclusivo de las verdades vivas que emanan de nosotros mismos?
Sólo se comprende la muerte si se siente la vida como una agonía prolongada, en
la cual la vida y la muerte se hallan mezcladas.
Los seres que
gozan de buena salud no poseen ni la experiencia de la agonía ni la sensación
de la muerte. Su vida se desarrolla como si tuviera un carácter definitivo. Es
característico de las personas normales considerar la muerte como algo que
procede del exterior, y no como una fatalidad inherente al ser. Una de las mayores
ilusiones que existen consiste en olvidar que la vida se halla cautiva de la
muerte. Las revelaciones de orden metafísico comienzan únicamente cuando el
equilibrio superficial del hombre empieza a vacilar y la espontaneidad ingenua es
sustituida entonces por un tormento profundo.
El hecho de
que la sensación de la muerte sólo aparezca cuando la vida es trastornada en
sus profundidades prueba de una manera evidente la inmanencia de la muerte en
la vida. El examen de las profundidades de ésta muestra hasta qué punto es
ilusoria la creencia en una pureza vital, y qué justificada está la convicción
de que el carácter demoníaco de la vida implica un substrato metafísico.
Siendo la
muerte inmanente a la vida, ¿por qué la conciencia de la muerte hace imposible
el hecho de vivir? La existencia normal del
hombre no es en absoluto turbada por ella, pues el proceso de entrada en la
muerte sucede inocentemente mediante un ocaso de la intensidad vital. Para esa
clase de seres humanos normales sólo existe la agonía última, y no la agonía
duradera, inseparable de las primicias de lo vital. Profundamente, cada paso
en la vida es un paso en la muerte, y el recuerdo una evocación de la nada.
Desprovisto de sentido metafísico, el hombre ordinario no es consciente de la
entrada progresiva en la muerte, a pesar de que tampoco él escapa a un destino
inexorable. Cuando la conciencia se ha desapegado de la vida, la revelación de
la muerte es tan intensa que destruye toda ingenuidad, todo arrebato de alegría
y toda voluptuosidad natural. Hay una perversión, una degradación inigualada en
la con-ciencia de la muerte. La cándida poesía de la vida y sus encantos
parecen entonces vacíos de todo contenido, al igual que las tesis finalistas y
las ilusiones teológicas.
Poseer la
conciencia de una larga agonía equivale a arrancar la experiencia individual de
su ámbito natural para desenmascarar su nulidad y su insignificancia, es
atentar contra las raíces irracionales de la propia vida. Ver cómo la muerte se
extiende, verla destruir un árbol e insinuarse en el sueño, ajar una flor o
acabar con una civilización, nos conduce más allá de las lágrimas y de las decepciones,
más allá de toda forma o categoría. Quien nunca
ha experimentado el sentimiento de esa terrible agonía en la que la muerte nos
invade como un aflujo de sangre, como una fuerza incontrolable que nos ahoga o
nos estrangula, provocando alucinaciones horrorosas, ignora el carácter
demoníaco de la vida y las efervescencias interiores creadoras de grandes
transfiguraciones. Sólo esa sombría ebriedad puede explicar por qué deseamos tan
ardientemente el fin de este mundo. No es en absoluto la ebriedad luminosa del
éxtasis en la que, subyugados por visiones paradisíacas, nos elevamos hacia una
esfera de pureza en la cual lo vital se sublima para volverse inmaterial. Un
suplicio loco, peligroso y destructor caracteriza la tétrica ebriedad, en la
que la muerte aparece engalanada con los encantos de pesadilla que poseen los
ojos de serpiente. Semejantes visiones nos unen a la esencia de lo real:
entonces las ilusiones de la vida y de la muerte se desenmascaran. Una agonía
exaltada amalgamará, en un terrible vértigo, la vida con la muerte, mientras
que un satanismo bestial adoptará las lágrimas de la voluptuosidad. La vida
como agonía prolongada y camino hacia la muerte no es sino una versión suplementaria
de la dialéctica demoníaca que la obliga a engendrar formas que ella destruye.
La multiplicidad de las formas vitales engendra una dinámica demente en la que
únicamente se reconoce el diabolismo del devenir y de la destrucción. La irracionalidad
de la vida se manifiesta en ese desbordamiento de formas y de contenidos, en
esa frenética tentación de renovar los aspectos desgastados. Una especie de
felicidad podría obtener quien se entregara a ese devenir, dedicándose, más
allá de toda problemática torturadora, a saborear todas las potencialidades del
instante, sin la perpetua confrontación reveladora de una relatividad
insuperable. La experiencia de la ingenuidad es la única posibilidad de
salvación. Pero, para aquellos que sienten la vida como una larga agonía, la
cuestión de la salvación no es más que una cuestión.
La revelación
de la inmanencia de la muerte se lleva a cabo, en general, gracias a la
enfermedad y a los estados depresivos. Existen otros caminos para lograrla, pero
son estrictamente accidentales e individuales: su capacidad de revelación es mucho
menor.
Danza Macabra de Clusone, Bergamo (Italia) |
Toda
enfermedad implica heroísmo —un heroísmo de la resistencia y no de la
conquista, que se manifiesta a través de la voluntad de mantenerse en las
posiciones perdidas de la vida. Esas posiciones se hallan irremediablemente
perdidas tanto para aquellos a los que la enfermedad afecta de manera
fisiológica como para quienes soportan estados depresivos tan frecuentes que
acaban determinando el carácter constitutivo de su ser. Esta es la razón por la
cual las interpretaciones corrientes no encuentran ninguna justificación
profunda del miedo a la muerte manifestado por ciertos depresivos. ¿Cómo es
posible que en medio de una vitalidad a veces desbordante aparezca el miedo a
la muerte o, al menos, el problema que ella plantea? La respuesta a esta
pregunta hay que buscarla en la estructura misma de los estados depresivos: en
ellos, cuando el abismo que nos separa del mundo va aumentando, el ser humano
se observa a sí mismo y descubre la muerte en su propia subjetividad. Un
proceso de interiorización atraviesa, una tras otra, todas las formas sociales
que envuelven el núcleo de la subjetividad. Una vez alcanzado y sobrepasado ese
núcleo, la interiorización, progresiva y paroxística, revela una región en la
que la vida y la muerte se hallan indisolublemente unidas.
En el
depresivo, el sentimiento de la inmanencia de la muerte se añade a la depresión
para crear un clima de inquietud constante del que la paz y el equilibrio son
definitivamente desterrados.
La irrupción
de la muerte en la estructura misma de la vida introduce implícitamente la nada
en la elaboración del ser. De la misma manera que la muerte es inconcebible sin
la nada, la vida es inconcebible sin un principio de negatividad. La implicación
de la nada en la idea de la muerte se lee en el miedo que se le tiene a ésta,
el cual no es más que el miedo al Vacío. La inmanencia de la muerte revela el
triunfo definitivo de la nada sobre la vida, probando así que la muerte existe
únicamente para actualizar progresivamente el camino hacia la nada.
El desenlace
de esta inmensa tragedia que es la vida —la del ser humano en particular—
mostrará qué ilusoria es la fe en la eternidad de la vida; pero también que el
sentimiento ingenuo de la eternidad constituye la única posibilidad de sosiego
para el hombre histórico.
Todo se
reduce, de hecho, al miedo a la muerte. Cuando vemos una serie de formas
diferentes de miedo, no se trata en realidad más que de diferentes aspectos de
una misma reacción ante una realidad fundamental; todos los temores individuales
se hallan vinculados, mediante oscuras correspondencias, a ese miedo esencial.
Quienes intentan liberarse de él utilizando razonamientos artificiales se
equivocan, dado que es rigurosamente imposible anular un temor visceral mediante
construcciones abstractas. Todo individuo que se plantea seriamente el problema
de la muerte no puede evitar el miedo. Y es el temor el que guía a los adeptos
de la creencia en la inmortalidad. El hombre realiza un doloroso esfuerzo para
salvar —incluso cuando no existe ninguna certeza— el mundo de los valores en
medio de los cuales vive y a los cuales ha contribuido, tentativa de vencer el
vacío de la dimensión temporal a fin de realizar lo universal. Ante la muerte,
dejando aparte toda fe religiosa, no subsiste nada de lo que el mundo cree
haber creado para la eternidad. Las formas y las categorías abstractas aparecen
ante ella como insignificantes, mientras que su pretensión de universalidad se
vuelve ilusoria frente al proceso de aniquilación irremediable. Nunca una forma
o una categoría podrán aprehender la existencia en su estructura esencial, como
tampoco podrán comprender el sentido profundo de la vida ni de la muerte. ¿Qué
podrían, pues, oponerles a éstas el idealismo o el racionalismo? Nada. Las
demás concepciones o doctrinas no nos enseñan tampoco casi nada sobre la
muerte. La única actitud pertinente sería el silencio o un grito de
desesperación.
Quienes
pretenden que el miedo a la muerte no tiene ninguna justificación profunda en
la medida en que la muerte no puede coexistir con el yo, dado que éste
desaparece al mismo tiempo que el individuo, olvidan el extraño fenómeno que es
la agonía progresiva.
En efecto,
¿qué alivio podría aportar la distinción artificial entre el yo y la muerte a
quien siente la muerte con una intensidad real? ¿Qué sentido puede tener una
sutilidad lógica o una argumentación para el individuo víctima de la obsesión
de lo irremediable? Toda tentativa de considerar los problemas existenciales
desde el punto de vista lógico está condenada al fracaso. Los filósofos son
demasiado orgullosos para confesar su miedo a la muerte, y demasiado
presuntuosos para reconocer que la enfermedad posee una fecundidad espiritual.
Hay en sus consideraciones sobre la muerte una serenidad fingida: son ellos, en
realidad, quienes más tiemblan ante ella. Pero no olvidemos que la filosofía es
el arte de disimular los tormentos y los suplicios propios.
El sentimiento
de lo irreparable que acompaña siempre a la conciencia y a la sensación de la
agonía puede hacer comprender como máximo un consentimiento doloroso teñido de
miedo, pero en ningún caso un amor o una simpatía ordinarias por el fenómeno de
la muerte. El arte de morir no se aprende, puesto que no posee ninguna
regla, ninguna técnica, ninguna norma. El individuo siente en su ser mismo el
carácter irremediable de la agonía, en medio de sufrimientos y de tensiones
ilimitados. La mayoría de los seres no son conscientes de la lenta agonía que
se produce en ellos; sólo conocen la que precede al tránsito definitivo hacia
la nada. Piensan que únicamente esa agonía última produce importantes
revelaciones sobre la existencia. En lugar de aprehender el significado de una
agonía lenta y reveladora, lo esperan todo del final. Pero el final no les
revelará gran cosa: se extinguirán tan perplejos como han vivido.
Que la agonía
se desarrolle en el tiempo prueba que la temporalidad no es sólo la condición
de la creación, sino también la de la muerte, la de ese fenómeno dramático que
es el morir. Volvemos a encontrar aquí el carácter demoníaco del tiempo, que
atañe tanto al nacimiento como a la muerte, a la creación y a la destrucción,
sin que pueda percibirse sin embargo en el seno de ese engranaje ninguna
convergencia hacia una transcendencia.
El diabolismo
del tiempo favorece el sentimiento de lo irremediable, que se impone a nosotros
oponiéndose a la vez a nuestras tendencias más íntimas. Estar persuadido de no
poder escapar a un destino amargo, hallarse sometido a la fatalidad, tener la
certeza de que el tiempo se ensañará siempre en actualizar el trágico proceso
de la destrucción, son expresiones de lo Implacable. ¿No constituiría la nada
en ese caso la salvación? Pero ¿qué salvación puede haber en el vacío? Siendo
casi imposible en la existencia, ¿cómo podría realizarse la salvación fuera de
ella?
Y puesto que
no hay salvación ni en la existencia ni en la nada, ¡que revienten entonces
este mundo y sus leyes eternas!»
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