Extraído del libro "Las armas y las letras", pág. 54, de Andrés Trapiello.
"El episodio de Salamanca es conocido: asistían al acto, en el estrado del paraninfo, Carmen Polo, mujer de Franco, el obispo de la ciudad, el general Millán Astray y presidiendo en representación de Franco, el rector, Unamuno. Entre el público, falangistas, autoridades locales, legionarios, catedráticos... A Unamuno se le veía esa mañana nervioso. Iba a presidir el acto en nombre de Franco, al que había visto ya días antes. Llevaba en el bolsillo de la chaqueta la carta que le había escrito la mujer de Atilano Coco, pastor protestante y amigo de Unamuno. Le pedía a este que intercediera acaso ante Carmen Polo. La vida de su marido, encarcelado, corría peligro (lo asesinaron poco después).
Mientras Millán Astray arrojaba sobre los presente brutalidades de cuartel, a Unamuno, con el semblante serio, se le veía garabatear, nervioso, en una cuartilla algunas acotaciones...
Se ha reconstruido (con variantes, según los biógrafos) lo que dijo el viejo rector, cuando le tocó el turno de intervención, tras don José María Ramos, el dominico padre Vicente Beltrán de Heredia, don Francisco Maldonado de Guevara y José María Pemán.
El silencio que se hizo fue profundo. Todos comprendieron que de aquel anciano con cabeza de búho podía venir para el Glorioso Alzamiento el refrendo que tanto precisaban. Como al oráculo, lo escucharon.
"Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. Callar, a veces, significa mentir -empezó diciendo-, porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia.
"Había dicho que no quería hablar, porque me conozco; pero se me ha tirado de la lengua y debo hacerlo. Se ha hablado por aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo he hecho otras veces. Pero no, la nuestra solo es una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer y hay que convencer sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, mas no de inquisición. Quisiera comentar el discurso (por llamarlo de alguna forma) del profesor Maldonado. Dejemos aparte el insulto personal que supone la repentina explosión de ofensas contras vascos y catalanes. El obispo, quiera o no, es catalán, nacido en Barcelona, para enseñaros la doctrina cristiana, que no queréis conocer, y yo, que, como sabéis, nací en Bilbao, soy vasco y llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis. Eso sí es Imperio, el de la lengua española, y no...".
Millán Astray, que llevaba un buen rato nervioso, golpeaba con su única mano la mesa e interrumpió con impertinencia: "¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?". Hizo entonces uso de la palabra.
Pronunció un breve discurso, dictado por el histerismo, incoherente, en defensa de la rebelión militar, nos dice un cronista. Se dio suelta a bufidos, vítores, y Unamuno pudo, a su vez, retomar el hilo de sus palabras:
"Acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido de ¡Viva la Muerte! Esto me suena lo mismo que ¡Muera la vida! Y yo, que me he pasado toda la vida creando paradojas que provocaron el enojo de los que no las comprendieron, he de decirle, como autoridad en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Puesto que fue proclamada en homenaje al último orador, entiendo que fue dirigida a él, si bien de una manera excesiva y tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. ¡Y otra cosa! El general Millán Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente hay hoy en día demasiados inválidos en España. Y pronto habrá más, si Dios no nos ayuda. Me duele pensar que el general Millán Astray pueda dictar las normas de psicología de las masas. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre (no un superhombre) viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como dije, que carezca de esa superioridad del espíritu, suele sentirse aliviado viendo cómo aumenta el número de mutilados alrededor de él.
"El general Millán Astray no es uno de los espíritus selectos, aunque sea impopular o, quizá por esta misma razón, porque es impopular. El general Millán Astray quisiera crear una España nueva (creación negativa sin duda) según su propia imagen. Y por ello, desearía ver a España mutilada, como inconscientemente dio a entender".
En este punto interrumpió Millán Astray al grito de "¡Muera la inteligencia!", matizado por un José María Pemán que intentaba restañar lo irrestañable con el de "¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran lo malos intelectuales!". Sabía Pemán de lo que hablaba. 1935: conferencia en Acción Española; título: "La traición de los intelectuales"; destino: la futura política franquista; represaliados: los Unamuno del mundo.
Es imaginable la pita que se armó entre los falangistas, profesores y público, frente a un viejo que se había atrevido a decir lo que nadie en España, en aquellas circunstancias, habría sido capaz de espetarle a un ser moralmente tan repulsivo. Cuando la grita remitió y se hizo de nuevo el silencio, Unamuno pudo proseguir:
"Este es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir, necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho".
...
En ese momento Carmen Polo, escudada en Pemán, le dio su brazo, y así, amparado por la mujer del ya proclamado Jefe del Estado y el orador gaditano, salió de la universidad, mientras le protegían de falangistas y legionarios que querían llevárselo para el paseo o lincharlo allí mismo.
Esa misma tarde Unamuno, como todas las tardes, se dirigió al Casino, del que era presidente honorífico, y allí, al entrar, fue insultado de nuevo violenta y reiteradamente, y expulsado. Jamás volvió a poner en él los pies, y en Salamanca empezó a saberse que la vida del rector corría serio peligro.
Diez días después la rueda de la fortuna dio un vertiginoso molinete, y un decreto, firmado por Franco, le volvía a destituir de todos sus cargos. Ni concejal. A Unamuno entonces, confinado de nuevo en la isla de su casa, apenas se le vería."
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