Publicado por Javier Serrano en La República Cultural:
http://www.larepublicacultural.es/article4579.html
Leo en el diario El País, de 21 de agosto, en un artículo titulado Sesión de tarde con Franco, que el dictador era un gran aficionado al cine y que varios días a la semana (un promedio de dos y en sesiones vespertinas) improvisaba un pequeño cine en su residencia en El Pardo. De lejos le venía al tirano su pasión por el cine. Se rumoreaba que había ejercido de crítico, con seudónimo, en alguna revista militar. También es sabido que en la película Raza, esa infumable exaltación a la España y al espíritu franquista, el argumento era obra de un tal Jaime de Andrade, que no era otro sino el mismísimo dictador. En el mismo artículo de El País, que firma Carles Geli, se insinúa que Orson Welles habría llegado a ver alguna película casera de dibujos animados realizada por el cinéfilo general.
Soy de la opinión de que, en gran parte, uno es las películas que ha visto. La elección de unas determinadas cintas, y no de otras, dice mucho sobre nosotros, sobre nuestra forma de ser. Si esto es así, ¿qué tipo de filmes ve un dictador? O, más concretamente, ¿qué tipo de películas vería nuestro particular dictador? Por lo que dice el artículo, aparte de los inevitables documentales del NO-DO (que todos los que tenemos cierta edad vimos, obligados, cuando también acudíamos al cine), al general le molaba el cine de Hollywood, como al pueblo llano, vaya. Algo normal teniendo en cuenta que por aquellos tiempos, y dadas las circunstancias de aislamiento en que vivíamos, tampoco había mucho donde elegir. A lo largo de sus últimos 30 años (que, casualidades de la vida, son también los últimos 30 años de dictadura en España) se zampó la nada despreciable cifra de más de 2.000 películas. Cine comercial, en su mayoría, con profusión de comedias, westerns y pelis de aventuras, presumiblemente mucho cine bélico; evadirse en una palabra, escapar de la gris realidad del país a la que él mismo había conducido. No vio mucho cine de autor, algo razonable teniendo en cuenta que ese cine no es accesible a todo el mundo; tan sólo El manantial de la doncella, de Bergman; Las noches de Cabiria, de Fellini; El mensajero, de Joseph Losey; El gatopardo y Luis II de Baviera, de Visconti, y Rashomon, de Kurosawa. Imposible saber si se quedó dormido durante alguna de estas proyecciones. Me parece lógico que nuestro pequeño sátrapa viera pocas películas de autor, es más, no debería haber visto ninguna. Franco, que no era ningún tonto, era consciente de todo el poder subversivo oculto bajo la apariencia inocente de ese tipo de cine. Un filme que pueda hacer pensar, hacer sentir, es altamente peligroso, no ya para una nación (que no tenía acceso, ni de coña, a él) sino incluso para el propio dictador, que ha de velar por las almas (subyugadas) de sus compatriotas, y que ha de procurar, por tanto, que sus certezas sean las adecuadas y, a poder ser, inamovibles.
Nuestro general no vio ninguna película rusa (por motivos obvios) y unas 500 españolas. Se sospecha que entre tanta españolada se debió de colar alguna que otra buena, pues incluso en una España tan desaborida como aquella se hacía buen cine. Así, la magistral ¡Bienvenido Mr. Marshall! (que intuyo que no debió de gustarle), El Verdugo y Calabuig, las tres de Berlanga; Viridiana, del exiliado Buñuel; y también varias del comunista Juan Antonio Bardem: Muerte de un ciclista, Calle Mayor y Cómicos. Su Excelencia vio también un porcentaje mínimo de películas sin censurar, es decir, sin circuncidar por su propio equipo de censores. Quizás en éstas (y también en las otras) quería verlas con sus propios ojos por si había que meter tijera a la cinta (o al censor).
Para mí el cine siempre ha tenido dos vertientes: una lúdica, de escape, y otra de sensibilidad, de conocimiento. Como me cuesta imaginarlo en el segundo grupo, supongo que el interés del general por el cine habría que incluirlo en el primero. Y así, tras una dura jornada de trabajo, recién firmada alguna sentencia de muerte o alguna orden de encarcelamiento, o tras el agotador viaje (en la España de entonces todos los viajes lo eran) para asistir a la inauguración de algún pantano o similar, puedo ver a nuestro dictador particular retirarse, exhausto, a su particular cine privado y ponerse alguna peliculilla para relajarse. Huelga decir que por aquel entonces no había, al menos en España, reproductores de vídeo y el DVD debía de sonar a acrónimo de organización anarco-sindicalista. Tal vez, durante el transcurso de alguno de esos pases secretos, en algún momento especialmente emotivo, el general echó una lagrimita, sin que nadie lo viera claro, o al menos no hay constancia de un suceso tan poco viril como ése.
¿Cómo vería nuestro tirano las pelis? ¿Lo haría comiendo palomitas o tomándose una cerve? O acaso el dictador era uno de esos cinéfilos intolerantes, como yo, que no soporta las palomitas ni ningún ruido que distraiga la atención. En el cine como en la Iglesia. ¿Las vería solo o en compañía? La cuestión no es baladí. Cuando uno ve películas sin ninguna compañía el cine adquiere una dimensión de vicio, de perversión, de solitario placer onanista. En cambio, si la película se ve acompañado, y por lo visto a la Primera Dama también le iba el tema, el cine se convierte en una especie de rito de grupo (de iniciación, incluso), donde las emociones son compartidas. Me inclino a pensar que, como yo, prefería verlas solo, y este parecido sospechoso hace ya algunas líneas que empieza a inquietarme.
Me viene a la cabeza ahora el nombre de otro gran aficionado al séptimo arte: Alfonso XIII. En la década de los 20, Alfonso XIII, ese rey cinéfilo que tanto gusto le tenía al porno, encargaba, por medio del Conde de Romanones, el rodaje de algunas producciones de corte erótico para su particular uso y disfrute. ¿Qué hubiera ocurrido si el monarca viciosillo hubiera podido llegar reinando hasta nuestro días? No es disparatado pensar que Nacho Vidal, uno de nuestros actores más prominentes, hubiera sido nombrado Marqués de Verga o algo así.
Soy de la opinión de que, en gran parte, uno es las películas que ha visto. La elección de unas determinadas cintas, y no de otras, dice mucho sobre nosotros, sobre nuestra forma de ser. Si esto es así, ¿qué tipo de filmes ve un dictador? O, más concretamente, ¿qué tipo de películas vería nuestro particular dictador? Por lo que dice el artículo, aparte de los inevitables documentales del NO-DO (que todos los que tenemos cierta edad vimos, obligados, cuando también acudíamos al cine), al general le molaba el cine de Hollywood, como al pueblo llano, vaya. Algo normal teniendo en cuenta que por aquellos tiempos, y dadas las circunstancias de aislamiento en que vivíamos, tampoco había mucho donde elegir. A lo largo de sus últimos 30 años (que, casualidades de la vida, son también los últimos 30 años de dictadura en España) se zampó la nada despreciable cifra de más de 2.000 películas. Cine comercial, en su mayoría, con profusión de comedias, westerns y pelis de aventuras, presumiblemente mucho cine bélico; evadirse en una palabra, escapar de la gris realidad del país a la que él mismo había conducido. No vio mucho cine de autor, algo razonable teniendo en cuenta que ese cine no es accesible a todo el mundo; tan sólo El manantial de la doncella, de Bergman; Las noches de Cabiria, de Fellini; El mensajero, de Joseph Losey; El gatopardo y Luis II de Baviera, de Visconti, y Rashomon, de Kurosawa. Imposible saber si se quedó dormido durante alguna de estas proyecciones. Me parece lógico que nuestro pequeño sátrapa viera pocas películas de autor, es más, no debería haber visto ninguna. Franco, que no era ningún tonto, era consciente de todo el poder subversivo oculto bajo la apariencia inocente de ese tipo de cine. Un filme que pueda hacer pensar, hacer sentir, es altamente peligroso, no ya para una nación (que no tenía acceso, ni de coña, a él) sino incluso para el propio dictador, que ha de velar por las almas (subyugadas) de sus compatriotas, y que ha de procurar, por tanto, que sus certezas sean las adecuadas y, a poder ser, inamovibles.
Nuestro general no vio ninguna película rusa (por motivos obvios) y unas 500 españolas. Se sospecha que entre tanta españolada se debió de colar alguna que otra buena, pues incluso en una España tan desaborida como aquella se hacía buen cine. Así, la magistral ¡Bienvenido Mr. Marshall! (que intuyo que no debió de gustarle), El Verdugo y Calabuig, las tres de Berlanga; Viridiana, del exiliado Buñuel; y también varias del comunista Juan Antonio Bardem: Muerte de un ciclista, Calle Mayor y Cómicos. Su Excelencia vio también un porcentaje mínimo de películas sin censurar, es decir, sin circuncidar por su propio equipo de censores. Quizás en éstas (y también en las otras) quería verlas con sus propios ojos por si había que meter tijera a la cinta (o al censor).
Para mí el cine siempre ha tenido dos vertientes: una lúdica, de escape, y otra de sensibilidad, de conocimiento. Como me cuesta imaginarlo en el segundo grupo, supongo que el interés del general por el cine habría que incluirlo en el primero. Y así, tras una dura jornada de trabajo, recién firmada alguna sentencia de muerte o alguna orden de encarcelamiento, o tras el agotador viaje (en la España de entonces todos los viajes lo eran) para asistir a la inauguración de algún pantano o similar, puedo ver a nuestro dictador particular retirarse, exhausto, a su particular cine privado y ponerse alguna peliculilla para relajarse. Huelga decir que por aquel entonces no había, al menos en España, reproductores de vídeo y el DVD debía de sonar a acrónimo de organización anarco-sindicalista. Tal vez, durante el transcurso de alguno de esos pases secretos, en algún momento especialmente emotivo, el general echó una lagrimita, sin que nadie lo viera claro, o al menos no hay constancia de un suceso tan poco viril como ése.
¿Cómo vería nuestro tirano las pelis? ¿Lo haría comiendo palomitas o tomándose una cerve? O acaso el dictador era uno de esos cinéfilos intolerantes, como yo, que no soporta las palomitas ni ningún ruido que distraiga la atención. En el cine como en la Iglesia. ¿Las vería solo o en compañía? La cuestión no es baladí. Cuando uno ve películas sin ninguna compañía el cine adquiere una dimensión de vicio, de perversión, de solitario placer onanista. En cambio, si la película se ve acompañado, y por lo visto a la Primera Dama también le iba el tema, el cine se convierte en una especie de rito de grupo (de iniciación, incluso), donde las emociones son compartidas. Me inclino a pensar que, como yo, prefería verlas solo, y este parecido sospechoso hace ya algunas líneas que empieza a inquietarme.
Me viene a la cabeza ahora el nombre de otro gran aficionado al séptimo arte: Alfonso XIII. En la década de los 20, Alfonso XIII, ese rey cinéfilo que tanto gusto le tenía al porno, encargaba, por medio del Conde de Romanones, el rodaje de algunas producciones de corte erótico para su particular uso y disfrute. ¿Qué hubiera ocurrido si el monarca viciosillo hubiera podido llegar reinando hasta nuestro días? No es disparatado pensar que Nacho Vidal, uno de nuestros actores más prominentes, hubiera sido nombrado Marqués de Verga o algo así.
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