Dientes, pólvora, febrero es un relato de Rafael Sánchez Ferlosio, incluido en la obra El geco, de Ediciones Destino. La historia gira en torno a la caza de una loba —el lobo como encarnación del Mal—, y pone de manifiesto la brutalidad (y al mismo tiempo la inocencia) del mundo rural.
Dos tiros
habían rajado el silencio de la mancha, y a las voces del hombre saltaron los
otros de sus escondites, y acudían aprisa, restregando y haciendo sonar la
maleza, de la que apenas asomaban las cabezas y los hombros por encima de las
jaras, mientras él los veía venir, con las piernas abiertas, inmóvil, con la
escopeta en sus brazos, cruzada delante del pecho, y los miraba con toda su
sonrisa, conforme iban llegando, uno a uno, y formaban el corro alrededor de la
loba moribunda, que aún se debatía y manchaba de sangre los cantos rodados, en
un pequeño claro del jaral, donde los cortos hilillos de hierba de febrero
raleaban mojados todavía por el rocío de la mañana. El alcalde fue el último en
llegar, cojeando y abriéndose camino con la culata de su arma, por entre la
espesura de altos matorrales, a la mirada de todos los otros, que le abrían un
hueco en el corro y guardaban silencio, como esperando a ver lo que decía; y
primero miró unos instantes a la loba y después levantó la cabeza hacia la cara
del que la había derribado y dijo:
—¡Sea
enhorabuena, hombre, menos mal! —le golpeaba el brazo con la mano abierta—.
Vamos, has rematado con suerte y has conseguido que sea de provecho el empeño
de todos. Esto redunda en beneficio del pueblo, y todos te lo tendrán que
agradecer. Te felicito.
—Pues ya lo
creo —dijo otro—. Hemos tirado un buen golpe, esta mañana. Ya lo creo que tenemos
que estar de enhorabuena.
—Bien, hombre,
bien —siguió el alcalde. Ahí se experimentan los buenos cazadores. Te habrá
dado gusto, ¿eh? —mecía la cabeza, sonriendo—. Pues yo en toda mi vida,
todavía, no he tenido la suerte de plantárseme un bicho de éstos por delante.
Zorros, ya ves, de ésos me tengo trincados lo menos cuatro o cinco, ésos sí,
que en casa andan las pieles de un par de ellos, el que las quiera ver. Pero de
lobos, nada; sin estrenarme todavía. ¡Y el gusto que tiene que dar! ¡Vaya cosa
que te entraría así por el pecho, ¿eh?, cuando la vieras a ésta pegar el barquinazo!...
¡Mira cómo se ríe! ¡Esta noche no duermes en toda la noche, capaz,
reconstruyendo el episodio y recreándote con él!
—No duerme,
no: ¡ni come! —se reía uno pequeño—. Lo mismo que si anduviera enamorado.
Igual.
—Bueno, merece
un trago, digo yo. No será para menos.
—Venga el
trago —decía el alcalde, sujetándose la pierna coja con ambas manos, bajando el
cuerpo trabajosamente, hasta quedar sentado a los pies de una encina—. Vamos a
ver ese trago...
Se le acercaba
uno y le ofrecía una botella de anís, que contenía vino tinto:
—Ahí va, señor
alcalde.
—No, no es
así. Yo voy después. Primeramente al matador, que es el que ha coronado la
faena. Le corresponde beber el primero.
—Sí, bien
ganado se lo tiene.
—La suerte
nada más —dijo el que había dado muerte a la loba, cogiendo la botella—; el
albur, solamente, de romper el animalito por mi puerta y entrárseme a la cara. Yo
no hice más que cumplir. Si llega a entrarle a otro, pues igual. Igual habría
cumplido.
Ya divisaban a
lo lejos a los hombres que traían la batida, algunos de los cuales venían a
caballo, y más cerca acudía también un pastor, muy aprisa, avanzando a
empellones por la espesura de las jaras y blandiendo la garrota a una y otra
parte, entre un rumor de arbustos sacudidos y tronchados, y preguntando a voces
si había caído el lobo o qué había ocurrido, mientras los otros se abrían en
semicírculo, para dejarle paso hasta la misma loba, que aún se seguía
debatiendo en agonía, bajo los ojos sonrientes del pastor:
—¡Ah, que ya
te conozco! —le decía meciendo la cabeza y amagando con el palo—. ¡Vaya si te
conozco, amiga mía! ¡No te hacía yo tan grande, ya ves, pero no te confundo con
otra, no tengas cuidado; ni entre ciento que hubiera te me despintarías! ¿Qué?,
¿te llegó la hora?, ¿no es eso? ¡No, si ya te lo decía yo! ¡Mal camino traías
para morir en cama! ¿Te creías que te ibas a morir de vieja?, di, ¿que la ibas
a escampar toda la vida?...
La loba se
agitaba de costado, y abría su boca sangrante, mostrando los colmillos, que
mordían el aire en vacías dentelladas, fallidas entre la tierra y la fusca del
suelo, como queriendo segar los hilillos de la hierba naciente. El matador
había cargado de nuevo su escopeta y ya les decía a los otros que se quitaran
de delante, pero el pastor lo detuvo por un brazo:
—Quieto —le
dijo—. No malgaste un cartucho. Déjemela usted a mí, que de ésta me encargo yo
ahora mismo, lo van a ver ustedes. No tire dos pesetas.
—Dos
veinticinco —corrigió uno de ellos—; que ahora ya valen a dos veinticinco los
de pólvora sin humo.
El pastor no
le oyó, porque ya estaba vuelto hacia la grey que apacentaba en la vaguada, por
las riberas del regato, y emitía vigorosos y largos silbidos, cuyo eco corría
por las laderas, y repetía gritando los nombres de sus perros, dos blancos
mastines que al fin aparecieron por entre las ovejas y venían despacio,
remolones, meneando la cola, perezosos de tener que acudir a las llamadas de su
amo, el cual continuaba incitándolos con voces crecientes, hasta que al cabo
ellos mismos, a unos doscientos pasos de distancia, llegaron a recibir en sus
olfatos los vientos de la loba, y de repente crisparon sus mansos movimientos y
sus pacíficas figuras, como súbitamente erizándose de guerra, y ya rompían en
furioso correr, y atravesaban rugientes la maleza, apareciendo a blancos saltos
por cima de las jaras, hasta hincar sus colmillos en el cuello de la loba
malherida, sacudiéndolo y desgarrándolo entre sus fauces, con opacos rugidos,
mientras la voz del pastor los azuzaba, encendida y triunfante, desde el centro
del corro, y los hombres miraban en silencio. Luego, no conseguía ya el pastor
despegar de la presa a sus mastines, después que los hubo dejado cebarse en sus
carnes un par de minutos; y en cuanto hacía por apartarlos, metiéndoles el palo
entre los dientes, se revolvían gruñendo contra él y retornaban, ensañados, a
la garganta de la loba; la cual, cuando al fin la dejaron los perros, con todo
el cuello desollado y macerado a dentelladas, aún conservaba, no obstante, un
remoto y convulso movimiento de agonía. Y el pastor se acercó y le pisaba el
hocico con la albarca y lo afianzó contra la tierra, y blandiendo en el aire la
garrota, le rompió con un golpe certero la caja del cráneo, cuyos huesos
crujieron al cascarse y hundírsele en el seso. Después el pastor se echó al
suelo y se sentó junto a la loba muerta, y con la mano le anduvo rebuscando
entre el pelo del vientre y tiró de un pezón y lo exprimía entre sus dedos,
hasta sacarle un hilillo de leche, que saltó blanqueando entre las ingles de la
loba y corría por su pelo de sombra y de maleza, a escurrir a la tierra, entre
las verdes agujas de hierba de febrero. «Estaba criando», dijo el pastor al
levantarse, mirando hacia los otros.
En esto ya
venían los batidores y fueron desfilando por delante de la loba, contentos del
resultado que había tenido la jornada, y después la quisieron cargar en un
caballo, pero el caballo sentía repeluco y empezó a pegar coces y respingos y
no se dejaba echar la loba encima, y la tuvieron que amarrar con una cuerda por
el cuello y llevarla dos hombres; el uno la traía por el rabo y el otro por el
cabo de la cuerda, y así no se manchaban con la sangre. Era una loba muy grande
y arrastraban las patas por el suelo, conforme la llevaban, y ya acudían al
encuentro de ella dos hombres de una huerta y un yegüero y una media docena de
niños, a la salida de la mancha, cuando todo el tropel de cazadores venía
descendiendo la ladera. Los chicos le hicieron muchos aspavientos y le tocaban
el cuerpo maltratado, y algunos la 'agarraban por las patas, como si fuese por
decir que ellos también la iban llevando con los hombres. Uno pasó toda la mano
por la carne del cuello de la loba y la sacó llena de sangre, y luego gastaba
bromas a las niñas, porque les iba con aquella mano, a mancharles la cara en un
descuido. El alcalde venía retrasado, cojeando, con dos concejales, uno de
ellos el que había dado muerte a la loba, y el pastor les andaba insistiendo
que bajaran al chozo y pararan allí a mediodía, que él tenía mucho gusto de
matarles un par de cabritos y aviados enseguida y que comieran todos, como
haciendo una miaja de fiesta, ya que habían despachado tan temprano, que no serían
ni las once, y ya les quedaría toda la tarde por delante para coger la
camioneta y volverse hacia el pueblo a buena hora, porque él sentía que era el
primero que les tenía que estar agradecido, y que un par de cabritos no irían a
parte ninguna, equiparados al valor de los daños que le habían quitado de
encima al ganado, dándole muerte a aquella loba tan golosa y tan tuna y
perversa, y que además ya no había remedio, porque había mandado recado por
delante, y ya sentía llorar a los cabritos, «escuche... ¿no los oye? —le
decía—, ¿no siente cómo lloran?», que los estaban degollando ahora mismo, allá
enfrente, en la majada.
La loba fue
depositada junto al chozo y salieron a verla las mujeres, pero ellas no reían
ni gozaban y sólo se detenían a mirarla un momento, así de medio lado, en el
gesto de volverse a marchar en seguida, como quien mira una cosa deleznable,
sin otra curiosidad ni otro interés que el de tener la certeza de que había
sido aniquilada, y únicamente se encendía en el brillo de sus ojos la torva complacencia
de quien tiene delante a la víctima de una venganza satisfecha; en tanto que
los niños se agachaban sobre ella y le pasaban la mano por el pelo y le cogían
las patas, doblándole y desdoblándole los juegos inertes de las articulaciones
y le tocaban los ojos y le levantaban con un palitroque el belfo ensangrentado,
para verle los grandes colmillos que tenía; y finalmente los hombres la contemplaban
sin agacharse hacia ella ni aproximarse demasiado, sonriendo, como quien mira
una cosa ganada, la prueba y el signo de alguna proeza, un atributo de dominio,
o, en una palabra: un trofeo. Había sacado el pastor dos garrafas de vino y
todos se sentaron en un corro muy ancho, delante del chozo, mientras que las
mujeres descuartizaban los cabritos y los echaban a la olla y los chavales señalaban
al hombre que había dado muerte a la loba y que estaba sentado a la derecha del
alcalde, y luego señalaban también su escopeta entre todas las otras que yacían
alineadas a los pies de una encina, «con ésa le tiró y la mató», y luego un concejal,
ya bebido, empezó en voz alta que en ningún otro pueblo sabían hacer lobadas
más que ellos; ningún otro pueblo de los alrededores sabía combatir al lobo
como hay que combatirlo; y que al lobo hay que combatirlo en su terreno,
combatirlo con sus mismas astucias y artimañas; que el lobo había que
combatirlo y no había que dejarle ni un día de descanso, porque si no el ganado
jamás podría prosperar; que por los otros pueblos salían en busca del lobo como
si fueran a robar una gallina, y así buena gana, así un su vida matarían un
lobo; porque el silencio era lo primero que hacía falta para enganchar al lobo,
y lo segundo no darle en el olfato, y lo tercero la constancia, como en todas
las cosas de la vida, además, que sin constancia no se iba a ningún sitio ni
nada se conseguía, más que enredar y hacer el tonto; y el lobo es un ganado muy
astuto, decía, y camina diez leguas en una sola noche y es necesario
exterminarlo, porque es un bicho que mata por matar, porque asesina cien ovejas
y luego se come una sola, y eso sólo lo hace por malicia, por hacer daño y se
acabó; que igual que una persona avariciosa. Y así paró de hablar y le
aplaudieron y todos se reían, no tanto de las palabras que había dicho como de
risa que les daba el hecho mismo de que echasen discursos, en este mundo, las
personas; pero ya se sentía obligado también el alcalde a pronunciar unos
párrafos, y dijo simplemente que, en nombre de todos, le daba las gracias al
pastor por la atención y el incomodo que había tenido para con ellos, y que con
ello demostraba ser un hombre consciente y que estaba en lo suyo, porque había
sabido apreciar la voluntad del Ayuntamiento y el beneficio que reporta una
lobada, en el circuito de la ganadería; y que había muchas personas ignorantes
egoístas, o desagradecidas, que no quieren caer en la cuenta y se figuran que
eso de una lobada son fantasías del Ayuntamiento, que se organizan para
divertirse sus componentes y chuparse un buen día de campo a expensas de todos
los vecinos, y que decían que un lobo ni quita ni pone, porque los hay a
cientos, y querrían trincarlos a docenas, y con ese pretexto se excusan de
soltar una perra para el lobo; y que aquellas personas debían de tomar un
ejemplo de este pastor, que cuando así lo hace será porque lo sabe, y que con
aquello no hacía más que demostrar que tenía un poco de conocimiento de lo que
era el ganado y lo que era el lobo; y el pastor sonreía escuchando al alcalde y
asentía con gestos de cabeza, y luego dio las gracias, a su vez, diciendo que
esa loba que hacía ya cuatro arios que la tenía puesto el ojo y la venía
reconociendo, lo mismo por la pinta que por el rastro que dejaba: que marcaba
dos dedos un poco más abiertos, en la huella de la mano derecha; y que a menudo
tenía su asunto por aquellas dehesas del alrededor y ya le había ocasionado bastantes
daños y disgustos, que le tenía hasta acobardados a los perros, porque siempre
los había breado, con carlancas o sin ellas, las tres o cuatro veces que se
habían enzarzado; que por lo tanto aplaudía el que el Ayuntamiento hubiese
tomado cartas en el asunto, y mayormente con este final tan fructuoso con que
habían acertado a ventilarlo en el viaje de hoy; y que a él no le debían
agradecimiento ninguno, ya que no hacía más que corresponder, y en mucho menos
de lo que merecían; y que él, por su parte siempre apoyaría; un poco, desde
luego, pero que siempre apoyaría, en la estrecha medida de sus posibilidades.
De modo que
con aquéllas y otras arengas les dieron tiempo a los cabritos a alcanzar el
final de su guisado y pronto se vieron aparecer, desde detrás del chozo, los
rostros afogonados de las cuatro mujeres, ofuscadas ahora entre los velos del
vapor que les subían de las artesas humeantes que traían en sus manos, en tanto
que el pastor ya se había levantado y disponía dónde habían de dejarlas,
repartidas por el corro, de forma que de cada una de ellas comiesen seis o
siete hombres; y en todo miraba el pastor que estuviesen sus invitados atendidos
de la manera en que él creía que pudiese resultarle de mayor agrado, y que no
careciesen de nada, y luego, al verlos comer se reía, diciendo que cuántos años
pasarían hasta volverse a ver su chozo rodeado de tanta y tan estimable concurrencia,
mientras siguiera guardando ganado por aquellos andurriales dejados de la mano
de Dios. Había cuatro mujeres en el chozo; la una, vieja; la otra joven; y de
las dos de edad mediana, no sabían cuál era la de él; así que cuando luego,
pasadas la comida y sobremesa, y ya empezando a decir que se marchaban,
quisieron dar diez duros de propina por las molestias que se habían tomado, no
sabían a cuál de las mujeres se los entregarían, ni se atrevían a preguntar;
conque el alcalde, entonces, por salirse de dudas de una forma discreta, se
dirigió hacia el pastor y empezó a preguntarle cuántos hijos tenía y cuáles
eran de aquéllos; y él le dijo que cuatro, y dos se los señaló con la garrota
entre un grupo de varios que jugaban debajo de una encina, con el gesto de quien
escoge en el rebaño los borregos que desea salvar de la derrama; y otro mayor,
dijo, que ahora lo tenía con el ganado por el monte; y el cuarto, se metía en
el chozo a por él y lo sacaba en sus brazos, a la puerta, todo envuelto en
toquillas de lana, y se lo enseriaba al alcalde, sonriendo, «mire qué
lechoncito», entreabriéndole un poco los pliegues de la ropa, para que le
pudiese ver la cara, allí dentro, ausente de expresión, los ojines cerrados,
legañosos, apenas alentando, como todo él sumido, allí dentro, en un letargo de
crisálida. «Hay que ver, cuatro meses», decía riendo el pastor, y volvía a arroparlo;
y el alcalde, a su vez comentaba: «Ya; ¡quién diría que esto es un hombre de
aquí a veinte arios, y le dará batidas a los lobos!» Y mientras el pastor metía
nuevamente a su niño en el chozo, los demás ya se estaban levantando y recogían
sus cosas, disponiéndose a ir hacia la carretera, para coger la camioneta y
regresar al pueblo con el día. El yegüero de antes había desollado a la loba y
la había sepultado; y la piel ya la tenía preparada, mediante una armadura de
cañas en cruz, como una corneta, de forma que se mantuviera extendida y
tirante, hasta secarse por entero; y ahora todos la veían desde el camino,
colgada de la rama de una encina, no lejos del chozo, donde a ratos el aire la
mecía y la hacía girar lentamente.
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