«Aunque su aparición entre nosotros tiene raíces milenarias (aquellos Audas, Ditalkón y Minuros que vendieron al lusitano Viriato para comprobar que Roma no pagaba a traidores), recientes investigaciones coinciden en señalar el carácter epidémico que adquirió en España entre los años 1939 y 1975 —o 1977, o 1978, discrepan los estudiosos—, período geológico conocido como "franquismo", en el que se operó la creación de una gran red de confidentes, extendida en ciertos colectivos más adecuados para la actividad informativa: porteros de fincas, serenos, taxistas, periodistas, curas de confesión, bedeles de facultad, camareros, estudiantes y trabajadores en general de los sectores más sensibles. Todo aquel que pudiera aportar cualquier información de alguna actividad sospechosa, salidas a medianoche, reuniones habituales, compañías. Información con la que los servicios de seguridad creaban extensas fichas, muy exhaustivas, que dieron lugar a unos archivos que, es de temer, no fueron destruidos, puede que sigan existiendo, esperamos que en un almacén cogiendo polvo y no en uso. Cuestión importante, por higiene civil, sería averiguar qué ocurrió con aquella gran red de confidentes, pues todo es aún muy reciente, hace poco más de veinticinco arios que cesaron en la prestación de sus secretos servicios, e incluso algunos habrán seguido hasta su retiro dando información, recogiendo datos, informando de los vecinos, porque se trata de una práctica de la que nadie queda libre, el que ha sido soplón lo es de por vida, esa actividad crea tal hábito, tal sensación de poder sobre los demás, que cuesta cortar con ella; el chivato no cesa, sino que traslada su actividad a otros campos. Según afirman reputadas obras de investigación histórica, se trataba de una red de cientos, mi-les de personas que cobraban sus mordidas por delatar, por informar, y que hoy siguen siendo desconocidos, anónimos, nadie se atrevió a hacer públicos sus nombres, todavía hoy no se tiene acceso a los archivos de la Brigada Político-Social y de otros órganos represivos de la dictadura. Y esas personas, ¿qué ha sido de cada uno de ellos? ¿Cómo se reintegran en la vida democrática, qué ocurre con sus hábitos de soplones? Por ejemplo, en la universidad: el SEU, el sindicato estudiantil franquista, disponía de su propio servicio de información e investigación, que alimentaba un detallado fichero de cada estudiante, con sus antecedentes políticos, familia-res, sus actividades, todo. ¿Qué ha sido de aquellos que formaron parte de ese servicio, o de los distintos servicios de información que operaban en la universidad? Algunos no tendrán hoy más de cincuenta arios. Gracias a aquella red se rellenaron miles de fichas, informes, expedientes personales, que eran encargados por la Dirección General de Seguridad, por los gobernadores provinciales, por el secretario nacional de turno o, desde arriba, por el llamado Gabinete de Enlace, perteneciente al Ministerio de Información y Turismo de Fraga Iribarne, donde se coordinaban todos los servicios de in-formación, porque cada organismo tenía el suyo, su propia red, cada ministerio, los sindicatos oficiales, la falange, el ejército, el SEU. Y con tantos tentáculos se redactaban fichas de miles de personas, con sus antecedentes, su historia familiar, su tendencia política, pero también detalles de su vida privada, de sus amistades, sus tendencias sexuales. Informaciones que se utilizaban incluso para chantajear, para comprar silencios y servidumbres, desacreditar opositores, controlar en fin. Eran muchos los fichados: no había prácticamente nadie que trabajase en el campo de la cultura, de la política, del sindicalismo, del clero, o de la propia administración, que no tuviera su ficha. Quizás algún día se levante el secreto, las trabas administrativas que hoy existen, y todo aquello se pueda investigar, aunque nos tememos que los documentos más comprometidos fueron todos destruidos. Qué sorpresas nos llevaríamos al saber que nuestro vecino, nuestro jefe de personal, nuestro porte-ro o nuestro compañero de pupitre lo sabían todo sobre nosotros, eran unos espías cotidianos».
«La guerra civil, en la que nuestros literatos y cineastas recaen a gusto
una y otra vez, inagotable fuente de epopeyas individuales, de contextos
trágicos para historias personales, de venganzas ancestrales y heroísmos sin igual,
poco importan el rigor, la verdad histórica, la memoria leal o mellada, la
falsificación mediante tópicos generados por los vencedores, estamos
construyendo una ficción, señoras y señores, relájense y disfruten».
«… o podemos amplificar el horror, enfrentar al joven Julio Denis a las
descomunales cotas de espanto que se alcanzaron en aquella guerra y que
deberíamos narrar con detalle, no es suficiente con una información general, no
sirven disparos escuchados tras una tapia, noticias de prensa, párrafos de
manual de historia; tampoco podemos admitir un relato ambidiestro, un discurso
que evoque falsos argumentos conciliadores, las dos españas que hielan el
corazón del españolito, el horror fue mutuo, en las guerras siempre hay
excesos, grupos de incontrolados, odios ancestrales, cuentas pendientes que se
saldan en la confusión, no hubo vencedores, todos perdimos, nunca más, Caín era
español: ya está bien de palabrería que parece inocente y está cargada de
intención, ya está bien de repetir la versión de los vencedores. El horror no
es equiparable por su muy distinta magnitud y por su carácter —espontáneo y reprobado
por las autoridades, en el bando republicano; planificado y celebrado por los
generales, en el bando nacional—, yo no estoy hablando de los paseos, de las
checas, de Paracuellos, de la cárcel modelo, de los santos padres de la iglesia
achicharrados en sus parroquias; yo estoy hablando de Sevilla, de Málaga, de la
plaza de toros de Badajoz, del campo de los almendros en Alicante, de los pozos
mineros rellenos con cuerdas de presos, de Castuera, del barranco de Víznar, de
las tapias de cementerio en las que son todavía visibles las muescas, de las
fosas que permanecen hoy sin desenterrar a la salida de tantos pueblos y cuyos
vecinos todavía saben situar con precisión, incorporadas al racimo de leyendas
locales que circulan en voz baja, de los asesinos en serie que conservan una
calle, una plaza, un monumento, una herencia y un prestigio intocables hasta
hoy y así seguirán porque no merece la pena remover todo aquello, ha pasado
tanto tiempo, las generaciones transcurren, sólo los rencorosos insisten en
recuperar hechos que a nadie interesan, y si interesan es sólo mediante otros,
digamos, tratamientos literarios, convirtiendo el período en territorio de la
novela de época, la novela histórica, referirse a la guerra civil o a la larga
posguerra con el mismo apasionamiento con que se escribe del Egipto faraónico,
olvidemos tanto pedrusco ideológico y seamos hábiles para encontrar las
verdaderas lentejas, cuanto de novelable hay en esos años, fuente inagotable de
argumentos más al gusto de nuestros contemporáneos, mero escenario para
ambientar pasiones, luchas y muertes que en realidad son intemporales,
utilizamos la guerra civil o el franquismo como podríamos utilizar los
monasterios medievales o las intrigas de la Roma imperial, la gente no necesita
que le recordemos qué horrible era aquello, todo eso ya lo saben, ya se lo enseñaron
en el colegio, lo han visto en las películas, en las series de televisión que
tan bien retratan el período, para qué vamos a insistir en repeticiones,
redundancias que entorpecen la novela, qué fijación tienen algunos, parece que
añorasen tiempos peores».
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