Ahí van algunos fragmentos escogidos de la obra 2666 de Roberto Bolaño. El número de página se refiere al que tiene en la edición de Anagrama:
«¿A qué tenía miedo Ivánov?, se
preguntaba Ansky en sus cuadernos. No al peligro físico, puesto que como
antiguo bolchevique muchas veces estuvo próximo a la detención, la cárcel y la
deportación, y aunque no se podía decir de él que fuera un tipo valiente,
tampoco se podía afirmar, sin faltar a la verdad, que fuera una persona cobarde
y sin agallas. El miedo de Ivánov era de índole literaria. Es decir, su miedo
era el miedo que sufren la mayor parte de aquellos ciudadanos que un buen (o
mal) día deciden convertir el ejercicio de las letras y, sobre todo, el
ejercicio de la ficción en parte integrante de sus vidas. Miedo a ser malos.
También, miedo a no ser reconocidos. Pero, sobre todo, miedo a ser malos. Miedo
a que sus esfuerzos y afanes caigan en el olvido. Miedo a la pisada que no deja
huella. Miedo a los elementos del azar y de la naturaleza que borran las
huellas poco profundas. Miedo a cenar solos y a que nadie repare en tu presencia.
Miedo a no ser apreciados. Miedo al fracaso y al ridículo. Pero sobre todo
miedo a ser malos. Miedo a habitar, para siempre jamás, en el infierno de los
malos escritores. Miedos irracionales, pensaba Ansky, sobre todo si los
miedosos contrarrestaban sus miedos con apariencias.
Lo que venía a ser lo mismo que decir que el paraíso de los buenos escritores,
según los malos, estaba habitado por apariencias. Y que la bondad (o la
excelencia) de una obra giraba alrededor de una apariencia. Una apariencia que
variaba, por supuesto, según la época y los países, pero que siempre se
mantenía como tal, apariencia, cosa que parece y no es, superficie y no fondo,
puro gesto, e incluso el gesto era confundido con la voluntad, pelos y ojos y
labios de Tolstói y verstas recorridas a caballo por Tolstói y mujeres
desvirgadas por Tolstói en un tapiz quemado por el fuego de la apariencia» (pág. 902)
«A esa misma hora la policía de
Santa Teresa encontró el cadáver de otra adolescente, semienterrada en un lote
baldío de un arrabal de la ciudad, y un viento fuerte, que venía del oeste, se
fue a estrellar contra la falda de las montañas del este, levantando polvo y
hojas de periódico y cartones tirados en la calle a su paso por Santa Teresa y
moviendo la ropa que Rosa había colgado en el jardín trasero, como si el
viento, ese viento joven y enérgico y de tan corta vida, se probara las camisas
y pantalones de Amalfitano y se metiera dentro de las bragas de su hija y
leyera algunas páginas del Testamento
geométrico a ver si por allí había algo que le fuera a ser de utilidad,
algo que le explicara el paisaje tan curioso de calles y casas a través de las
cuales estaba galopando o que lo explicara a él mismo como viento» (pág. 260)
«Ya ni los farmacéuticos
ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que
abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes
maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones
de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de
verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que
nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y
heridas mortales y fetidez» (pág. 289)
«Nadie presta atención a esos
asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo» (pág. 439)
«El dolor, o el recuerdo del
dolor, que en ese barrio era literalmente chupado por algo sin nombre y que se
convertía, tras este proceso, en vacío. La conciencia de que esta ecuación era
posible: dolor que finalmente deviene vacío. La conciencia de que esta ecuación
era aplicable a todo o casi todo» (pág. 76)
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