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"TESIS SOBRE EL CUENTO" - RICARDO PIGLIA


Tesis sobre el cuento
Los dos hilos: Análisis de las dos historias

Ricardo Piglia

I

En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.
Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.
Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

II

El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.
El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.

III

Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.

IV

En "La muerte y la brújula", al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. "Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim." Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en "El Sur", como la cicatriz en "La forma de la espada") de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.

V

El cuento es un relato que encierra un relato secreto.
No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.
Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.

VI

La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.
La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.

VII

"El gran río de los dos corazones", uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.
¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.

VIII

Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo "kafkiano".
La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.

IX

Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.
La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.

X

La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En "La muerte y la brújula", la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en "El muerto", con Nolam en "Tema del traidor y del héroe".
Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.

XI

El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato", decía Rimbaud.
Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

"EL LIBRO DE LO GROTESCO" - SHERWOOD ANDERSON


El siguiente texto es un fragmento del relato titulado "El libro de lo grotesco", que aparece en la obra "Winesburg, Ohio", de Sherwoon Anderson. En él nos da las claves para interpretar el libro:

El escritor estuvo una hora trabajando en su mesa. Al final escribió un libro que llamó El libro de lo grotesco. Nunca llegó a publicarse, pero yo tuve ocasión de leerlo una vez y dejó una huella indeleble en mi imaginación. El libro tenía una idea central que resulta un tanto extraña y que no he olvidado jamás. Recordándola, he podido comprender a mucha gente y muchas cosas que antes me habían resultado incomprensibles. Era una idea complicada, pero se podría explicar de forma sencilla más o menos así:
Al principio, cuando el mundo era joven, había una enorme cantidad de ideas, pero no eso que llamamos una verdad. Fue el hombre quien hizo las verdades y cada una de ellas consistía en una mezcla de varios pensamientos más o menos vagos. Las verdades se extendieron por todo el mundo y todas eran hermosas.
Y luego apareció la gente. A medida que fueron llegando, cada cual se apropió de una verdad y algunos que eran más fuertes se apropiaron de una docena de ellas.
Lo que volvía grotesca a la gente eran las verdades. El anciano tenía una teoría muy elaborada al respecto. En su opinión, siempre que alguien se apropiaba de una verdad, la llamaba su verdad y trataba de regir su vida por ella, se convertía en un ser grotesco y la verdad que había abrazado se transformaba en una falsedad.
Cualquiera imaginará que el anciano, que se había pasado la vida escribiendo y haciendo acopio de palabras, escribió cientos de páginas a propósito de aquel asunto. La cuestión llegó a adquirir tales proporciones en su imaginación que él mismo corrió el riesgo de volverse grotesco. No llegó a serlo, supongo, por la misma razón por la que nunca publicó el libro. Lo que le salvó fue aquel ser joven que llevaba en su interior.
En cuanto al anciano carpintero que arregló la cama del escritor, tan sólo lo he traído a colación porque, como les ocurre a muchos de esos a los que llamamos gente corriente, se convirtió en lo más parecido a algo comprensible y amable de entre todos los seres grotescos del libro del escritor.

SI VAS A SER ESCRITOR... - SHERWOOD ANDERSON


En el libro "Winesburg, Ohio", de Sherwood Anderson, podemos encontrar el siguiente texto, incluido en el relato "La maestra". En él, una maestra trata de iniciar a un muchacho que fue su alumno en el difícil arte de la literatura, y al mismo tiempo en la no menos complicada tarea del amor...

Kate Swift se consumía pensando en George Willard. Había creído reconocer la chispa del genio en algunos en algunos de los trabajos que había escrito en su época de escolar y quería avivar aquella chispa. Un día de verano había pasado por las oficinas del Eagle y, como el muchacho no tenía nada que hacer, se lo había llevado por la calle Mayor hasta los terrenos de la feria, donde se sentaron a hablar en un bancal cubierto de hierba. La maestra trató de hacerle ver al chico algunas de las dificultades a las que debería enfrentarse como escritor. "Tendrás que conocer la vida", afirmó con voz seria y temblorosa. Cogió a George Willard de los hombros y le hizo volverse hacia ella para poder mirarlo a los ojos. Cualquiera que pasara por allí habría pensado que estaban a punto de besarse. "Si vas a ser escritor, tendrás que dejar de tontear con las palabras -le explicó-. Será mejor que abandones la idea de escribir hasta que estés mejor preparado. Ahora debes vivir. No pretendo asustarte, pero quisiera que comprendieras el alcance de lo que piensas hacer. No debes convertirte en un mero mercachifle de las palabras. Lo más importante es que aprendas a saber lo que la gente piensa, no lo que dice".

"TANDY" - SHERWOOD ANDERSON


El libro "Winesburg, Ohio", de Sherwood Anderson, puede ser considerado como una colección de cuentos reunidos, además de como una novela, que se desarrollan en la localidad de Winesburg.
Ayer, mientras iba en el metro, leí el siguiente relato breve, bastante breve, pero de una contundencia tal que hoy, un día después, todavía ando noqueado. Como no lo encontraba por Internet, me he tomado la molestia de transcribirlo yo mismo.

TANDY
Sherwood Anderson
Traducción: Miguel Temprano García

Hasta que cumplió los siete años, vivió en una vieja casa sin pintar, junto a un camino poco frecuentado que partía de Trunion Pike. Su padre apenas le prestaba atención y su madre había muerto. El padre pasaba el tiempo hablando y pensando en la religión. Se proclamaba agnóstico y estaba tan absorbido por destruir las ideas que Dios había inculcado en la imaginación de sus convecinos que nunca vio a Dios manifestarse en la niña pequeña que, medio olvidada, vivía allí de la generosidad de los parientes de su madre muerta.
Llegó a Winesburg un forastero que vio en la niña lo que su padre no veía. Era un joven alto y pelirrojo que estaba casi siempre borracho. A veces se sentaba en una silla delante del New Willard House con Tom Hard, el padre. Mientras Tom hablaba y declaraba que no podía haber Dios, el forastero sonreía y les guiñaba el ojo a los presentes. Tom y él se hicieron amigos y pasaban mucho tiempo juntos.
El forastero era hijo de de un rico comerciante de Cleveland y había ido a Winesburg por una razón. Quería curarse del hábito de la bebida, y pensaba que, si se alejaba de sus amigos de la ciudad y vivía en una comunidad rural, tendría más posibilidades de combatir aquel apetito que lo estaba destruyendo.
Su estancia en Winesburg no fue ningún éxito. El aburrimiento con que transcurrían las horas lo empujó a beber más que nunca. Pero logró otra cosa: bautizó con un nombre lleno de significado a la hija de Tom Hard.
Una tarde, cuando se recuperaba de los efectos de una larga borrachera, el forastero llegó haciendo eses por la calle Mayor del pueblo. Tom Hard estaba delante del New Willard House con su hija -que entonces tenía cinco años- en las rodillas. Junto a él, sentado en los tablones de la acera, estaba el joven George Willard. El forastero se desplomó en una silla junto a ellos. Todo su cuerpo se estremecía y, cuando trataba de hablar, la voz le temblaba.
Era ya tarde y la oscuridad empezaba a cernirse sobre el pueblo y sobre la vía del ferrocarril que corría a lo largo de un terraplén frente al hotel. En la distancia, por el oeste, se oyó el prolongado sonido del silbato de un tren de pasajeros. Un perro que había estado dormitando en el camino se despertó y ladró. El forastero empezó a balbucir y lanzó una profecía acerca de la niña que el agnóstico sostenía entre sus brazos.
-Vine aquí para dejar la bebida -dijo, y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. No miró a Tom Hard, sino que se inclinó hacia delante y fijó la vista en la oscuridad, como si estuviese teniendo una visión-. Huí al campo para curarme, pero no lo he conseguido. Y hay una razón. -Se volvió para mirar a la niña que, sentada muy erguida en las rodillas de su padre, le devolvió la mirada. El forastero tocó a Tom Hard en el brazo-. La bebida no es la única cosa a la que soy adicto -dijo-. Hay algo más: yo necesito amar y no he encontrado nadie a quien dedicar mis afectos. Si tuvieses suficiente sabiduría para comprender a qué me refiero, sabrías la gravedad que tiene lo que te digo. Hace que mi destrucción sea inevitable. Hay pocos capaces de entenderlo.- El forastero se quedó en silencio y dio la impresión de estar abrumado por la tristeza, pero lo despertó otro silbido del tren-. No he perdido la fe. Lo proclamo. Pero he llegado a un punto en el que sé que mi fe no se verá cumplida -declaró con aspereza. Miró fijamente a la niña y empezó a dirigirse a ella sin prestar atención al padre-. Vendrá una mujer -dijo, y su voz sonó seria y chillona-, pero lo hará en el momento equivocado. No cuando más falta me hace. Tú podrías ser esa mujer. Sería una jugarreta del destino que me permitiera estar en su presencia una tarde como ésta, cuando me he destruido con la bebida y ella no es más que una niña. -Los hombros del forastero se estremecieron y, cuando trató de liar un cigarrillo, el papel se le cayó de entre los dedos temblorosos. Se enfadó y se puso a refunfuñar-. La gente cree que es fácil ser una mujer y ser amada, pero yo sé que no es así -afirmó. De nuevo se volvió hacia la niña-. Yo lo comprendo -exclamó-. Tal vez sea el único hombre capaz de comprenderlo.- Volvió a desviar la mirada hacia la calle oscura-. Lo sé todo sobre ella, aunque nunca se ha cruzado en mi camino -dijo en voz baja-. Conozco sus esfuerzos y sus desengaños y, precisamente por eso, la amo. De esos desengaños surge una cualidad desconocida en las mujeres. A eso lo llamo "Tandy". Me inventé ese nombre cuando era un auténtico soñador y antes de que mi cuerpo se corrompiera. Consiste en tener fuerzas para ser amada. Es algo que los hombres necesitan de las mujeres y que nunca llegan a conseguir.- El forastero se puso en pie y se plantó delante de Tom Hard. Su cuerpo se balanceaba adelante y atrás y parecía a punto de caerse, pero en lugar de eso se hincó de rodillas en la acera y se llevó las manos de la niñita a sus labios de borracho. Las besó extasiado-. Sé Tandy, pequeña -rogó-. Atrévete a ser fuerte y valiente. Ése es el camino. Atrévete a cualquier cosa. Ten el valor de aventurarte a ser amada. Sé algo más que un hombre o una mujer. Sé Tandy.
El forastero se incorporó y se marchó dando traspiés calle abajo. Un día o dos después, subió a un tren y volvió a Cleveland. Aquella tarde de verano, después de tener esa conversación delante del hotel, Tom Hard llevó a la niña a casa de un pariente donde estaba invitada a pasar la noche. Mientras andaba en la oscuridad bajo los árboles olvidó la voz balbuceante del forastero y volvió a ocuparse en elaborar argumentos con los que destruir la fe de los hombres en Dios. Pronunció el nombre de su hija y ella empezó a llorar.
-No quiero que me llames así -declaró-. Quiero que me llames Tandy..., Tandy Hard. -La niña lloró con tanta amargura que Tom Hard se conmovió y trató de consolarla. Se detuvo debajo de un árbol y, cogiéndola entre sus brazos, empezó a acariciarla.
-Vamos, sé buena -le dijo secamente, pero no hubo manera de consolarla. Con abandono infantil, la niña se dejó arrastrar por la pena, y su voz quebró el silencio de la noche.
-Quiero ser Tandy. Quiero ser Tandy. Quier ser Tandy Hard -gritó moviendo la cabeza y sollozando, como si la fuerza de su juventud no fuese suficiente para soportar la visión que las palabras del borracho habían llevado ante sus ojos.

De Tandy me gusta ese enfrentamiento continuo por pares de elementos: razón-fe, oscuridad-claridad, amor-no amor, madurez-infancia, Cleveland-Winesburg, pasado-presente, alcohol-no alcohol... personificados, sobre todo, en los dos personajes adultos. Y, entre ambos, la pequeña Tandy que debe elegir entre dos opuestos.
Tandy tiene también algo de cuento de hadas, donde hay una sombra oscura (dos, en este caso, una evidente y la otra algo más sutil) que se cierne sobre la inocente Tandy.

"MANOS" - SHERWOOD ANDERSON


Este es el relato titulado "Manos", escrito por Sherwood Anderson e incluido en su excelente libro "Winesburg. Ohio".

Sobre la medio arruinada galería de una pe­queña casa de madera construida en el borde de una barranca cerca del pueblo de Winesburg, en Ohio, caminaba nerviosamente de arriba abajo un viejito gordo. A través de un largo campo sembrado de tré­bol pero que había producido una densa vegetación de yuyos de mostaza amarilla, podía mirar la carre­tera pública por donde pasaba un carro cargado con los recolectores .de moras que volvían de los campos. Eran jóvenes y muchachas que reían y gritaban rui­dosamente. Un muchacho de camisa azul saltó del carro y trató de arrastrar a una de las chicas que protestó a los gritos. Los pies del muchacho sobre el camino levantaron una nube de tierra que flotó contra el sol que se hundía. A través del largo campo llegó una fina voz infantil. "Ay, Wing Biddlebaum, péinate, el pelo te tapa los ojos", le ordenó la voz al hombre que era calvo y cuyas nerviosas manitos se movieron sobre su desnuda frente blanca, como arre­glándose una masa de enmadejados rizos.

Wing Biddlebaum, siempre asustado y perse­guido por una fantasmagórica procesión de dudas, no se consideraba de ningún modo parte de la vida del pueblo donde había vivido durante veinte años. De toda la gente de Winesburg sólo con uno tenía intimidad. Con George Willard, hijo de Tom Willard el dueño de la nueva casa Willard, había trabado algo como una amistad. George Willard era cronista del Águila de Winesburg y a veces, por las tardes, llegaba a casa de Wing Biddlebaum, caminando por la carretera. Ahora, el viejo que caminaba de una punta a otra de la galería, moviendo nerviosamente las manos, deseaba que George Willard viniera a pa­sar la tarde con él. Después que se alejó el carro con los recolectores de moras, atravesó el campo de altas malezas de mostaza y trepado en el cerco miró ansio­samente el camino al pueblo. Se quedó un rato allí, refregándose las manos y mirando a uno y otro lado del camino y luego con miedo, volvió corriendo hasta su casa para seguir caminando por la galería.

En presencia de George Willard, Wing Biddle­baum que durante veinte años había sido el misterio del pueblo, perdía algo de su timidez y su sombría personalidad, sumergida en un mar de dudas, se aso­maba a mirar el mundo. Con el joven cronista a su lado se aventuraba a la luz del día por la calle prin­cipal o recorría a grandes pasos el destartalado porche de su propia casa, hablando excitadamente. Su voz baja y temblorosa se hacía fuerte y chillona. La figura encorvada se le enderezaba. Con una especie de coletazo, como el pez que el pescador devuelve al arroyo, Biddlebaum el silencioso empezaba a hablar, luchando por poner en palabras las ideas acumuladas en su mente durante largos años de silencio.

Wing Biddlebaum hablaba mucho con sus ma­nos. Los largos dedos expresivos, siempre activos, siempre tratando de esconderse en los bolsillos o detrás de la espalda, se hacían presentes y se conver­tían en los ejes de transmisión de su máquina expre­siva.

La historia de Wing Biddlebaum es una historia de manos. Su infatigable actividad, semejante al ale­teo de un pájaro cautivo le habían valido el sobrenombre de Wing, Ala. Lo había pensado algún oscuro poeta del pueblo. Las manos alarmaban a su propio dueño, Quería mantenerlas escondidas y miraba sorprendido las tranquilas manos inexpresivas de los otros hombres que trabajaban con él en el campo o que pasaban conduciendo adormilados animales por los caminos rurales.

Cuando hablaba con George Willard, Wing Biddlebaum cerraba los puños y golpeaba con ellos sobre la mesa o contra las paredes de su casa. Este acto lo ponía más cómodo. Si le venían deseos de hablar cuando los dos caminaban por el campo, buscaba un tronco o un cerco de madera y golpeando con las manos hablaba activamente con renovada facilidad.
La historia de las manos de Wing Biddlebaum se merece un libro. Simpáticamente presentada haría brotar muchas extrañas y hermosas cualidades de los hombres oscuros. Es una tarea para un poeta. En Winesburg las manos atrajeron la atención meramente a causa de su actividad. Con ellas Wing Biddlebaum recogió tanto como ciento cuarenta kilos de frutillas en un día. Se convirtieron en un rasgo distintivo, en la fuente de su fama. Hicieron también más grotesca una individualidad ya grotesca y elusiva. Winesburg se enorgulleció de las manos de Wing Biddlebaum con el mismo espíritu con que se sentía orgulloso de la nueva casa de piedra del ban­quero White o de la yegua baya de Wesley Moyer, Tony Tip, que ganó en las carreras de otoño de Cle­veland.

En cuanto a George Willard, muchas veces quiso preguntar por las manos. A veces le daba una curio­sidad irresistible. Presentía que debía existir una razón de su extraña actividad y de su inclinación por mantenerse ocultas y sólo un creciente respeto por Wing Biddlebaum le impedía largar las pregun­tas que a menudo le pasaban por la cabeza.

Una vez estuvo a punto de preguntarle. Cami­naban una tarde de verano por los campos y se detu­vieron a sentarse en una loma cubierta de pasto. Toda la tarde Wing Biddlebaum había hablado como un inspirado. Junto a un cerco se paró y, golpeando como un gigantesco pájaro carpintero le gritó a George Willard condenando su tendencia a dejarse influenciar por la gente que lo rodeaba.

—Te estás destruyendo —le gritó—. Tienes una inclinación a estar solo y a soñar y temes tus sue­ños. Quieres ser como los otros del pueblo. Los oyes hablar y tratas de imitarlos.

Ahora en la loma cubierta de pasto Wing Bidd­lebaum trataba otra vez de explicar su punto de vista. Su voz se hizo suave y reminiscente y con un suspiro de contento se lanzó en una larga y vaga conversación, hablando como perdido en un sueño.

Del sueño Wing Biddlebaum sacó un cuadro para George Willard. En ese cuadro los hombres vivían otra vez en una especie de pastoril edad dorada. A través de un verde campo abierto llegaban hombres desnudos, algunos a pie, otros montados a caballo. Los jóvenes se reunían en grandes grupos a los pies de un viejo sentado bajo un árbol en un diminuto jardín, que les hablaba.

Wing Biddlebaum se puso completamente inspi­rado. Por primera vez olvidó sus manos, que lentamente se extendieron y se posaron en los hombros de George Willard. Algo nuevo y osado apareció en la voz que hablaba. "Debes tratar de olvidar todo lo que aprendiste", dijo el viejo. "Debes empezar a so­ñar. De ahora en adelante debes cerrar los oídos a las voces que rugen".

Haciendo una pausa en su discurso Wing Biddlebaum miró larga y profundamente a George Wi­llard. Los ojos le brillaban. Volvió a levantar las manos para acariciar al muchacho y entonces una expresión de horror le barrió la cara.

Con un movimiento convulsivo del cuerpo, Wing Biddlebaum se puso de pie y metió la mano en lo más hondo de sus bolsillos. Los ojos se le llenaron de lágrimas. "Debo volver a casa. No puedo hablar más contigo", dijo nerviosamente.

Sin mirar atrás el viejo bajó corriendo la loma, atravesó una pradera, dejando perplejo y atemori­zado a George Willard. Con un escalofrío de terror el muchacho se levantó y se fue por la carretera hacia el pueblo. "No le preguntaré por sus manos", pensó tocado por el recuerdo del horror que había visto en los ojos del viejo. "Hay algo malo, pero no quiero saber qué es. Sus manos tienen algo que ver con el miedo que me tiene a mí y al resto de la gente."

Y George Willard tenía razón. Consideremos bre­vemente la historia de las manos. Quizás al hablar de ellas se despierte el poeta que diga la maravillosa historia escondida por la cual eran nerviosas y con­tritas.

En su juventud Wing Biddlebaum fue maestro de un pueblo de Pensilvania. No era conocido como Wing Biddlebaum sino por el menos eufónico nom­bre de Adolph Myers. Este Adolph Myers era muy querido por los chicos de su escuela.

Por su carácter Adolph Myers estaba señalado para ser un maestro de jóvenes. Era uno de esos raros y poco comprendidos hombres que mandan con un poder tan dulce que pasa por una adorable debilidad. En sus sentimientos hacia los muchachos que están a su cargo estos hombres no se diferencian de las mejores mujeres en su amor hacia los hombres. Y sin embargo esto es expresarlo crudamente. Acá se necesita el poeta. Adolph Myers caminaba con sus muchachos a la noche o se quedaba conversando con ellos hasta que el ocaso perdía en una especie de sueño los escalopes de la escuela. Sus manos iban de aquí para allá, acariciando los hombros de los muchachos o jugueteando con sus despeinadas cabezas. Cuando les hablaba la voz se le ponía suave y musical. También en ella había una caricia. En cierto modo la voz y las manos, las palmadas en el hombro y las caricias en el pelo eran parte del esfuerzo del maestro para llevar un sueño a las jóvenes mentes. Con la caricia de sus dedos se expresaba a sí mismo. Era uno de esos hombres en los que la fuerza que crea la vida está difusa, no centralizada. Bajo la caricia de sus manos la duda y el descreimiento aban­donaban las mentes y los muchachos empezaban a soñar.

Y luego la tragedia. Un chico medio tonto de la escuela se enamoró del joven maestro. A la noche, en la cama, imaginaba cosas atroces y por las mañanas contaba sus sueñas como hechos reales. Extrañas y horribles acusaciones brotaban de sus labios caídos. Un escalofrío atravesó el pueblo de Pensilvania. Las ocultas y sombrías dudas que existían en la mente de los hombres sobre Adolph Myers, se gal­vanizaron en creencias.

La tragedia no esperó. Muchachos temblorosos fueron arrancados de sus camas e interrogados. "Me abrazó", dijo uno. "Sus dedos siempre jugueteaban con mis cabellos", dijo otro.

Una tarde, un hombre del pueblo, Henry Brad­ford, dueño de un despacho de bebidas apareció en la escuela. Llevó a Adolph Myers al patio y empezó a pegarle con los puños. A medida que sus duros nudillos golpeaban la asustada cara del maestro, su ira se hacía más y más terrible. Los chicos corrían de acá para allá como confundidos insectos gritando de espanto. "Te voy a enseñar a poner las manos sobre mi chico, pedazo de bestia", rugía el dueño del despacho, que, cuando se cansó de golpear al maestro empezó a patearlo por el patio.

Por la noche lo sacaron a Adolph Myers del pueblo de Pensilvania. Una docena de hombres con faroles llegó hasta la puerta de la casa donde vivía solo y le ordenaron vestirse y salir. Llovía y uno de los hombres tenía una soga en la mano. La intención era colgar al maestro, pero algo en su aspecto, tan pequeño, blanco y lastimero los conmovió y lo dejaron escapar. Cuando lo vieron correr en la noche se arrepintieron de su debilidad y corrieron tras él, insultando y tirando grandes bolas de barro húmedo y palos a la figura que gritaba y corría cada vez más rápidamente en la oscuridad.

Durante veinte años Adolph Myers vivió solo en Winesburg. No tenía más que cuarenta años pero parecían sesenta y cinco. El nombre de Biddlebaum lo tomó de una caja de mercaderías que vio en una estación de carga cuando disparaba por un pueblo de Ohio. Tenía una tía en Winesburg, una vieja de dientes ennegrecidos que criaba pollos y con quien vivió hasta su muerte. El maestro estuvo enfermo después de su experiencia de Pensilvania durante un año y cuando se recobró trabajó en el campo como peón por día, moviéndose tímidamente y tra­tando de ocultar sus manos. Aunque no comprendía lo ocurrido sentía que las manos tenían la culpa. Los padres de los muchachos habían mencionado repetidamente las manos: "Guárdese sus manos", rugía el dueño del despacho de bebidas, bailoteando furioso en el patio de la escuela.

En la galería de su casa sobre la barranca, Wing Biddlebaum seguía caminando de arriba abajo hasta que el sol se puso y el camino más allá del campo se perdió en las sombras grisáceas. Entró a la casa, cortó rebanadas de pan y las untó con miel. Cuando el traqueteo de los trenes de la tarde que llevaban los vagones cargados con la diaria cosecha de moras pasaron y se restauró el silencio de la noche estival, volvió a la galería a caminar. En la oscuridad no se veía las manos que estaban tranquilas. Aunque to­davía sentía hambre de la presencia del muchacho, que era su medio de expresar amor por los hombres, el hambre se convirtió otra vez en parte de su sole­dad y de su espera. Encendió una lámpara, lavó los pocos platos sucios de su sencilla comida y colocó un catre plegadizo cerca de la puerta que daba al porche y se preparó a desvestirse para dormir. En el piso muy limpio habían quedado unas pocas migas de pan blanco, cerca de la mesa. Colocó la lámpara en un banquito bajo y empezó a recogerlas, lleván­doselas a la boca, una por una, con increíble rapidez. En el denso círculo de luz bajo de la mesa, la figura arrodillada parecía la de un sacerdote ocupado en el servicio religioso. Los nerviosos y expresivos dedos, entrando y saliendo de la luz podrían haberse confundido con los dedos de un devoto pasando rápidamente las cuentas del rosario.