La familia de los Bergamota, mi familia, se caracteriza por un rasgo tan peculiar como ineluctable y que la hace única: todos y cada uno de sus miembros fallecen al cumplir los cincuenta años. El deceso puede sobrevenir en cualquier momento a lo largo del año. Así, la abuela Doménica murió, en presencia de todos, exhalando su último suspiro sobre las velas de una tarta en el día de su cincuenta cumpleaños. Por contra, el tío Porfirio apuró sus días todo lo que pudo y el día anterior a cumplir cincuenta y uno, mientras limpiaba su colección de armas, una bala de revólver se cruzó en su camino y en su cabeza.
Saber nuestra fecha de caducidad es algo que nunca se ha ocultado a ningún Bergamota. Es también, esta circunstancia trágica, el origen de nuestra fobia a los relojes y de esa predisposición, tan bergamotiana, a la tristeza, hecho éste que se va agravando conforme la fecha fatal se aproxima. Sólo así se explica que la tatarabuela Lucinda muriera contemplando un atardecer, o que mi padre, al que se llegó a calificar de cobarde, se quitara la vida con arsénico cumplido el medio siglo.
En estos cincuenta años, he procurado que los míos nunca vieran en mí el menor signo de flaqueza, ni que ninguno de ellos fuera víctima de mi carácter a veces bilioso. Así, entre el decoro y la precariedad, se ha ido evaporando mi vida, como una mala película en la que desde el primer fotograma se sabe el final. Hoy, día de mi quincuagésimo primer aniversario y consciente de que nunca hubo prórrogas, me he retirado a un parque para morir discretamente. Como no tengo la valentía –o la cobardía, según se mire- que tuvo mi padre para acabar con su vida, he decidido sentarme en un banco del parque y esperar a la muerte con la dignidad que otorga el alcohol.
Saber nuestra fecha de caducidad es algo que nunca se ha ocultado a ningún Bergamota. Es también, esta circunstancia trágica, el origen de nuestra fobia a los relojes y de esa predisposición, tan bergamotiana, a la tristeza, hecho éste que se va agravando conforme la fecha fatal se aproxima. Sólo así se explica que la tatarabuela Lucinda muriera contemplando un atardecer, o que mi padre, al que se llegó a calificar de cobarde, se quitara la vida con arsénico cumplido el medio siglo.
En estos cincuenta años, he procurado que los míos nunca vieran en mí el menor signo de flaqueza, ni que ninguno de ellos fuera víctima de mi carácter a veces bilioso. Así, entre el decoro y la precariedad, se ha ido evaporando mi vida, como una mala película en la que desde el primer fotograma se sabe el final. Hoy, día de mi quincuagésimo primer aniversario y consciente de que nunca hubo prórrogas, me he retirado a un parque para morir discretamente. Como no tengo la valentía –o la cobardía, según se mire- que tuvo mi padre para acabar con su vida, he decidido sentarme en un banco del parque y esperar a la muerte con la dignidad que otorga el alcohol.
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Ha pasado toda una noche. Esta mañana el frío me ha despertado sobre la hierba. Me duele la cabeza y la luz del sol hiere mis ojos. Nunca el cielo ha sido tan azul. He comprado, como otras mañanas, dos periódicos y tres barras de pan. Voy camino de mi casa para compartir con los míos la alegría del hijo bastardo.
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