Fragmentos de la obra Conversaciones, integrada por entrevistas a Emil Cioran y publicada por Tusquets Editores. La traducción es de Carlos Manzano.
Conversación con J.L. Almira
Conversación con J.L. Almira
Fue durante la primera guerra. Tenía cinco años. Una tarde, de verano sin
duda, todo lo que me rodeaba perdió sentido, se vació, se inmovilizó: una
especie de angustia insoportable. Aunque entonces no pudiera formular lo que
ocurría, estaba dándome cuenta de la existencia del tiempo. Nunca he podido
olvidar aquella experiencia. Hablo del tedio esencial, que es una toma de
conciencia extraordinaria de la soledad del individuo. Me resulta un
sentimiento tan ligado a mi vida, que estoy seguro de que podría sentirlo hasta
en el paraíso. Evidentemente, si nos marca de manera tan profunda, es porque se
trata de la expresión capital de nosotros mismos. En estos momentos el hastío
tiene mala prensa; de alguien que se aburre suele decirse que está vacío, lo
cual no es cierto, pues ese vacío conlleva una explicación del mundo. Por eso
me ha interesado tanto el tedio monástico, la acedia, el hecho de que la
vida monástica esté presidida por la tentación, por el peligro del tedio. A los
monjes egipcios siempre se les describe asomados a la ventana, esperando no se
sabe qué. El tedio es la gran amenaza espiritual, una especie de tentación
diabólica».
(…)
«En pleno delirio sexual, cualquiera tiene derecho a compararse a Dios. Lo
curioso es que la inevitable decepción posterior no afecte al resto de la vida,
que sea momentánea. A veces he pensado que se puede tener una visión postsexual
del mundo, visión que sería la más desesperada posible: el sentimiento de
haberlo invertido todo en algo que no vale la pena. Lo extraordinario es que se
trate de un infinito reversible. La sexualidad es una inmensa impostura, una
gigantesca mentira que invariablemente se renueva. Sin duda, el momento
presexual triunfa sobre el postsexual: el infinito inagotable del que habla
Céline. Y el deseo es ese absoluto momentáneo imposible de erradicar.
¿De dónde procede ese amor por España, que, habiendo elegido la condición
de apátrida, le llevó a escribir que ha renegado de todo, excepto del español
que hubiera deseado ser?
Cuando era estudiante leí un libro acerca de la literatura española
contemporánea, que recogía la anécdota de un campesino que, al subirse a un
vagón de tercera y descargar el inmenso bulto que llevaba encima, exclama: «¡Qué
lejos está todo!». Me impresionó tanto esa frase, que con ella titulé un
capítulo de mi primer libro en rumano. Como me ha ocurrido siempre, un detalle
mínimo desencadenó una pasión. Muy joven, leí a Unamuno, algo sobre la
conquista, a Ortega y, por supuesto, a santa Teresa. Me atrae el aspecto no
europeo de España, esa especie de melancolía permanente, de nostalgia, en
realidad.
¿Cuál es para usted la diferencia entre melancolía y nostalgia?
El fondo metafísico de la nostalgia es comparable a algo interior de la
caída, de la pérdida del paraíso. Un español siempre da la impresión de que
echa de menos algo. Por supuesto, lo significativo es la intensidad con que eso
se siente. La melancolía es una especie de tedio refinado, el sentimiento de
que no se pertenece a este mundo. Para un melancólico, la expresión «nuestros
semejantes» no tiene ningún sentido. Es una sensación de exilio irremediable,
que carece de causas inmediatas. La melancolía es un sentimiento profundamente
autónomo, tan independiente del fracaso como de los mayores éxitos personales.
La nostalgia, por el contrario, siempre se aferra a algo, aunque sólo sea al
pasado.
Me gustaría que hablásemos de lo que usted ha llamado el masoquismo
histórico de los españoles.
Siempre me ha fascinado el desmesurado sueño histórico de los españoles, un
sueño fantástico que acabó en derrota. Todo el frenesí de la conquista se vino
abajo. España fue el primer gran país que salió de la historia, prefiguración
grandiosa de lo que es Europa ahora. Curiosamente, ese fracaso ha hecho posible
que la lengua española sea en estos momentos universal.
Parece una visión de España casi teatral.
Los españoles practican fanáticamente la burla. Su propio orgullo, siempre
acompañado de ironía, se vuelve contra ellos y, gracias a eso, no resulta
insoportable. Durante uno de mis viajes a España, hace ya muchos arios,
viajábamos en la tercera clase de un tren cuando una niña de unos doce años se
puso a recitar poemas. Me pareció tan extraordinario, que tuve un gesto de
indelicadeza irreparable, espantosa: le di un puñado de monedas. Ella cogió el
dinero y me lo tiró a los pies. Su reacción me pareció sublime. España representa
para mí la emoción en estado puro. Uno no puede entenderse con los campesinos
franceses o alemanes, por no hablar de los ingleses, pero en España, como
sucede también en Rumania, el pueblo llano existe».
Conversación con Fritz J. Raddatz
«Las grandes cuestiones de la vida no tienen nada que ver con la cultura.
La gente sencilla tiene muchas veces intuiciones que un filósofo no puede
tener. Pues el punto de partida es lo vivido, no la teoría. Un animal puede ser
incluso más profundo que un filósofo, quiero decir: tener un sentido de la vida
más profundo».
Conversación con François Fejtö:
«Voy a contarle una historia. Hace unos arios un temblor de tierra sacudió
Rumania y en la primera página del Herald Tribune leí que Sibiu, o bien
Hermannstadt, había quedado destruida. Recuerdo que ocurrió un sábado. Me
dolió, me dolió mucho. Me hundí en un pesimismo profundo. Al salir de mi apartamento,
pensé en ir a una iglesia. Pasé cerca de Notre-Dame y, sin embargo, no sentía
deseos de entrar en ella. Continué mi camino en una letargia absoluta; vi, no
sé dónde, el cartel de una película pornográfica. Entré en el cine, que estaba lleno
de obreros extranjeros. La película era lamentable, absolutamente repugnante.
Pero en mi desamparo eso era exactamente lo que necesitaba. Es absurdo, me
decía. La civilización que produce semejantes películas está próxima a su
desaparición. Pensé que un régimen comunista tiene al menos la virtud de que no
se exhiben películas de esa clase. Ese pensamiento me consolaba. Puede usted
imaginar en qué estado me encontraba. En lugar de entrar en Notre-Dame, fui a
ver esa película, que corroboraba mi idea de que nuestra civilización estaba
acabada, la humanidad estaba perdida. Pensé en Hermannstadt o, si prefiere,
Nagyszeben, como ustedes la llaman, a la que tanto amé»
(…)
«Los
individuos —y también las naciones— necesitan cierta megalomanía. Cuando no nos
creemos excepcionales, importantes, irreemplazables, estamos perdidos»
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